Por Pablo Gamba
El ensayo-manifiesto Réquiem para un film olvidado se estrenó el año pasado en Mar del Plata y en enero llegó a los Espacios Incaa, en la Argentina. Su recorrido por el circuito festivalero y de exhibición alternativa oficial fue rápido y breve. Quizás inevitablemente iba a ser el caso de este largometraje de Ernesto Baca, figura precursora y emblemática del actual movimiento de cine en Super 8 en su país. Pero su verdadera vida podría estar comenzando después de esa incursión “comercial” –cuya duración debió haber sido medida con el tic tac de una bomba de tiempo–. Prueba de ello sería que recientemente abrió un programa de cine experimental argentino en Piriápolis de Película, que incluyó obras de Melisa Aller, Leandro Listorti y Paulo Pécora.
Réquiem para un film olvidado no es el manifiesto de un grupo. El Ernesto Baca de la película habla de sí mismo y con su propia voz, a la que se unen las de dos personajes en una polifonía de su círculo más cercano. Pero entre las características por las que es una película trascendente está su capacidad de ser expresión de lo que probablemente da impulso al movimiento actual de realizadores experimentales argentinos, y en particular los que filman en Super 8. Se trataría de una cuestión artística, existencial y política a la vez.
Tampoco es una obra de cine experimental, sino sobre la vigencia de esa tradición y un realizador que la continúa. Se llega al ensayo por la vía del giro subjetivo del documentalismo. Incluso el film es en parte un mockumentary.
La noticia de que Kodak descontinuaba la producción de material fílmico es el disparador de una crisis del personaje narrador de Réquiem para un film olvidado. Se había consumado la muerte del cine; el mercado había sentenciado a la pena capital el deseo de continuar trabajando en un medio cuya obsolescencia está relacionada con sus principales atractivos para los cineastas. Uno es su materialidad, que permite trabajarlo manualmente. Otro es propiciar que la proyección sea un acto en vivo, al que los espectadores no asisten en calidad de público sino que son partícipes, como testigos. También son convocados otros artistas: los que crean igualmente en vivo la música.
Al final el cineasta cita como referencia del ensayo-manifiesto La sociedad del espectáculo (1967), de Guy Debord. Al hacerlo trae a colación los discursos académicos que han sucedido como fundamentación teórica de las propuestas experimentales a las reflexiones de cineastas como Maya Deren, Stan Brakhage, Peter Kubelka o Hollis Frampton, entre otros. Pero si hay algo que Baca logra brillantemente en esta película es romper la barrera de comunicación en la que pueden convertirse, para el espectador, los discursos filosóficos sobre el arte contemporáneo. Lo hace a través del sencillo y atrapante relato sobre sí mismo.
En relación con los que filman en Super 8 entra en juego otra materialidad en la película: la del cine como actividad económica, que requiere de un mínimo de realizadores para que sea rentable la importación de película. Para que tenga sustento, además, un circuito de laboratorios “atendidos por sus propios dueños”, como dice el personaje de Baca. De ahí que a la coincidencia en el deseo personal de trabajar en fílmico se añada la necesidad de la existencia del grupo. Por eso las cámaras están en manos de un colectivo en la película.
Incluso el grupo es trascendido por una utopía de alcance nacional. Es el proyecto Argenta, en cuyo nombre convergen la denominación del elemento constitutivo de los haluros de plata del fílmico y el nombre del país. Pero no se trata de un regreso a los sueños industrialistas del pasado, con el líder populista como mediador entre capital y trabajo, sino de futuro autogestionario.
También es utópica la película en relación con la imagen. Muestra, en el formato actual de exhibición comercial, las maravillas que son capaces de crear las técnicas desarrolladas por la tradición experimental, la manera artesanal cómo se trabajan en fílmico y lo diferente que es la experiencia de asistir a las proyecciones. Recuerda así que se trata de una tecnología de otro tiempo, que está viva en otro lugar. Réquiem para un film olvidado no es solo una película sobre las dificultades y aventuras de un pequeño grupo de cineastas, sino además un dispositivo que llega a la sala digital para hacerla estallar y abrir al espectador la posibilidad de hacerse partícipe de la resistencia de lo que propiamente es el cine, frente a las “alternativas” del mercado.
Dirección y guion: Ernesto Baca
Producción: Cecilia Fiel
Fotografía: Sebastián Tolosa
Montaje: Amado Casal
Sonido y música: Matías Melinczuk
Interpretación: Ernesto Baca, Susana Varela, Pilar Boyle
Duración: 66 min.
Argentina, 2017