Por Mónica Delgado
En Phantom Thread (El hilo fantasma, 2018), Paul Thomas Anderson construye un juego de correspondencias a partir de una figura elemental, la comida como pulsión de vida. Desde sus primeros minutos, el acto de comer se vuelve una situación que define sensibilidades, atenciones, ritos y despedidas. Pero esta serie de actos en torno a los alimentos, que van dibujando el carácter del malhumorado diseñador Reynolds Woodcock (Daniel Day-Lewis) y la relación con su estilizada hermana Cyril (Lesley Manville) y con su nueva amante pueblerina Alma (Vicky Krieps), no es totalmente explícita, sino más bien el cineasta la va insertando con una ingeniosa sutileza dentro de la primera capa frívola del mundo de la moda.
El primer encuentro entre Woodcock y Alma se da en un restaurante de una zona rural. El hambre que hace evidente Woodcock al pedir una larga lista de alimentos para desayunar no es más que su modo estridente de anunciar un tipo de necesidad, en suplantación a otro tipo de pulsión sexual que se mantendrá cuasi oculta a lo largo de todo el film. La necesidad del modisto, si bien, es primaria, la de saciar un deseo fisiológico, es captada por Alma como un punto a considerar (de vulnerabilidad o no) en el proceso de seducción. Así, el hambre se transforma en libido, o al menos en la promesa de su saciedad o consumación.
El hambre también, en este hilo fantasma, es una cualidad masculina, donde la mujer prepara y observa (o se deja observar comiendo). Solo cumple el deseo. Así, esta necesidad o demanda adquiere incluso un caracter primigenio: La demanda oral de ser alimentado va dirigida a ese Otro que espera y que complace. Y Paul Thomas Anderson toma esta idea de reminiscencias freudianas para entablar la naturaleza de la relación amorosa entre Woodcock y Alma.
Si en las mitologías griegas o romanas las divinidades se reúnen en banquetes y fiestas no solo para cumplir con una necesidad física, sino para afirmar una celebración y festejarla, en Phantom Thread, comer y sus ritos se relacionan a extensiones del estado de ánimo de Woodcock, quien domina en todo caso la posibilidad de que comer sea para los demás personajes un acto de placer o no. Conforme avanza la historia, Paul Thomas Anderson va colocando a los personajes en conflicto pero siempre en función a este deseo primario de comer. Alma va encontrando poco a poco las claves que harán posible la conquista del corazón del modisto, reacio a cualquier tipo de rendición amorosa desde la palabra y desde la demanda del apetito. Por ello, por momentos, Phantom Thread va adquiriendo la calidad de comedia negra inteligente y de una frágil guerra de los sexos a la usanza de las viejas comedias clásicas estadounidenses, pero aquí subvertidas por motivaciones malsanas o perversas, como si fuera la vía natural de la consumación del amor.
Cuando este Pigmalión que encarna Day-Lewis “presenta” a Alma a la sociedad en una visita a un restaurante de lujo, él la halaga diciéndole que “está hermosa” para seguidamente añadir “me estás provocando mucha hambre”. Si en el desayuno del encuentro inicial, el “me estás provocando mucha hambre” es apenas declarado con frases, aquí la pulsión de vida que los une ya es declarada, y se volverá un arma que Alma usará constantemente a punta de mejunjes que harán que el modisto se vuelva un niño enfermo auxiliado por los cariños y cuidados del seno materno. La fórmula del amor que encuentra Alma. Ser nutrido y dejarse nutrir.
El meticuloso tratamiento de Phantom Thread toma el punto de vista de Alma. Y Thomas Anderson lo propone a punta de primeros planos a la luz de las velas, a modo de confesión, ante un médico que se volverá un personaje recurrente ante la naturaleza del amor y comida que han establecido los amantes.
Como en Inherent Vice, las narradoras femeninas son las que mueven la intención del relato, subliman a algunos personajes y permiten imaginar el entorno de acuerdo a la intimidad de esas vivencias. De este modo, este hilo fantasma solo podría ser descrito desde esta mirada femenina, que capta, produce y define sentidos, incluso en aquel detalle que describe Woodcock: la foto de su madre muerta siempre pegada en su traje en un compartimento oculto. La pulsión de lo sexual traducido a un plato de hongos con mantequilla o a la cruda figura del amor que mata poco a poco. O del amor que nace y se mantiene solo por la fuerza del artificio. Así, Phantom Thread se vuelve la más lúdica interpretación que ha dado el cine reciente sobre la construcción del amor y los caminos extraños de su interdependencia.