TIRADENTES SP: JOVENS INFELIZES OU UM HOMEM QUE GRITA NÃO É UM URSO QUE DANÇA, DE THIAGO B. MENDONÇA

TIRADENTES SP: JOVENS INFELIZES OU UM HOMEM QUE GRITA NÃO É UM URSO QUE DANÇA, DE THIAGO B. MENDONÇA

Por Victor Guimarães

La creencia es una cuestión de travellings

El planteamiento de Jovens Infelizes ou Um Homem que Grita não é um Urso que Dança es bastante claro: reflexionar, desde el campo del activismo político y con los medios específicos del cine, sobre los dilemas del arte comprometido con la transformación social – y, por ende, sobre las contradicciones actuales de las izquierdas en general. Tras un prólogo que reúne una serie de escenas cortas en un espacio teatral, acompañamos, en una narrativa bastante fragmentaria – y que tiene el detalle suplementario de estar cronológicamente invertida, empezando por el final –, la trayectoria de un grupo de teatro involucrado en la doble tarea de mezclar su arte con las luchas por la vida (escenas significativas se pasan durante las protestas contra el estado de excepción generado por el mundial de fútbol en Brasil) y de hacer de la propia vida de sus integrantes una obra de arte.

Desde el título – la primera parte, un libro de Pasolini, la segunda, un verso de Aimé Césaire –, una dialéctica se impone: se trata, al mismo tiempo, de retratar un estado de las cosas en el cual todos los horizontes de actuación de la juventud se presentan cerrados (el Estado policial-mediático avanza todos los días; “Todo está una mierda”, dice un graffiti en la calle) y de apostar por una entrega radical a la acción estético-política como último intento de cambio. Tras el título, la primera escena es la cumbre de ese proceso (y retoma un motivo recurrente en el cine de izquierdas): el grupo, armado y convicto, secuestra el gobernador y se prepara para la explosión que los consumirá a todos. El fragmento de Césaire parece resonar en ese pasaje al acto, en esa ruptura definitiva de la pasividad reinante y de las fronteras entre arte y vida: «Erré largamente y he aquí que regreso al horror desertado de tus llagas. Y viniendo me diré a mí mismo: Y sobre todo cuerpo mío y también alma, no os crucéis de brazos en la actitud estéril de espectador, pues la vida no es un espectáculo, porque un mar de dolores no es un proscenio, porque un hombre que grita no es un oso que baila».

Por una parte, el film busca evitar algunos equívocos recurrentes en el arte de izquierdas. La autocelebración típica de algunos personajes underground (citemos un film brasileño reciente: Tatuagem, de Hilton Lacerda) se ve confrontada por una constante puesta en crisis, sea en los diálogos que cuestionan la actuación artística – las mujeres transgénero que actúan en la calle son mucho más radicales que el actor que se pone a follar con una estatua –, sea en la exposición de las contradicciones internas al grupo (como la desigualdad de género). Otra apuesta interesante es el rechazo a la identificación sentimental del espectador con los personajes, resultado del distanciamiento brechtiano que se materializa en la artificialidad de las posturas – mirada hacia la cámara, décor teatral – y, sobretodo, en la elección de presentar la trayectoria de los personajes al revés, lo que bloquea la acumulación narrativa y el proceso habitual de conquista del espectador.   

Pero si conceptualmente esos gestos parecen fuertes, no se puede decir lo mismo de su encarnación en la pantalla. El arco dramático al revés – sumado a una dificultad inmensa para crear cualquier clima, sea de tensión, sea de comicidad – hace que la experiencia del espectador sea casi exclusivamente intelectual y muy poco física. Si no hay construcción climática, si la dramaturgia opta deliberadamente por abandonar la construcción acumulativa de los personajes, todo se convierte en anécdota: acompañamos los números fragmentarios de ese teatro de variedades desde una perspectiva des-identificada y racional. Los dos segmentos finales recolocan la importancia de las afecciones al centrarse sobre la vida cotidiana y al filmar la génesis del grupo, pero ya es demasiado tarde. Toda la argumentación por la importancia del cuerpo en el arte y en la política no parece valer para la película misma, que acontece casi enteramente en el cerebro. La crítica a la contemplación pasiva del mundo inspirada por Césaire encuentra su límite en la experiencia misma del film: aunque distanciada, acá también es de contemplación.

Algunos de los límites quedan claros en el tratamiento fílmico del acto sexual. Si la mise-en-scène del sexo en un film como Nova Dubai, de Gustavo Vinagre, logra que el acto pueda ser, al mismo tiempo y con igual fuerza, el signo máximo de la disfunción provocada por el desastre capitalista contemporáneo y su contrario – la encarnación del placer como último recurso para resistir frente a los poderes que subyugan al cuerpo cotidianamente –, en Jovens Infelizes hay una apuesta en el placer como resistencia (utopía sesentista por excelencia), pero el resultado – involuntario – es un sexo frío, distante, sin ímpetu vital. A pesar del comprometimiento subjetivo y político de los personajes en las múltiples orgías libertarias, la cámara no elige un punto de vista preciso, ni cercano ni lejano: filma como si no participara del acto, desde una distancia mediana que deviene en una escenificación desprovista de pasión.

La mirada de la instancia narrativa sobre las acciones de los personajes es variable y se construye en una suerte de limbo: a veces se sugiere, se clama por un compromiso posible del espectador con lo que se dice y se hace, pero en el momento siguiente un diálogo o una intervención externa ponen todo bajo sospecha. Esa oscilación no sería un problema en sí mismo, pero todo cambia cuando ni lo que se dice, ni la sospecha adquiere fuerza suficiente para apasionarnos y retirarnos del inmovilismo. ¿Qué se puede pensar o sentir frente a una orgía adentro de una iglesia, filmada hoy? La profanación de la institución religiosa es seguramente tonta a estas alturas, pero igualmente débil es la autocrítica. Algo más grave aún si reconocemos que el público más inmediato de la película son los mismos artistas de izquierda.

