Por Álvaro García Mateluna
Deambulaciones. Diario de cine, 2019-2020 de Carlos Losilla
No podemos volver a casa /escritura al escorzo
“¿Qué se puede hacer, salvo ver películas?” – Charly García
“Nunca he llevado un diario, o más bien, nunca he sabido si debería llevar uno. A veces empiezo y entonces, muy pronto, (y, no obstante, más tarde, vuelvo a empezar). Es un deseo leve, intermitente, sin gravedad y sin consistencia doctrinal. Creo poder diagnosticar esta “enfermedad” del diario: se trata de una duda irresoluble sobre el valor de lo que en él se escribe.” – Roland Barthes
Un extraño objeto es este libro. No se trata de un diario como podría pensarse en la usanza canónica (Ana Frank, por ejemplo), pero tampoco es un ensayo a cabalidad. Y sin embargo tiene algo de los dos. A veces parece una selección de apuntes para un ensayo, al que se trozó en fechas consecutivas; por otro lado, la cronología de entradas es harto discontinua, se toma, se deja, se retoma, como pasa con cualquier diario. Hay algo de su proceso de escritura -toda escritura es un proceso- que no se suelta en la ficción de la obra acabada, cerrada. Hay en ella un derrotero que no sabe de su porvenir. El porvenir nunca está claro de antemano, por supuesto. Hay horizonte incierto, hay posibilidad. El único porvenir evidente es el desplazamiento, lo que está por venir y puede ser entendido sólo retrospectivamente. Si hay algo que queda en evidencia en estas páginas es que la obra es un fracaso, ya no puede negar la escritura.
En su negativa a cobrar un forma definitoria y fija, a saber, un ensayo sobre cine y una teoría sobre el mito de la modernidad del cine, se despliega en esta forma de diario, donde se deja llevar por el impulso teórico en su inspiración ensayística, pero que cuando logra esas ínfulas, rechina, titubea, se desdice y la mano anota otra entrada en la que marca apostillas de lo anterior; ese es el fracaso. Esta escritura en verde, solitaria, tiene algo de conciencia desdichada, no para de volver sobre sí, ya tanto sobre sus ideas, sobre su escritura como sobre su propio gesto. Eso lo declara explícitamente, acá solo una de esas excursiones al propio discurso: “me di cuenta de que estaba escribiendo por escribir, lo que se llama hablar por hablar, diciendo las mismas cosas sobre temas de los que ya he hablado demasiado” (p. 28).
La obra -dice Blanchot- lo único que dice es que es. La obra no está acabada ni está inconclusa, la presencia de su temporalidad no se despliega en un fin, la obra es un imposible carente de sentido, es decir, inútil. La obra quiere negar la escritura y en ello fracasa. En este despropósito en principio cuesta ver a Losilla como el autor de los otros libros que llevan su firma, como La invención de Hollywood (2003) o La invención de la modernidad (2010), como si en este diario quisiera desentronar a ese autor. En un momento se declara cansado de la academia -tanto de la teoría como de la universidad- y de la escritura formal, lo que forma parte del mismo malestar, una “sensación de vacío” existencial con que se inicia el texto fechado y al que se añadirá la inminente crisis sanitaria de la pandemia global del Covid-19. Este otro autor Losilla, que en principio sonaría más confesional, más cercano al individuo Carlos Losilla, se bate en duelo con la escritura optando primero por la soltura, en contra del corsé académico, y prefiere divagar. Luego, ese vagabundeo se define como el merodeo que practica con su escritura en crisis, abierta, corregible e inconclusa. Unas deambulaciones por las superficies y límites del cine. Por cierto, el escritor del diario que tanto quisiera fugarse de ese bagaje crítico, teórico y lectivo que posee no podrá escapar muy lejos. No es que quiera huir del cine, termina fugándose hacia él. Y, además, ese autor es tan nominal como el de aquel par de libros sobre invenciones.
Pues bien, ¿a qué cine se refiere Losilla? Principalmente, al de la modernidad. Entre fines de los 50 y fines de los 70. Habrá, como contraste y demostración, alusiones al pasado y a lo contemporáneo, pero eminentemente su cine es ese. Esa posesión sobre el objeto tiene un ideario personal y generacional, las películas que vio en la juventud. Hay toda una pulsión por querer capturar un momento, un movimiento tectónico del cine desde su desprendimiento del clásico hasta su congelamiento principiando los 80. Así, la identificación entre el autor y el cine moderno se conjura como una vida que fue vivida por el cine. A medida que pasan las entradas, los días fechados y las reflexiones, va bosquejándose la soledad de la escritura, ya que son pocos los nombres que no sean cineastas o títulos de películas. Por ahí surgen otras alusiones -el editor, la familia- pero que atañen a ese fuera de campo que recubre el campo de la escritura sobre cine, es el mundo que sin embargo no deja de colarse. La clausura y el encierro de la pandemia reclaman que la distancia entre visionado de dispositivo casero (computador) y la escritura se vayan acortando, aunque jamás sea irreductible. La condición inevitable de la distancia es lo que constituye al espectador. Entre medio se puede cansar del pasado y añorar volver al presente, para luego dejar que el pensamiento tome la posta y regrese a a sopesar, una vez más, el pasado, al que se le pisan los talones pero no se le llega a recuperar más que en su condición distanciada.
