Por Mónica Delgado
Aquí no hay mucho que conecte con los elementos visuales o discursivos del cine anterior de Claudia Llosa. Aloft: No llores, vuela parece abrir un paréntesis en torno a algunas motivaciones de lo femenino y memoria que eran evidentes tanto en Madeinusa como Fausta, dos personajes indisociables del contexto que la directora proponía como parte de una puesta en escena de correspondencias y símbolos. En Aloft no hay este juego de oposiciones o analogías, sino más bien aparece la filiación al territorio como reflejo de lo argumental más que de exploración como espacio cinemático. También, existen sinuosidades que podrían abrir una posibilidad de parentesco entre los personajes de La teta asustada, Madeinusa o Aloft, desde cómo surge el recuerdo y la memoria como un aspecto pesado y contenido del pasado, pero esto se difumina, toma otro ritmo y distancia. Aloft tiene otras intenciones.
Desde el arranque se muestra al invernal desierto canadiense como obstáculo en varias escenas, y que coloca a los personajes en crisis o ante momentos decisivos, como incómodos ante esa clima que los moldea y absorbe, y que los vuelve transparentes y frágiles; pero esta relación que se establece con el entorno es más bien tipo causa y efecto, o como contrapunto de acciones dramáticas en su propia literalidad. El desierto invernal es solo eso, una camino, una ruta por la que actúan y pasan los personajes, quienes se utilizan a sí mismos como objetos, en busca de ese fantasma de recuerdos y mentiras, que encarna la madre.
En Aloft, la matemática de las correspondencias entre los personajes y el espacio, que existía en los anteriores filmes de Llosa, se disuelve (recordemos esa escena en que Madeinusa forma parte de ese museo de ofrendas que el padre ofrece al muchacho extranjero, o el umbral casi a modo de útero o regreso a la madre que Fausta cruzaba para llegar a su trabajo), ni siquiera es un vestigio, y más bien se establece otro tipo de apuesta ya no espacial sino textual, que deviene más bien en una forma de entender el mundo, salvadora y holística, más presente en lo que dicen los personajes que en aquello que transmiten las imágenes en sí. Aloft propone un mundo de magia desde el habla (ejemplo de ello es la escena de la entrevista, momento crucial para «la hora del lobo», donde caen las máscaras fácilmente, borrando odios y resentimientos en un dos por tres), desde un lenguaje que no necesita artilugios, que es fantástico o ilusorio porque simplemente se nombra.
En Aloft, Claudia Llosa utiliza otra vía para explorar y conectar a sus personajes, abandonando la linealidad, optando por un relato desde dos capas de tiempo, que apuntan a ir develando el resquebrajamiento de la relación de una madre con un hijo veinte años antes. La narrativa a dos tiempos, que se va cruzando desde dos puntos de vista, el de la madre (Jennifer Connelly), y su hijo (Cillian Murphy), permite ir acumulando situaciones que permiten justificar la ausencia o presencia de los personajes. Pero no solo se trata solamente de un juego vacío de tiempos, es más bien la sensibilidad New Age que gobierna el filme-y que en algunos textos que reseñan el filme se ha asumido como «real maravilloso», aseveración antojadiza y arbitraria que no corresponde a lo planteado por Llosa, ni en forma ni en discurso-, la que permite esta progresión, en su devenir de elegidos y milagros.
Desde los primeros minutos, Aloft plantea esta sensibilidad de lo «espiritual», entre hippie y pseudochamánica, ubicando a la protagonista en una comunidad que tiene tanto de arcaica como de fe cuasi premoderna, donde el misticismo, curanderismo y tono animista cobran la dimensión de lo racional. Es como trasladar todo aquello que se le criticaba al pueblo de Manayaycuna, en su tiempo santo de endogamia, incesto y libre albedrío, pero aquí, en un poblado del primer mundo, asolado por el invierno donde afloran las creencias y la influencia psicomágica, liderados, como bien lo autodefine un personaje, por un estafador alcohólico, que busca delegar su poder. En el primer mundo, la magia tiene la posibilidad de ser vista como estafa.
En este entorno cerrado es donde Llosa coloca a su protagonista, en el corazón mismo de la esfera de lo ritualista, y también la dota de una cuota de secretismo, al no importar la naturaleza misma de su cualidad sanadora. Es lo de menos, al final de cuentas, todo ese artificio de lo curativo, en sus técnicas y ornamentos (el sorteo de piedritas, los pasadizos de paja, el columpio-árbol, sí, casi instalaciones «artísticas» en el espacio, frente a la crudeza de ver parir a una cerda) solo terminan cumpliendo un rol tan New Age como la filosofía de vida que sostiene la dramaturgia del filme. Por un lado, este el afán por esta pseudociencia que cobra una dimensión de lo poético (la relación de las «estructuras» con el poder sanador, sí muy a lo Osho y demás literatura de autoayuda), pero también por otro, es su propia negación y su intrascendencia, una magia que no cura nada en los protagonistas, y que se resuelve de manera floja con el plano final de Murphy dejando ir a venir a esa ave, tan esclava como ellos, de ese destino trágico que no pueden cambiar.
Aloft logra, por momentos, crear un ambiente anacrónico, pero que dura poco, para centrarse más en la narración de una tragedia familiar, antes que en seguir explorando en los entretelones de este nuevo credo de groupies místico. Hay una ruta New Age, sí, que logra su cumbre en un diálogo final, de una entrevista donde no existe confesión, sino excusa para la gran pregunta que el hijo se guardó por más de veinte años. Esta fe en lo trascendental del habla, del efecto curativo de la imagen literal y sin ambages, no permite la elevación, sino más un arrastre poco sublime a este mundo de sanaciones y mesianismos.