SUPER-8 EN EL PERÚ: UNA COMUNIDAD INVISIBLE

SUPER-8 EN EL PERÚ: UNA COMUNIDAD INVISIBLE

1977 de Paola Vega
1977 de Paola Vela

Por Mónica Delgado

Pareciera que la historia del Super-8 en el Perú se construyera como si fuera hermana siamesa del metraje encontrado o del footage. Pequeños insertos de películas en este formato, transferidos al video, y dentro de filmes digitales que dan cuenta de un periodo abrupto, en un país que no lo necesitó de otra manera. La historia del Super-8 en el Perú apenas si se puede completar con algunos datos sueltos, que apenas van más allá del ámbito de lo casero, y en su mayoría provenientes de estos nuevos montajes de jóvenes cineastas o artistas visuales que recurren a este soporte como si fuera evidencia de una memoria de texturas por recuperar. Es un soporte que pertenece casi a una comunidad invisible.

El cine en Super-8 en el Perú en realidad no escapó del ámbito de lo íntimo y cerrado. Si en los ochentas el Betacam y en los noventa el VHS poblaron fiestas y tardes en familia de clase media, el difícil acceso a las cámaras y películas, sobre todo en tiempos de Juan Velasco Alvarado, debido a su política de restricción de importaciones, entre 1968 y 1975, permitió un discreto encuentro entre el peruano y el Super-8. Las funciones que proyectaban este tipo de películas se reducían a las versiones de films famosos en 35 mm, que eran adquiridos por las familias, sobre todo a finales de los setenta e inicios de los ochenta, para amenizar tardes o noches en casa. El Super-8 permaneció en el ámbito de lo doméstico y dentro de un entorno social de clase media.

No existe mayor antecedente sobre una existencia autónoma, con representantes o películas hechas especialmente con Super-8. Es como si se tratara de un soporte defenestrado, apartado, abolido de todo ejercicio creativo, limitado solo a ser un símil de una cámara fotográfica a la caza de preservar momentos entre amigos y familiares, o de carácter noticioso o reporteril, a la manera de las vistas de inicio de siglo pasado. No existen cineastas peruanos que hayan trabajado en este registro de modo progresivo o recurrente en esas décadas de apogeo, entre los setenta e inicios de los ochenta, y tampoco hay indicios de colectivos como los que surgieron en otros países de América Latina como México, Brasil o Bolivia, ni menos algún rastro de experimentación. La investigadora y restauradora cinematográfica Irela Núñez del Pozo cuenta que dentro del Archivo Peruano de Imagen y Sonido solo tienen en Super-8 “algunas filmaciones amateur o películas familiares; y por otra parte, algunos films comerciales (americanos) para proyectar en casa (tipo dibujos animados, o alguna versión abreviada), pero que no tienen interés a nivel archivístico”.

Hay una anécdota de Jorge Vignati, publicada en la revista Caretas, que da luces no del Super-8 porque su recuerdo se refiere a una época antes de que se inventara y se pusiera en el mercado, pero que da luces de cómo se usaba el 8 mm a fines de los años cincuenta. “A los 14 años, era tal mi persistencia que mi padre me regaló mi gran tesoro: una cámara de 8 mm. Con esa camarita filmé, ensayando siempre, todas las festividades y eventos y, también lo cotidiano, y así aprendí a corregir defectos y hacer mejores tomas, de tal forma que ya no quise ser otra cosa que camarógrafo o director de fotografía de películas. Compraba los rollitos Kodak en la tienda de Eulogio Nishiyama que las enviaba a revelar a Panamá y te los devolvían a los dos meses. Nishiyama tenía proyector y ahí veíamos los resultados. Me tomó mucho cariño. En Cusco existía el Cineclub Cusco que después se llamó la “Escuela cusqueña de cine”. Yo entré en ella de la mano de Eulogio y acudía siempre aunque era el menor de todos[1]”. En tiempos de Velasco, adquirir la película implicaba este proceso de revelado, que debía enviarse afuera, pero ya con las nuevas leyes, este tipo de adquisición se restringió.

