Manufraktur, 1985
Por Geraldine Salles Kobilanski
El cine experimental atraviesa la epidermis, a veces con sutileza, otras con brutalidad. Es como si uno se encontrara en constante estado de excitación. Alguien que te gusta mucho, o de quien estás enamorado, empieza a acariciarte, a rozar su cuerpo contra el tuyo, a liberarte. Tu ser apolíneo deviene dionisíaco. Tu deseo te envuelve y permites que la seducción te conduzca a lugares insospechados que la razón te ocultaba con zozobra. En ese instante en que tu cuerpo responde sólo al placer, el orgasmo es bienvenido. Nuestras nobles compañeras, las manos, serán clave para aquella bienvenida tan esperada.
Anaïs Nin, en su diario en marzo de 1932, hace alusión al poder de las manos: “Piensa en ello, Henry, cuando tienes mi frágil cuerpo en los brazos, un cuerpo que apenas percibes porque te encuentras acostumbrado a la carne abundante, pero percibes los movimientos del placer cual si fueran las ondulaciones de una sinfonía, no la pesadez estática de la arcilla, sino su balanceo en tus brazos. No me quebrarás. Me estás moldeando como un escultor. El fauno ha de convertirse en mujer”. Uno de los grandes escultores que han de transformar a los faunos es el cineasta austríaco Peter Tscherkassky. Sus filmes se conciben desde el “acto de hacer”, es decir, sus manos son las que elaboran la composición visual-sonora de cada fotograma y es por ese motivo que, a modo de leit motiv, sus manos aparecen en casi todos ellos, sea en formato Súper 8 o CinemaScope. De esta manera, Tscherkassky interpela el cuerpo en primera persona: el cuerpo físico y el fílmico. Sus manos, artesanas como pocas, hacen que prevalezca una cuestión fundamental para la vida: el contacto con el otro. Al trabajar sus obras en un estado de liberación, donde la narración lineal y la lógica occidental quedan trastocadas colosalmente, reafirma este concepto. ¿Cómo se resignifican las manos actualmente, donde prácticas otrora habituales –como escribir una carta, leer un libro impreso en papel, jugar con las manos– han perdido su dignidad? ¿Cómo reencontrarnos con su lado frágil y perseverante, permitiéndonos recordar con mayor lucidez el contacto que hayamos provocado en un otro? ¿Cómo no perdernos entre la virtualidad que el mundo consumista nos impone y que poco a poco ingresa en nuestros tejidos?
El “acto de hacer” traspasa inevitablemente al cuerpo. Permanece la huella de su hacedor. La obra concluida responde como un orgasmo: si bien éste implica que un acto llegó a su fin, para volver a sentirlo es necesario repetir el proceso. Es imprescindible que la hechura sea dinámica. Interviniendo el material harto tiempo, acariciando su cuerpo, podemos encontrar zonas, espacios, intersticios en los que una potencia erógena los exhibe impúdica, orgullosamente. Nada se oculta, nada se esconde entre fueras de campo, pues no hay distinciones entre un interior y un exterior. Se trata de una búsqueda cuidadosa de esos espacios volcánicos que, una vez encontrados, desatarán la irracionalidad más placentera y mortal de todas: el orgasmo. Un estremecimiento por el cuerpo desprenderá fragmentaciones visuales, ruidosas, sensibles en pos de la entrega absoluta del cuerpo voyeurista que ande observando. Porque la mirada ya no sólo compromete al sistema visual, sino que ella deviene táctil. Si se vuelve táctil, puede tocar, sentir. Si puede tocar, puede excitar. La imagen en movimiento entonces es una potencial salvación: mantener al cuerpo físico en un estado orgásmico constante. A través de sus técnicas –repetición visual y sonora, empleo del found footage, resignificación de filmes clásicos, la sobreimpresión de imágenes, la evidencia del material fílmico, escenas proyectadas y vueltas a filmar, el copiado por contacto, el empleo de distintos formatos, la corta pero impactante duración de sus films, el cine de cuarto oscuro, etc.–, sus películas se están haciendo una y otra vez a medida que son proyectadas. Es que la idea de registrar los procesos, conviviendo con las imágenes y los sonidos, dentro de un mismo filme, genera que a cada uno de nosotros se nos presente el camino bifurcado. ¿Cuál debemos tomar, cuál debemos dejar atrás? Tscherkassky nos invita a formar parte del estatuto más íntimo de la imagen, de aquello que no puede ser visible, que se oculta, pero que está y es fundamental para el origen de un filme, es decir, el cuerpo fílmico. Él lo esculpe con mucha paciencia, lo interviene, lo fragmenta y lo vuelve a unir, creando nuevas percepciones.
¿Por qué conformarnos con el resultado de un trabajo, por qué quedarnos solamente con el final de las cosas? Mientras el cuerpo fílmico se hace visible, el propio cuerpo del cineasta, el cuerpo físico, también se materializa. Su cuerpo se traduce visualmente en sus manos, que labran el material fílmico, considerado por muchos como un territorio muerto o ruin de ser visto. Los retratos que Tscherkassky realiza sobre el cuerpo femenino y, por extensión, del amor, rompen con toda expectativa apriorística. A partir de su fragmentación, de su enrevesada manera de acercárnoslo, al mismo tiempo que nos lo quita (Tabula Rasa); de envolvernos en estado de trance por una acción amorosa automática que pareciera no concebir fin (Liebesfilm); de arrojarnos a un vacío onírico y atestado de intenciones sexuales (Outer Space / Dreamwork), nuestros cuerpos físicos ya no sólo miran sino que sienten. Las composiciones visuales, en busca de un equilibrio racional, llegan con cierto letargo… o no llegan, pues urge ante todo vaciar la petrificación de la percepción humana a cargo de las normas técnicas y estéticas del cine comercial. Que las zonas muertas o prohibidas de una película sean igual de protagonistas que el resto de las imágenes o de los sonidos/silencios, nos recuerda que el contacto con lo/el otro no debe(ría) estar velado. No es un secreto que gocemos, no es un pecado que busquemos el contacto con el otro.
Recuperar el sentido tangible de las manos es confirmar, y volver a confirmar, que aún seguimos vivos.
Lo último que ansío decir, por el momento, es:
Tabula Rasa, 1987/89 Dreamwork, 2001