Por Pablo Gamba
Érase una vez en Venezuela (2020), dirigida por Anabel Rodríguez Ríos, que se estrenó en el Festival de Sundance, es una película que podría ponerse frente a frente con Bacurau (2019), de Kleber Mendonça Filho y Juliano Dornelles, estrenada en el Festival de Cannes el año pasado. Las dos coinciden en recurrir a la figura del microcosmos para tratar el tema de cómo intereses nacionales y trasnacionales inciden en los conflictos de una pequeña localidad, de una manera que podría ser análoga a como lo hacen en los respectivos países, Venezuela y Brasil. Los directores de ambas películas tienen una posición de rechazo a sus respectivos gobiernos, de Nicolás Maduro y Jair Bolsonaro. Sin embargo, aunque la primera tiene título de spaghetti western, es un documental, mientras que la segunda es ficción, toma elementos del género italiano y los combina con ciencia ficción y gore.
El pueblo de Érase una vez en Venezuela es Congo Mirador. Así como el nordeste del Bacurau imaginario de Bacurau fue elevado a alegoría del Brasil por el Cinema Novo en los años sesenta, la localidad de la ribera del lago de Maracaibo es un “pueblo de agua”, de “palafitos”, casas construidas sobre pilotes a las que debe el nombre el país: Venezuela es “pequeña Venecia”.
Esta singularidad del pueblo, junto con el relámpago del Catatumbo –hasta 60 rayos sin truenos por minuto casi todas las noches–, se prestan para deslizarse hacia los lugares comunes del realismo mágico mal entendido. Una de las razones por las que se destaca la película de Rodríguez es que su mirada se ubica lúcidamente en el filo de la actitud frente a lo real que define a esa corriente literaria. Por esa vía llega al problema de lo que es real, aunque no parezca verosímil, porque no encuentra su lugar en los marcos de referencia que definen lo que la gente cree que puede o no puede ser verdad.
El asombro hace que la mirada de Érase una vez en Venezuela se disperse al comienzo en la observación de todo lo que le va llamando la atención. La seducen las casas construidas sobre el lago y los botes que recorren Congo Mirador como si tuviera canales, como Venecia. Del interior de las viviendas, lógicamente, lo que más llama la atención es que parecen hogares a los que han llegado las comodidades de la vida moderna, una “normalidad” incongruente con los pilotes que las sostienen sobre el agua. Hay una escuela y funciona, y el lago es el campo de juego natural de los niños del pueblo.
La segunda virtud de la película es que, así como evita incurrir en el espectáculo miserabilista, tampoco es cosmética. La pobreza se representa como la vive la gente, es decir, como los límites que imponen las circunstancias en las que llevan adelante su vida. Esas circunstancias son experimentadas como la normalidad, aunque sean evidentes la precariedad de las viviendas, y los problemas que se agravan progresivamente por la falta de dragado y la contaminación del lago por décadas de derrames, en la que fue una de las regiones de mayor producción petrolera en el mundo. En el acercamiento a los juegos de los niños se siente la corriente que impulsa la vida pesar de esas dificultades, pero que no podrá con otros problemas.
El momento spaghetti western de Érase una vez en Venezuela es la víspera de las elecciones para la Asamblea Nacional del 6 de diciembre de 2015. En montaje paralelo se presenta, por un lado, a la jefa de los chavistas con una escopeta heredada de su padre y otras armas, en su finca; luego, se descubre que, en el aparentemente pacífico entorno de su rival “adeca” (por el partido Acción Democrática), la maestra, el que no tiene una pistola tiene al menos un rifle de aire comprimido. Hasta un viejo cantor esconde un arma de fuego.
