Por Pablo Gamba
La imagen del tiempo (2019), dirigida por Jeissy Trompiz, formó parte este año de la selección oficial del FID Marseille y es la segunda película de venezolanos que se estrena en este festival de cine de no ficción después de Belén (2016), dirigida por Adriana Vila Guevara. Otro dato significativo es que se trata del quinto largometraje rodado por un venezolano en La Habana, desde que Franco de Peña filmó allí El porvenir de una ilusión (1997) para la Televisión Polaca y Fina Torres filmara Habana Eva (2010), una versión de Doña Flor y sus dos maridos (Brasil, 1976). A ellos se añaden las películas de Pedro Ruiz, Arriba Habana (2019), que estrenó este año y Philémon chante Habana (2012), que filmó también allí, y Los viejos (2018), de Rosana Matecki, sobre dos músicos de la ciudad cubana de Santa Clara.
¿Por qué han llamado tanto la atención Cuba y La Habana a los cineastas de Venezuela? Hay que descartar la tesis de los nexos políticos de los dos regímenes socialistas: salvo el caso de Fina Torres, que rodó para la Villa del Cine creada por el gobierno de Hugo Chávez, las demás películas han sido independientes o hechas con terceros países. La razón ha de ser, por tanto, la misma fascinación que causa en todo el mundo la isla en la que en 1959 triunfó la Revolución que sigue en el poder y una ciudad que llegó a ser llamada la París del Caribe. La diferencia, quizás, es que la cercanía geográfica y cultural de venezolanos y cubanos puede ser un antídoto contra la combinación de seducción y desconocimiento que define al exotismo.
La importancia de La imagen del tiempo está en su intento de problematizar inteligentemente la mirada a La Habana y a Cuba. Un texto al comienzo recuerda que el interés por el país resurgió en 2014, cuando un giro sorpresivo en la errada política de Estados Unidos llevó al restablecimiento de las relaciones diplomáticas y a una manifestación de voluntad de levantar el bloqueo económico, lo que luego cambió. A esto siguió en 2016 la muerte de Fidel Castro, principal líder de la Revolución. La película recurre al desencuadre para volver a mirar de otra manera lo que tanto se vio en aquellos momentos, revelando la presencia de las cámaras responsables del resurgir de Cuba como espectáculo, y enfocando desde otros ángulos la relación de los dirigentes con quienes asisten a la Plaza de la Revolución, y posan para los medios y el turismo político, por ejemplo.
Pero no se trata de un documental de observación ni de una mirada exterior. La pregunta que se plantea Trompiz es desde la perspectiva de alguien que ha vivido en Cuba y se basa en una analogía con la pasión amorosa. En concreto, surge de su confrontación con las películas de aficionado que filmó un abuelo de pasado novelesco cuando vivió en la isla en tiempos del triunfo de la Revolución. El cineasta dice que la mirada a la isla de este personaje estuvo marcada por el amor a la mujer que siguió hasta Cuba, mientras que él ve su realidad sin el tamiz de un sentimiento parecido.
Tanta sutileza para tratar la cuestión del desengaño se justifica por la existencia de un amplio público para el que Cuba sigue siendo una pasión. El amor, como se dice, es ciego, y de allí el problema del exotismo: cuando no se ve bien, y por tanto no se conoce, aquello que se ama, o se cree amar. Trompiz ni siquiera trata de confrontar la mirada de los filmes del abuelo entrando en polémica con ella, sino mediante el intento de rodar una película análoga sobre Cuba, con dos personajes que buscan en La Habana a la misma mujer. La imagen del tiempo es como el making of de esa ficción imposible para un director que se confiesa incapaz de sentir un amor así.
El relato de la búsqueda y los travellings de seguimiento que le son correlativos hacen que los personajes recorran calles cuyo deterioro ha devenido pintoresco y el interior de varias viviendas derruidas de La Habana. Pero la ruptura del orden de los planos de la película de ficción, y las repeticiones, interrupciones e intervenciones de la voz en off del director –además de su voz over como narrador– minan constantemente el poder de seducción que tiene toda historia y abren la mirada a una contemplación de los ambientes puestos al desnudo como lugares reales, en tanto locaciones. De esta manera cristaliza la otra manera de ver La Habana en la película.
A esto se agrega una serie de recursos que ponen de relieve el abismo de la puesta en abismo. La presencia reiterada de espejos es uno, y otros son el hacer borrosa la distinción de actores y personajes por obra del mismo tramposo amor, y detalles de abierto juego, como unos gemelos atléticos que ejecutan misteriosas rutinas que no parecen tener otra justificación sino la de seducir tanto a la cámara de la película como a la que lleva un personaje. Es una lúcida manera de hacer perceptible la opacidad de la mirada al mundo a través de la ficción, con la que se tematiza la mirada “enamorada” a Cuba.
La figura del personaje que conspira contra el amor de otro es un villano del teatro: Yago. Pero todos los cuidados de esta película para decir su verdad sin herir los sentimientos del apasionado por Cuba no deben hacer olvidar al personaje principal de la tragedia de Shakespeare: Otelo, cuyos celos de amante lo llevan a estrangular a su amada. Un sentimiento análogo puede estar matando a Cuba desde que el amor platónico la congeló para seguir siendo la idea que da sentido al mundo para muchos, sobre todo extranjeros.
Dirección y guion: Jeissy Trompiz
Producción: Jeissy Trompiz, Teresa Labonia
Fotografía: Raúl Prado
Montaje: Liana Domínguez
Sonido: Ángel Alonso
Interpretación: Edel Gouvea, May Reguera, Jeissy Trompiz
Venezuela-Cuba-Italia, 2019