El cine es un ciclo que recomienza siempre. En el fondo, todo esto va de melancolía, de cómo sobrevive el cine, porque no ha muerto, aunque se ha vuelto espectral. Losilla va contra los discursos, sobre todo los discursos hechos, fijados, porque se fija en la inscripción fantasmática de las imágenes. Cuando faltan las palabras hay que transmitir la sensación de otra forma. Abundan en su escritura los vocablos fantasma, espectro, presencia, gestualidad, desaparición, intersticio, misterio. Orfeo y Jesús se hacen presentes como figuras que explican y alegorizan el cine. La energía investida y que emana de las películas se va hacia otro lado, algo va al espectador, claro, pero mucha de ella va a la propia historia del cine en construcción. En ese trasvasije porciones se va diluyendo, solidificando, evaporando, Losilla intenta descender lo más que puede en ese proceso, medir las intensidades con que las películas y sus directores pueden quemar o entumecer. Al menos así es como me lo imagino. Pero ya hablaremos al final de Indiana Jones.
Otra figura monstruosa hace aparición, oscilando entre la vida y la muerte, entremedio del vacío y el sentido asentado, se hace presente el doble, pero en su condición maqueteada: el bodysnatcher. Ni vampiro ni zombie, el usurpador de cuerpos lleva un buen tiempo caminando como alegoría contemporánea, ya Doménec Font es su último libro, Cuerpo a cuerpo (2012), partía su recorrido por el cine que dejó la modernidad proyectada en presente con las inquietantes corporalidades de los filmes de Don Siegel y Philip Kaufman. El cine en que se formó Losilla, al que rinde cuentas y del que ve sus escombros pasados en las ruinas del presente tiene que ver con el que pactaba aún con la realidad, con el soporte fotográfico, con la referencia a otra imagen, era un proceso en conformación o descomposición o vaciado que mantenía una moral de la transmisión, en el sentido que le da Daney a la cinefilia. El cine contemporáneo ya tiene otro barniz, y es lo que le deja fuera, como a los extraños de los filmes de Nicholas Ray. La vida insuflada al cuerpo Losilla por ese cine dejó de tener aliento a fuerza de recorrer miles de posibilidades y desenlaces. El cuerpo mismo del cine reflotado una y otra vez por las películas que se sucedieron en unos 25 años se convierten para el autor en la imposibilidad de dar testimonio pese a que lo trató de muchas formas, en diversos púlpitos y ante sí mismo. Tal vez recaiga en él la posibilidad de perderse en la insatisfacción de la escritura que ya no nace como un proyecto sino como una posesión que de tanto escribirse se torna postura. El peligro es que esa confusión termine como la del protagonista del film de Siegel, en la carretera de noche y con lluvia.
La soledad y la muerte, que son los límites de toda obsesión, tienen su traducción en la escritura con el silencio. Por fortuna, o desventaja, si se mira de otra forma, el diario permite hacer de la interrupción y la irrupción un componente de la obra que se pone por escrito. Las palabras quedan como prueba vergonzante, pero se las puede contradecir, haciendo valer el arrebato del instante como algo, por transitorio, remendable en futuras y arrepentidas entradas. La enfermedad supone otro recordatorio de la muerte y la soledad. Algo de eso se desprende de las páginas de este diario, no solo por estar invocado el coronavirus, cuando el autor cae enfermo, sino también por tratar de llevar la escritura y su pensamiento hacia zonas terminales, donde la fragilidad es evidente. No hablo de que la argumentación del autor sea débil o imprecisa (todo lo contrario, es firme y depurada, se sostiene por su misma condición de revisión autocrítica), me refiero a la cuenta que pasa llevar una idea al límite. Es como si una idea del cine, un fragmento de la historia, unas cuantas películas e imágenes se hubiesen aparecido como fantasmas o espectros y hubiesen dictado a Losilla lo que fue escribiendo día tras día. Un día el escritor se fue a dormir, sin saber que una vaina apareció ahí, y amaneció este otro autor. Como si a una serie de ideas que venía trabajando en su obra le hubiera dado un tratamiento en escorzo para darles nueva vida, en otra forma.
Para terminar, una nota personal. Losilla identifica con Los cazadores del arca perdida el fin de la era de sus fantasmas del cine y el comienzo de la transfiguración del cine en un relato omnipotente, sin fisuras y que busca acabar cualquier conversación comunitaria con el espectador, donde el cine es mera excusa para cualquier otra cosa, aunque, sin embargo, el cine pervive en su eterna suspensión. En la época que salió esa película que invocaba al monte de la Paramount para convertirlo en el monte de Indiana Jones, acababa el periplo formativo de Losilla, mientras que yo empecé a ir al cine. Las primeras películas que vi fueron esas de “la muerte del cine” a principios de los 80. Cuando un cine muere, otro nace. Y el saber se va transmitiendo, ya sea en lo que está en las pantallas o en lo que se escribe y se lee sobre las películas y el cine. En este momento el cine lleva algo de camino andado hacia el cumplimiento de su segundo siglo, en ese sentido la nostalgia no puede ser algo inamovible, porque lo de lo que se trata es que la nostalgia se defina por nuestra posición ante el cine, por estar detrás y delante de la historia, por haber salido y luego perdernos. Entonces, cuando regresamos a casa, ya es otro lugar.
Deambulaciones. Diario de cine, 2019-2020 de Carlos Losilla
Colección Mikeldi #01
Muga, 2021
152 páginas
16,5 x 21 cm.