Algo que evoca esta facilidad de trabajar con formatos baratos y dinámicos similares a lo que fue el uso del Super-8, fue el uso que le dio el documentalista Jorge Suárez y que menciono aquí a partir de un testimonio de Ronald Portocarrero: “Jorge tenía una pequeña camarita de 8 mm y un visor manual también del mismo formato. Con este equipo iniciamos la aventura, casi clandestina de hacer cine. Se podía conseguir el negativo en B/N y el mismo representante que vendía el material virgen se encargaba del revelado. Editamos casi a mano. Tenía el corto no más de 5 minutos y se llamaba Lima-Limeños. No era otra cosa que un recorrido por las calles del centro y registrar todo lo que pasaba. Mismos camarógrafos de Lumiére en pleno cercado de la Lima del año 67. Poco tiempo después, registramos unas cinco horas de todo el proceso del montaje de una obra de teatro que tuvo una significativa importancia en 1968. Se trataba del montaje del Marat-Sade, la famosa obra de Peter Weiss, que el grupo Histrión puso en escena bajo la dirección de Sergio Arrau. Lamentablemente, los originales se perdieron en un inusual robo y nunca pudimos editarlo”[2].

También se puede mencionar el caso de Fausto Espinoza Farfán, artista cusqueño que dirigió diversos cortos y fue asistente de dirección y foquista incluso en La Muralla Verde de Armando Robles Godoy. Su primer trabajo fue Sami (1968), hecha en 8 mm. O los vestigios del Centro de Teleducación de la Universidad Católica (CETUC) también da luces del uso a este tipo de formatos pequeños en 1972: “El circuito cerrado de TV a color consta de cámaras Vidicon, grabadoras de videotape de una pulgada y video-cassettes. Se cuenta también con un equipo de filmación, grabación y edición de películas de 16 mm y super 8 mm”[3].

A diferencia de otras expresiones que avivaron el uso de este formato en otros países de América Latina, a través de concursos, festivales o como una incendiaria respuesta política y contracultural producto del mayo del 68, aquí en Perú se vivió el Super-8 siguiendo al pie de la letra las reglas para el cual fue creado: ser un soporte de filmación en película barato, abierto a todo público, fácil de manipular y transportar, y entendido como registro en su variación más popular para producir las llamadas home movies. O como, según los dos testimonios anteriores que nos invitan a pensar en esta sensibilidad sobre los formatos pequeños, fue utilizado como medio de práctica, para poner en ejercicio lo aprendido como paso previo a trabajar en 16 mm o 35 mm.

A la merced de mi sombra de  José Manuel Sosa.
A la merced de mi sombra de José Manuel Sosa.

Pensar al Super-8 como vehículo expresivo resultaba una mala idea, más aún en un entorno tomado por un gobierno militar y de crisis económica, que limitaba cualquier transacción cultural como modas foráneas. Pero quizás también por un prejuicio hasta hoy arraigado sobre todo en cineastas que trabajaron mucho en 35 mm o 16 mm, al verlo como demasiado amateur, poco profesional, y de poca calidad artística. Si a comienzos de los setenta había tres o cuatro cámaras de 35 mm para hacer films en el Perú, y que eran alquiladas a costos elevados, y algunas cámaras en 16 mm de uso diverso, aunque suene paradójico desde lo económico, nunca se vio al Super-8 como posibilidad desde lo “profesional”.

Los rezagos de la política del Sistema Nacional de la Movilización Social (Sinamos), creado por Velasco para apoyar acciones de su gobierno, y la posterior ley de promoción fílmica, estuvieron en una orilla distinta a lo que podría propiciar un uso distinto del Super-8. El contexto de dictadura, que se vivió casi en toda la región, “Fueron años en los que surgió una nueva generación de cineastas en lucha por la reconquista de la democracia. También fueron años en que la irrupción de nuevas tecnologías de la imagen en movimiento, primero el Súper 8 y luego el video, permitieron pensar el audiovisual como instrumento de resistencia popular y como posibilidad de participación más amplia, gracias a los formatos de cámaras a costos cada vez más accesibles”[4]. Sin embargo, en Perú el gobierno de Velasco propició una ausencia, donde un movimiento obrero, popular y comunitario que se apropiara del Super-8 era impensable o inviable por un tema económico. Ya Stefan Kaspar mencionó alguna vez lo difícil que fue trabajar el video con comunidades sino fuera por el apoyo de organizaciones no gubernamentales. El Super-8 no tuvo ese destino al modo de los superocheros de México.

