Por Mónica Delgado
En Fogo de Yulene Olaizola, tomarse un trago de ron, jugar con los perros, talar un árbol, cobran la dimensión del último acto sobre la tierra, de momentos que profetizan el adios, tanto del espacio como de aquellos que lo habitan: la alegoría del abandono. Fogo es casi un desierto, una zona rural en Canadá, seca e invernal, que en el filme adquiere una dimensión de lo perdido, donde dos personajes deciden quedarse en un poblado pese a la huida de la comunidad, por un motivo que se desconoce y que no importa. Solo dos hombres en plena vejez, solos, que se atreven a pasar sus últimos días, sin madres, mujeres e hijos, solitarios con un par de perros, en medio de un clima perenne de atardeceres, de espera de la noche, que todo lo acaba.
Yulene Olaizola no vuelve al espíritu de sus anteriores trabajos, mas bien hay aquí un punto aparte, donde la cámara decide jugar a la ficción pero dentro de los parámetros de lo real, de los límites de Fogo, de sus escasos habitantes, en la atmósfera de limbo entre día y anochecer, que copia del desierto el deseo de tragarse y desaparecer a los hombres. El ojo de Olaizola atrapa a los personajes en este ámbito aturdido por el frío, sin gente alrededor, ya lejos de lo cotidiano, en actos de suelta supervivencia, de pasividad y conformidad ante las horas.
Fogo envuelve al espectador en esa tristeza que parece ganar el ánimo de los protagonistas, en esa sensación de pérdida y simpleza, en acumular escenas del afuera y adentro, del frío a la intimidad del ron y la chimenea, donde precisamente dos hombres (sin posibilidad de lo femenino o de lo repetible) quedan a merced de la caída del sol, sin perros, solos en medio de la nada.
Directora: Yulene Olaizola
Productora: Yulene Olaizola y Rubén Imaz
Guión: Yulene Olaizola
Reparto: Norman Foley, Ron Browders
Cinematografía: Diego Garcia
Duración: 61 minutos
País: Mexico y Canadá
Año 2012