Por Pablo Gamba
Un cielo tan turbio se estrenó en la competencia por el premio Next:Wave de CPH:DOX, el Festival de Documentales de Copenhague. Es el tercer largometraje del cineasta español Álvaro F. Pulpeiro, e intenta un acercamiento sensorial y poético a la crisis de Venezuela que se aparta de la racionalidad de la mejor película hecha hasta ahora al respecto: Érase una vez en Venezuela (2020), de Anabel Rodríguez Ríos.
El título internacional, So Foul a Sky, es una cita de Joseph Conrad, escritor de El corazón de las tinieblas, la novela en la que se inspiró Francis Ford Coppola para hacer Apocalypse Now (1979). Hay otra película, poco conocida, que podría parecérsele por su mirada poética, aunque está centrada en la península de la Guajira, en la frontera colombo-venezolana: Mariana (Colombia, 2017), de Chris Gude.
Lo sensorial en Un cielo tan turbio es, por una parte, un collage cacofónico de noticias sobre Venezuela que se escuchan con interferencia en la radio, mezcladas en la banda sonora con el constante estruendo de motores en marcha. Es un lugar común, pero el dispositivo actúa aquí como activador, al comienzo, de todas las ideas preconcebidas que el espectador puede tener sobre la situación en este país y que lo llevarán al vano ejercicio de adivinar cuál es el sesgo político del documental.
Es una trampa en la que hay que hacerlo caer para demoler toda esa cháchara.
Igualmente, se acerca Un cielo tan turbio a los lugares comunes miserabilistas de la cobertura mediática de la crisis para quebrarlos. Un ejemplo es la aparición de un conjunto de mariachis indígenas venezolanos que cantan en la carretera, en la frontera con Brasil; otro, cuando la larga secuencia sobre contrabandistas de gasolina se interrumpe en una escena en la que los delincuentes comen la vianda que les llega.
Un cielo tan turbio también se desvía de la etnografía sensorial en su intento de ir de las sensaciones no al conocimiento sino a las emociones. Así como hiere al oído para crear una sensación de malestar, crea una atmósfera tenebrosa y opresiva filmando de noche o en horas de poca luz natural, con un manejo del claroscuro que recuerda al cine negro e incluso a los faros de autos que se abren paso en las tinieblas en el cine de David Lynch. La paleta de color es también clave para enrarecer la “luz tropical”.
La refinería de Amuay, una de las más grandes y complejas del mundo, muy disminuida actualmente en su capacidad operativa por el abandono, es la imagen dominante en el documental. Parece, simplemente, lógico en una mirada que parte de una realidad obvia, aunque generalmente queda fuera de campo en las representaciones venezolanas de Venezuela: el petróleo. Pero a Pulpeiro le interesan los detalles, como el oxímoron del fuego del mechurrio visto desde debajo del agua.
El cineasta filma a los militares de una manera que pone de relieve, irónicamente, su estado de alerta ante la posible invasión estadounidense que fue el centró de la atención de los medios hasta hace poco, pero nunca ocurrió. Ni el ruido ni la luz roja de la alarma de combate parece despertar a un marino en un buque de guerra, en un simulacro en el que disparan cañonazos a la nada. Dos soldados trepan hasta la cima de una montaña para matar el tiempo lanzando piedritas. A sus pies, en esta perspectiva olímpica, se despliega el vasto país donde muy lejos se trafica gasolina.
También recurre Pulpeiro a metáforas obvias, como la serpiente que matan los contrabandistas de combustible en la Guajira y el niño que llora mientras su padre conduce un automóvil sin que se sepa adónde va pero sin detenerse tampoco. Los breves textos leídos en over hacen referencia a la patria, a una madre y a sus hijos en conflicto, pero no expresan ningún sentido con la misma claridad que manifiesta su angustia. No es posible saber si el cineasta conoce o no la referencia, pero la asociación del petróleo con la madre es una imagen emblemática del cine venezolano en la mejor de sus películas: El pez que fuma (1977), de Román Chalbaud.
La fase de Conrad del título completa es así: “Un cielo tan turbio no se aclara sin una tormenta” (So foul a sky, clears not without a storm). Las nubes que parecen anunciar una tempestad son otra imagen clave en esta película, confundidas con el humo negrísimo del mechurrio en la refinería. También la oscuridad que se cierra y el hundimiento en un agua turbia son otras metáforas evidentes de la desolación, pero el continuo movimiento de los vehículos no solo contribuye a crear estruendo en Un cielo tan turbio sino que le da la vitalidad de una road movie fragmentaria.
Esto marca la diferencia con una mirada que podría descalificarse como turismo en el infierno por su tránsito por las zonas fronterizas y petroleras del país. Se siente débilmente ese latido en una escena, cuya disposición en el relato es clave por lo que respecta a la esperanza. Allí, uno de los mariachis encuentra el ánimo para cantar la belleza que con una ranchera le imagina a una de las muchachas que encuentran en el camión que los recoge, de noche, en la carretera. También el ruido de los motores de los vehículos siempre en marcha es un trueno que no cesa, y en él se percibe un eco lejano de la fuerza de la que fue una gran nación próspera, democrática y petrolera.
Dirección y guion: Álvaro Fernández Pulpeiro
Producción: Laura C. Solano, Clive Patterson
Fotografía: Mauricio Reyes Serrano, Álvaro Fernández Pulpeiro
Montaje: Martín Amézaga
Sonido: Tomas Blazukas
Música: Sergio Zuluaga
Voces: Carlos Eduardo Meneses, Rosaura Arteaga
Colombia, España, Reino Unido, Venezuela, 83 min.