Entonces ¿en qué radica esta extirpación del Super-8 de nuestra memoria fílmica?, ¿y cómo es que surge esa necesidad de apropiarse de este soporte para traducir una sensibilidad entre vintage y nostálgica? Hay tres ejemplos de uso en la actualidad que podría ser un punto de partida para su estudio o categorización: desde verlo como apoyo a una mirada documental (material de archivo), desde el metraje encontrado, y desde la intervención del soporte desde el experimental. Sin embargo, en Perú los escasos usos que se le ha dado al material es significativo y contado con los dedos y casi todo en el terreno del cortometraje. En It’s in your eyes (España, Corea y Estados Unidos, 2011) de Sean Schoenecker y del peruano Sergio García Locatelli, sin ser un corto peruano me permite abordar una opción estilística en torno a la construcción de memoria desde el material encontrado. El Super-8 prodiga de una materialidad especial a la memoria y aquí, a través de un personaje que se dirige a un familiar ausente, haciendo así un recuento íntimo de su vida desde la nostalgia y la melancolía, llenando su relato de preguntas, extrañezas y afirmaciones. Algo de eso hay en Conversations II de Marianela Vega (Perú, 2007) que indaga desde la mirada de una nieta que vislumbra el entorno familiar desde la figura materna, también a partir de insertos de Super-8 como ejemplo de memoria sublimada.

En Reminiscencias (Perú, 2010) de  Juan Daniel Molero, explora una idea de memoria basada en un símil con lo analógico y digital, como si la recomposición de los recuerdos estuviera aliada a esa forma desordenada, instintiva y de orden pasivo, algo a lo que el Super-8 en su textura aporta como tiempo recuperable, pero gastado, envejecido por el tiempo. En otra vía, en 1977 (Perú, 2011) de Paola Vela, el Super-8 aparece nuevamente como analogía del recuerdo familiar, esta vez en Cusco, entablando así un indagación desde los espacios y algunos iconos de lo nacional.

Punto aparte es el caso de José Manuel Sosa, el codirector de El epitafio no me importa, quien ha estado trabajando desde hace cinco años en 8mm, y perfila un interés por las texturas del soporte en trabajos como A la merced de mi sombra, filmada en Arequipa en 2012, y que se convierte en un acercamiento por recuperar un espacio a este soporte, en la vena que promueve Juan Daniel Molero y Tiempo Libre en su Festival de la Imagen perdida, que arrancó el año pasado. José Manuel Sosa ha revelado que viene trabajando un largometraje en Super-8, y que se trataría un slasher. Ojalá sea punto de partida para estimular también el ejercicio de trabajar en Super-8 más allá de las convenciones y modas.

Notas

[1] Entrevista a Jorge Vignati: “La escalera de mi vida” en Caretas N° 2248, setiembre de 2012. http://www.caretas.com.pe/Main.asp?T=3082&S=&id=12&idE=1059&idSTo=0&idA=60656#.VdSs9_l_NBc

[2] Jorge Suárez y el cine documental peruano. Diario La Primera, 22 de enero de 2011.

[3] Del Archivo PUCP: El CETUC y la llegada de la televisión a color en el Perú. En: http://puntoedu.pucp.edu.pe/galerias/del-archivo-pucp-el-cetuc-y-la-llegada-de-la-television-a-color/

[4] Gumucio Dagron, Alfonso. Aproximación al cine comunitario. En El cine comunitario en América Latina y el Caribe. Centro de Competencia en Comunicación para América Latina. Fundación Friedrich Ebert, Bogotá 2014.