Por Libertad Gills
Territorio (Alexandra Cuesta, 2016) es un viaje por distintas comunas y comunidades afroecuatorianas y serranas del Ecuador, principalmente en las provincias de Manabí y Azuay. A pesar de ser una de las películas ecuatorianas recientes más apreciadas por el circuito festivalero y por la crítica internacional, la película recién tuvo su distribución nacional en 2019, gracias a un premio de distribución para Trópico Cine, que permitió que la película se exhibiera por primera vez en Ecuador. Su ruta de exhibición incluyó espacios alternativos de cine en Quito y Guayaquil, como también en las mismas comunidades donde la película fue filmada. Lejos de un road movie, el film propone una manera distinta de pensar el viaje en el cine, donde el territorio examinado es tanto fílmico como geográfico, y donde el encuentro de miradas (entre la que viaja y el que es observado) es la materia de cada plano.
La película está conformada por un conjunto de escenas de un solo plano, de distintas duraciones, hiladas a través de un montaje no-lineal y no-narrativo (por lo menos no en la manera en que se suele pensar lo narrativo). El movimiento narrativo como tal sucede dentro de cada escena y es acentuado por la duración del plano que empuja nuestros límites (de atención) y desafía nuestro sentido del tiempo fílmico. En su exploración del cine desde su materialidad, Cuesta se centra en la duración como elemento esencial de cine en su forma más pura.
La filmografía de Cuesta -previa a este film de 2016 que es su primer largometraje- incluye cuatro films de entre 8 y 15 minutos, realizados de 2007 a 2013. Territorio presenta una verdadera transición, tanto de duración (del cortometraje al largometraje), como de locación (de Estados Unidos al Ecuador), modo de producción (de trabajar sola a trabajar con un pequeño equipo, incluyendo el cineasta experimental argentino Pablo Mazzolo como montajista), y más importante quizás, de formato (de película analógica a vídeo digital). Porque si bien la película se podría ver como una serie de retratos individuales que conforman un retrato colectivo de algunos de los sectores menos visibilizados en el cine nacional actual, la película también es un experimento formal que se plantea alrededor de una pregunta central: la pregunta de un movimiento desde lo analógico hacia lo digital, y lo que este movimiento implica para el tiempo fílmico.
¿Cómo filmar en digital desde una tradición analógica? ¿Cómo ir de una formación en lo analógico, con la limitada duración de cada cinta, a la filmación digital, que con sus tarjetas de memoria inagotables permiten una filmación continúa sin límite temporal alguno? ¿Cómo filmar en digital y al mismo tiempo mantener o recordar o rescatar (como algo que se perdió en el cambio tecnológico) los límites temporales para poder realizar una película arraigada a un pensamiento propiamente analógico?
La manera que encuentra Cuesta de resolver esta pregunta en torno al movimiento (temporal) del analógico a lo digital es la utilización de la cámara fija, como primer limitante espacial, y luego un plano que llega hasta máximo 3 a 4 minutos (aproximadamente) de duración, similar a una bobina de 16mm (el material con el que suele trabajar Cuesta). Hablamos de una traducción de lenguajes, desde lo analógico a lo digital, y un deseo de aferrarse a los límites materiales que hicieron del cine un arte. La película busca mantener ciertas restricciones incluso cuando el nuevo material (digital) se resiste. Hablamos entonces de una cineasta que se resiste a lo digital y de una materialidad digital que resiste a la cineasta; es precisamente en esta tensión donde encontramos algunas de las películas contemporáneas más interesantes del último tiempo.
Para muchos de los que vemos y escribimos sobre cine desde Ecuador, Territorio representa un respiro dentro del panorama cinematográfico actual. Es una película exigente para el público ecuatoriano urbano; tanto por la duración de sus planos (que contradice la velocidad de la ciudad), como por la restricción espacial de sus encuadres (que dan poca información y contexto). En este caso, a Cuesta no le interesa la información como algo que se comunica con palabras, sino la información que puede significar compartir una experiencia con el espectador. La experiencia aquí es la de detenerse para mirar e intercambiar miradas; este es el gesto de Cuesta con la cámara, un gesto que obliga al espectador a detenerse a ver. (Pienso en la inefable distancia entre el que filma y el que ve lo que otro filmó; quizás ahí está uno de las distancias más grandes del cine que, de distintas maneras, se ha intentado superar pero que queda ahí como un elefante blanco, separando para siempre el cineasta del espectador).
Detenerse a mirar. Este es el gesto del cine en el cual está enmarcada la filmografía de Cuesta. Detenerse a mirar, hoy, en un Ecuador plurinacional, un país de migrantes, cuya fuerza y riqueza está precisamente en su diversidad y por qué no, en su experiencia migratoria, que podría implicar una conexión transnacional, abierta, o cosmopolita, pero, que, sin embargo, ha evidenciado ser un país alarmantemente racista y xenófobo. Por todo lo ocurrido con el estallido social de octubre en Ecuador, por los once muertos que tiñen con su sangre las manos de nuestros gobernantes, y por todo lo que vendrá, ahora más que nunca (o ahora como siempre) es necesario detenernos a mirar, porque solo mirando con nuestros propios ojos podremos luchar contra la propaganda de la imagen y de la palabra que amenazan la experiencia.
Mirar al otro, como recuerda esta película, es también verse a uno mismo. La tensión en la distancia que separa al que mira del que es mirado es una tensión necesaria de la imagen. Visibilizarla como hace Cuesta es un gesto de honestidad. En esta situación política la honestidad irá muy lejos; reconocer que no somos “el otro” pero si somos “un otro” (“Je suis un autre”, como decía Rimbaud) es reconocer que somos capaces tanto de infligir violencia como de recibirla. Detenernos a mirar significa ser testigos de la violencia que perpetúan otros, como también la que perpetuamos “nosotros”, en nombre, muchas veces, de una imagen, imaginada e imaginaria de lo que significa ser país. Visto de esta manera, Territorio es un retrato, sí, pero es un retrato fragmentado, suspendido e incompleto, tal como el país retratado.
El 9 de octubre, horas antes de la manifestación oficial y privatizada del Partido Socialcristiano en la avenida 9 de octubre de Guayaquil (un acto político en un espacio público, en pleno estado de excepción), cuando todavía estaba ocurriendo la otra manifestación, la no-visible, la prohibida, la reprimida con golpes, toletazos y bombas de gas, escuché a varios vecinos gritar desde las ventanas: “¡No le peguen! ¡No le peguen!” Desde mi ventana, solo alcanzaba a ver las caras de la gente que gritaba mirando con terror a lo que yo solo podía imaginar. Eso también es cine.
Territorio de Alexandra Cuesta reconoce las limitaciones de la mirada, como también las del cine. Con un trípode en movimiento, Cuesta nos propone viajar y al mismo tiempo, detenernos a mirar. En esta contradicción, entre el movimiento y la quietud, encontramos una manera de mirar el mundo.