La dramaturgia de Jovens Infelizes participa de una tendencia expresiva del teatro brasileño contemporáneo, que consiste en una suerte de auto consciencia extrema, y sufre del mismo mal: lo que se pierde de vista en esa oscilación generalizada e indiferenciada no es solamente el blanco de la crítica, sino el sentido crítico mismo. ¿Cómo creer en las palabras y en las acciones de los personajes, si la obra misma no las cree? Por otra parte, ¿cómo creer en la crítica de la crítica, si la escenificación no tiene fuerza suficiente para sostenerla? Se podría argumentar por una ambigüedad calculada (una camada más de reflexividad), pero eso no es otra cosa sino el resultado inherente a ese tipo de dramaturgia: una suerte de autoblindaje frente a cualquier intervención externa, que pretende que la crítica de la autocrítica quede imposibilitada en su génesis.

Una vez Jean-Marie Straub dijo: “es necesario que un film destruya a cada minuto, a cada segundo, aquello que decía en el minuto precedente, porque estamos ahogándonos bajo los clichés y es necesario ayudar a la gente a destruirlos”. No podría estar más de acuerdo con esa frase, pero es necesario que tanto la tesis como la antítesis sean potentes, sino lo que queda es lluvia sobre mojado. Frecuentemente, la sensación que tengo frente a la película es de un enorme esfuerzo dedicado a romper puertas abiertas, a violar cerraduras cuyo lacre ya fue destrozado hace mucho. Un cliché es justamente una imagen que ha perdido su potencia de actuar sobre lo real, y no hay ninguna garantía a priori de que una autocrítica no pueda ser también una imagen más entre miles de otras. Un hombre que grita no es un oso que baila, es cierto, pero no hay garantía alguna de que el grito o la palabra humana (por más revolucionaria que sea) se distingan automáticamente del baile o del ruido animal. Y si incluso la autoconsciencia de la narración ya se convirtió en hábito – basta ver alguna de las innumerables series televisivas norteamericanas que inundan las pantallas todos los días –, insistir en ese campo me parece sinónimo de poner un ladrillo más en el ya inmenso muro de los clichés que cierran los horizontes del cotidiano.

Como no podría dejar de ser, lo que vuelve aquí es la indisociabilidad entre la creencia y la duda, crucial para toda la historia del cine. “Creer sin dejar de dudar, dudar sin dejar de creer”, dice la fórmula de Jean-Louis Comolli. Por una parte, la apuesta por la duda – y no por la afirmación directa de certezas absolutas, como tantas veces fue el caso en el arte militante – es seguramente una elección saludable de Jovens Infelizes, pero no está trabajada al punto de hacernos experimentar el vértigo de la angustia. Por otra, el film pierde igualmente de vista la necesidad imprescindible de trabajar, de esculpir la creencia (quizás porque cuenta con una adhesión inmediata del espectador a los slogans revolucionarios que orientan la acción de los personajes). En un film como Ecstasy of the Angels, de Koji Wakamatsu, las contradicciones internas de los grupos activistas son igualmente expuestas como una llaga abierta, pero basta una escena crucial para recolocar las fuerzas en juego y hacer revivir nuestra apuesta en el ideal rupturista.

¿Cuál es su utopía? La pregunta vuelve una y otra vez, en la boca de varios personajes. Si lo que se desea no es solamente gritar, pero restituir la creencia en una transformación posible – vía arte o vía acción directa –, hay que empezar por la creencia en la escena, en los cuerpos que se ponen frente a la cámara, en las palabras que se dicen. En uno de los fragmentos de Jovens Infelizes, los personajes se adentran en una sala de cine para contemplar, extasiados, una escena magistral de Alma Corsária, de Carlos Reichenbach, en la cual un pianista negro ejecuta la Clair de Lune de Debussy en un bar, mientras los feligreses de varias partes del mundo rememoran su tierra y un halterofilita performa sus gestos en la entrada del recinto. Sin nunca dejar de dudar – la ironía es un dado fundamental –, la cámara de Reichenbach nos hace creer intensamente en todos los elementos de la escena: no solamente en la ejecución virtuosa del artista, sino en la pieza musical ya desgastada por la repetición, en las miradas de los asistentes, en las imágenes de tarjeta postal de los recuerdos e incluso en los gestos del halterofilita, con su belleza extraña y patente. El travelling hacia atrás que revela la presencia del halterofilita rompe el sentimentalismo e inscribe la ironía, pero cada travelling lento hacia el rosto de los espectadores dispara la creación de un mundo y restituye nuestra creencia en él. No podría haber ejemplo más elocuente para hacernos recordar que no solamente la duda, pero también la creencia es una cuestión de travellings.

*El film ganó la principal muestra competitiva en la 19° Mostra de Cinema de Tiradentes, en Brasil.

Dirección: Thiago B. Mendonça
Guión: Thiago B. Mendonça
Productora: Memória Filmes
Elenco: Alex Rocha, Camila Urbano, Cel Oliveira, Clarissa Moser, Leltxu Martinez Ortueta, Rafaela Penteado, Renan Rovida, Carlos Francisco, Atilio Beline, Suzana Aragão, Val Pires
Año: 2016
País: Brasil
Duración: 125 min