Por Mónica Delgado
En algunas películas, las interacciones entre humanos y animales han propiciado metáforas, figuras o símbolos para dar cuenta de un estado del mundo. Impasividad, fragilidad, ferocidad, indiferencia o bestialidad para comparar y justificar acciones humanas. Animales como mártires, como pasa en los films de Robert Bresson, Luis Buñuel o Bela Tarr, o animales para la observación tranquila, como en Bestiaire de Denis Coté o en la reciente Los reyes, de los chilenos Bettina Perut e Iván Osnovikoff.
En su ensayo Después del final, Jacques Rancière sostiene, por ejemplo, que en las películas de Bela Tarr, los humanos experimentan su límite a través de los animales. Se percibe su distancia o afrenta con el entorno a partir de sus relaciones con los animales con los que conviven. Sobre El caballo de Turín, Rancière indica que el animal en esta ficción “condensa en sí varios roles: es el instrumento de trabajo, el medio de supervivencia para el viejo Ohlsdorfer y su hija. También es el caballo golpeado, el animal mártir de los humanos, al que Nietzsche abrazó en las calles de Turín antes de entrar en la noche de la locura. Pero es también el símbolo de la existencia del cochero inválido y de su hija, un hermano del camello nietzscheano, el ser hecho para cargar con todos los fardos posibles”. Es decir, logran encarnar en su materia y corporeidad diversas acepciones, sentidos, sensibilidades, en correspondencia con los personajes y sus carencias. Los animales existen solo en relación a los humanos que los rodean, que los subliman o repelen.
Por otro lado, en su libro Animals in films, Jonathan Burt refiere que la agencia animal no se puede definir como una cosa innata o estática que un organismo siempre posee, sino más bien como un efecto generado y realizado en relación a las configuraciones de diferentes materiales: “cualquier cosa potencialmente puede tener el poder de actuar, ya sea humano o no humano”. Es decir, la agencia que le podríamos atribuir a los animales por su carga simbólica o por su lugar social en la ficción o representación que se construye para ellos está en diálogo con el modo en que es filmada, observada, vista.
En la película peruana Los perros hambrientos (1976) de Luis Figueroa, hay una ausencia de esta agencia y de esta multiplicidad de roles que se les podría asignar, en palabras de Rancière. Si bien el film es una adaptación de la obra homónima de Ciro Alegría, cuya estructura está centrada en otorgar algunos dones antropomorfizados a Güeso, Wanka, Zambo o Pellejo, no se percibe este tratamiento capital, sobre todo debido a la imposibilidad de contar con animales entrenados o que estuvieran al servicio de la dramaturgia que exigía una transposición de este tipo. Algo similar pasa con otro largo de Figueroa, Yawar Fiesta (1986), ya que todo el valor mítico del Misitu, la deidad del toro o la bestia en la fiesta popular, solo es reproducido a partir de planos poco performativos, restando acción o violencia, que sí asoma con fuerza en la novela de José María Arguedas.
Por otro lado, en otras ficciones como Madeinusa (con las ratas) o Wiñaypacha (con los ovejas o alpacas), los animales solo están allí para cumplir un rol mecánico al servicio del guion, ya como advertencia del mal o como medio de subsistencia (como pasa en el reciente documental etnográfico, rodado en Perú, Supa Layme), sin mayor relación con los humanos, más que ser su comida.
En este sentido, dentro de la galería de animales mostrados en el cine peruano, Samichay, en busca de la felicidad, el primer largometraje del peruano Mauricio Franco Tosso, ofrece una perspectiva distinta, desde lo instintivo y desde la posibilidad de leer la animalidad como símil ontológico. Los primeros minutos de la película ya nos marcan la conexión ambivalente entre los dos personajes principales, Celestino (Amiel Cayo) y su vaca Samichay. Seres que se acompañan en medio de la soledad de las alturas, pero a la vez regidos por una unión funcional y doméstica.
Franco Tosso nos presenta a la dupla ya en medio de una disyuntiva: estamos en un mercado de reses en alguna ciudad de provincia, en la sierra de Cusco, y el animal en venta no encuentra ningún comprador interesado. Esta situación de vulnerabilidad económica ya anuncia el contexto: pobreza, abandono social, urgencia por contar con algo de dinero y darle otra función a la vaca, ya ahora como una mercancía salvadora. A Samichay solo le quedará actuar como ente impasible ante un destino inevitable. ¿Es este el mismo destino de Celestino?
Celestino vive en un asentamiento aislado y en precariedad con su suegra y su joven hija; y ambas ven a la vaca como un obstáculo, ya que no produce leche ni puede dar crías. Al estar Samichay librada de su rol naturalizado de bovino, solo se le puede ver como una carga, aunque para Celestino es una compañera en medio del silencio de la puna. Esta “amistad” es afianzada por el tono lánguido y bucólico con el que Franco Tosso registra esta interacción, a través de una fotografía en blanco y negro que no permite exotizar a los Andes, sino más bien darle otra fisonomía, desde la melancolía y la soledad desapasionada.
Sin embargo, pese a la evidencia de la necesidad, del futuro sacrificio del animal, y de este aspecto estilizado, Franco Tosso establece una relación pastoral entre Celestino, la vaca y el entorno, como si se tratara de una tríada indisoluble. El paisaje es tamizado a través de ligeros paneos laterales (o incluso tomas circulares) que marcan la materia de esa cosmovisión andina, pero desde las situaciones que viven los personajes (y sin apelar a un punto de vista desde el animal, al menos no de manera explícita). Y en ese diseño del espacio y tiempo, de planos dilatados, de Celestino ayudando a su vaca a pastar, de caminar con el bovino por senderos de densa niebla, es que esta agencia de Samichay va floreciendo. Y no se trata de humanizarla u otorgarle un rollo simbólico per se, sino que su presencia se activa en absoluta relación con la desesperación de Celestino, en el sentido que menciona Jonathan Burt. Hay un pesar existencial en esta inesperada dualidad. Y el destino de Samichay depende de esta condición de pobreza y de impotencia. Por ello, la dimensión de “filmar la vaca” no es el eje del film, a pesar que su nombre es el título, sino más bien mostrar cómo Celestino traduce su supervivencia en un contexto hostil a través del vínculo con un animal que no le dará ninguna respuesta.
*Un texto ampliado aparece en la edición 19° de la revista VuelaPluma de la Universidad de Ciencias y Humanidades.
Dirección: Mauricio Franco Tosso
Guion: Mauricio Franco Tosso
Fotografía: Hugo Carmona Chacón
Edición: Mauricio Franco Tosso y Sergio García Locatelli
Sonido: Guillermo Palacios Pareja
Música: Amiel Cayo
Dirección artística: Guillermo Palacios Pomareda
Producción: Sergio García Locatelli
Reparto: Amiel Cayo, Aurelia Puma de Ccallo, Raquel Saihua Huainasi, Luz Maribel Sanchez Cansayap, Santiago Saihua Ccapa,
Perú, 86 min, 2020