Eso ocurre cuando ha transcurrido aproximadamente 1 hora de película y crea la expectativa de que los 39 minutos siguientes van a ser como Bacurau, con la diferencia de que la historia en este caso es real y no triunfa la rebelión imaginaria del pueblo. Pero aunque fue real, el conflicto de Érase una vez en Venezuela también desafía la verosimilitud, porque la líder de los chavistas parece ser la dueña de Congo Mirador, con negocios cuya naturaleza nunca queda clara además de la finca, que para ella es una simple menudencia. La que cualquier progresista lector de periódicos y seguidor de páginas web podría considerar a priori vanguardia del proletariado en la localidad, viene a representar la clase social de la “burguesía” en el contexto de Congo Mirador.
El lado débil de este documental es que traduce el desarrollo de un proceso real hasta el punto de crisis en términos análogos a los de una narración de ficción. Esto significa definir un protagonista, un objetivo, un antagonista y todas las demás reducciones de complejidad de lo real al esquema actancial.
Pero el personaje de la líder chavista sirve de contrapeso a ese mecanismo simplificador, y por medio de ella se pasa del asombro al cuestionamiento de las premisas sobre las que se intenta entender lo que ocurre en Venezuela. Es una desestabilización se da, irónicamente, por medio de una figura que parece una parodia garciamarquiana de Doña Bárbara, el personaje de la novela de Rómulo Gallegos interpretado en el cine mexicano por María Félix. Eso coloca al espectador en una posición en la que tiene que elegir entre aferrarse a los lugares comunes que maneja o abrirse a lo asombroso de esta crónica.
La problematización que así se hace de lo real está acompañada de una aguda observación de la dinámica de cómo el poder político, que trasciende la realidad local, puede penetrar en ella y conformar, reconfigurar o sostener los poderes allí establecidos. La abstracción de los “gringos” y el político que llega al pueblo, en Bacurau, es superada aquí por los detallados registros de la relación entre las autoridades nacionales, regionales y de la comunidad, desde las llamadas telefónicas por celular hasta las asambleas de aclamación sin votación; de la compra de votos al desayuno servido en la residencia del gobernador, por una parte. Pero lo mismo ocurre con el contrapoder: la funcionaria de indescifrable militancia y estatus administrativo que es la única defensora de la maestra para que no la desplace alguien impuesto por la líder.
Todo avanza en Érase una vez en Venezuela, con el paso fatal de un western, hacia el hecho que ha marcado desde entonces la vida del país: el triunfo de la oposición con una mayoría parlamentaria de 2/3. Maduro respondió a la derrota con una serie de medidas para inhabilitar a la Asamblea, cuya primera tarea, a su vez, fue buscar una fórmula para destituirlo. Pero, distanciándose de Bacurau, el documental venezolano se acerca en la parte final al quiebre de las narrativas genéricas al que se ha recurrido en el cine de Brasil para tratar la realidad del país luego del golpe contra Dilma Rousseff.
La observación vuelve así a dispersarse, pero ahora en fragmentos inconexos que solo dan cuenta de un deterioro general, acelerado y brutal. Se destruye el entramado del conflicto y la narración se estanca por la pérdida del impulso que le daban los personajes, por haberse vuelto prácticamente imposible la vida en Congo Mirador. Es un reflejo local concreto de los datos abstractos sobre un país cuya economía se redujo a menos de la mitad antes de las sanciones extranjeras, con las mayores reservas de petróleo del mundo pero 85 % de pobreza, con un éxodo de casi 5 millones y cerca de 7.000 ejecuciones extrajudiciales denunciadas por la ONU, con 2 presidentes –uno apoyado por Estados Unidos y el otro por Rusia– y 3 parlamentos. Semejante realidad es inverosímil, rebasa la capacidad de asombro del realismo mágico y exige una revisión de las fórmulas que la explican. Este llamado angustioso, sobre todo, diferencia esta película de la fuga hacia la fantasía de Bacurau.
Dirección: Anabel Rodríguez Ríos
Guion: Anabel Rodríguez Ríos, Marianela Maldonado
Producción: Sepp Brudermann, Claudia Lepage
Fotografía: John Márquez
Montaje: Sepp Brudermann
Sonido: Daniel Turini
Música: Nascuy Linares
Venezuela-Brasil-Reino Unido-Austria, 2020