Por Pablo Gamba
El azote (2017), que se estrena comercialmente en Argentina, ganó el premio a la mejor película nacional en el Festival de Mar del Plata. Fue el décimo largometraje de ficción dirigido por José Celestino Campusano –quien en el Bafici de este año presentó El silencio a gritos (2018)– y el segundo que se desarrolla en el Bariloche escondido tras la postal turística del paraíso del esquí y el excursionismo. El anterior fue El sacrificio de Nehuén Puyelli (2016).
Campusano se hizo conocido en Argentina por sus películas sobre un mundo marginal parecido, en el conurbano bonaerense: Vil romance (2008), Vikingo (2009), Fango (2013) y Fantasmas de la ruta (2015). Fueron obras realizadas con gente de las comunidades, con un estilo rústico de actuar y de filmar en sintonía con la temática, y en tensión con los modelos narrativos tomados de la televisión y del cine de género estadounidense, sin caer en la pornomiseria.
El protagonista de El azote es Carlos Agustín Fuentes, quien trabaja como asistente social en un centro para menores de edad que han cometido delitos. Además de los problemas que trae consigo cada joven que es trasladado a ese lugar, está presente en la historia el tema de la corrupción que permite la entrada de droga y armas. Pero también los asuntos de Fuentes, que como todo personaje de su estirpe narrativa necesita afrontar “sus propios demonios”. Debe a su pasado el apodo de Murciélago, vive absorbido por el trabajo y tiene una madre en silla de ruedas, deteriorada por la diabetes, a la que no logra cuidar adecuadamente. Eso es motivo de conflicto con su pareja y de un enredo de faldas por el que terminan llamándolo de otra manera: “impotente”.
Hay demasiada cosa junta en torno al Murciélago, lo que se corresponde con ese tipo de dramas que funcionan por acumulación de tensión sobre el protagonista, hasta hacerlo estallar. No es el caso de El azote, cuya principal virtud vendría a ser el final abierto. Pero, si la razón de ser ética de películas como esta es dirigir la mirada hacia realidades que tratan de ocultarse para mantener las injusticias, la atención se dispersa de esa manera en varias direcciones, sin profundizar en ninguna. En consecuencia, el entramado de corrupción, que se pudo intentar poner al descubierto con una narración articulada en torno a una investigación, queda casi totalmente fuera de campo, por ejemplo. El problema de los adolescentes llevados al centro, además, es considerado desde la perspectiva exterior del funcionario. El azote se parece en eso a Elefante blanco (2012), la película de Pablo Trapero sobre “curas villeros” –sacerdotes católicos que trabajan en barrios marginales–. Es la menos lograda del director de Mundo grúa (1999), uno de los filmes con los que surgió el nuevo cine argentino.
El estilo de Campusano ha sido criticado, en particular, por lo que respecta a la interpretación de los no actores. Podría verse en ello, sin embargo, un elemento que manifiesta resistencia con respecto a las fuentes genéricas, algo necesario para que sea patente que no se trata de entretenimiento con ambientación marginal, ni de “cine de arte” para biempensantes de clase media, sino de una manera de acercarse a esa realidad con una herramienta a la vez reveladora y que tenga el poder de comunicarse con un público formado por la televisión. El cine comunitario tiende a copiar esos modelos porque le resultan “naturales”.
En El azote, sin embargo, las palabras de los personajes están contaminadas con un discurso escasamente elaborado. Por tanto, no solamente parece que los actores recitaran el guion –como se ha dicho que ocurre en otros filmes de Campusano– sino que leyeran material de origen institucional. También lleva el film a preguntarse por lo que significa hacer un cine “de denuncia”, cuando lo que es posible asumir es el compromiso débil característico de las luchas que canaliza la democracia representativa. El problema consiste, en películas como esta, en confundir al público con la sociedad civil, y al cine con una ONG.
Llama la atención el premio que le dieron a El azote en Mar del Plata, y su recepción favorable por parte de la crítica en su país. También estuvo en el Festival de Rotterdam, pero es sabido lo que en Europa se espera de los filmes del Sur salvaje. Quizás se trate de una expectativa en torno a las inquietudes sociales del cine nacional que no está satisfecha hoy en Argentina, a pesar de que se han realizado allí obras maestras sobre la marginalidad, como Crónica de un niño solo (1965), de Leonardo Favio, o Pizza, birra, faso (1998), de Israel Adrián Caetano y Bruno Stagnaro. Quizás sienten que, así como han logrado evitar el espectáculo miserabilista de Ciudad de Dios (2002), de Fernando Meirelles, o Tropa de Élite (2007), de José Padilha, les falta alguien consecuente con una sensibilidad como la de Víctor Gaviria, por ejemplo, el realizador colombiano de Rodrigo D: no futuro (1990) y La vendedora de rosas (1998), aunque también de La mujer del animal (2016), donde acabó por incurrir en la pornomiseria. Por tanto, esperan que José Celestino Campusano llegue a ocupar ese lugar. Pero está lejos de ello en El azote; más cerca, tal vez, en su mejor película hasta ahora: Fantasmas de la ruta (2013).
Dirección y guion: José Celestino Campusano
Producción: Miguel Ángel Rossi
Fotografía: Eric Elizondo
Montaje y música: Claudio Miño
Interpretación: Kiran Sharbis, Facundo Sáenz Sañudo, Nadia Fleitas, Ana María Conejeros, Gastón Cardozo, Federico Romero
Argentina, 2017