Por Aldo Padilla
Los cierres y balances son necesarios, por más fríos y matemáticos que suenen ambos términos, es más bien una forma de revivir ese continuo cambio de universo que conlleva moverse desde un sórdido Buenos Aires, a una isla perdida en el sur de Chile, o ser juez en un concurso de belleza georgiano, para luego volver a nuestro festival individual, en el cual la programación muestra una sola función durante todo el día, o semana o mes. Pero más allá de que suene a posible queja o añoranza con efecto futuro, pensemos en todo lo que ha dejado esta reciente edición de Valdivia, marcada por una competencia de muy alto y parejo nivel. Y aunque el eterno debate relacionado a cuán importante es un premio en este tipo de festivales, donde grandes, pequeñas y microscópicas películas se juntan, y los limites prácticamente no existen. Dejamos este debate para otra ocasión, y tratamos de revolver y sacar un poco de aprendizaje de cada sección, de cada premio, pero ante todo de cada película que pasó por esta pequeña ciudad, que tan amablemente trata a la cinefilia.
A diferencia de un balance caracterizado por películas individuales, he procurado buscar diálogos entre películas, autores o secciones, para darle un ambiente diferente a todo lo que se ha visto durante una semana:
Un found footage georgiano: La ganadora de la sección oficial mantuvo esa especie de supremacía femenina en el palmarés de Valdivia de los últimos años, ya que desde hace una semana Salome Jashi se ha unido a ese club de cuatro autoras que en los últimos cinco años han conquistado al jurado. Paralelamente coincidía con uno de los debates más encendidos durante el festival debido al termino «Cine de mujeres», ya que por un lado alguna directora defendía dicho término, y por el otro varias autoras planteaban el cine como un arte unitario en medio de su diversidad. Sensibilidades aparte, The dazzling light of sunset es una justa ganadora en medio de películas que venían de festivales de gran dimensión (Rara, El Cristo ciego, Viejo calavera), o de películas que apenas se habían visto (The trial garden, Ruinas tu reino), marca registrada de la programación valdiviana.
Mientras por un lado, en el documental sobre un pequeño pueblo de Georgia la realidad era captada con la mayor rapidez posible por el equipo televisivo del canal local, por otro lado uno de los grandes invitados del festival Bill Morrison, encuentra fotogramas añejados y fermentados por el paso de los años. El tiempo congelado del director casi arqueólogo, es su mayor enemigo y aliado a la vez, donde cada año transcurrido en el celuloide encontrado le da una nueva capa de riqueza, pero a la vez lo fragiliza, lo que convierte a su cine en un constante autosabotaje. Morrison escribe sobre lo ya se ha escrito, abre su mente buscando un sonido inexistente en ese metraje perdido y encontrado, lo pasado buscando dialogar con el presente, el lenguaje que recién nace comunicándose con todos los lenguajes que se acumulan en el presente. Es el mismo lenguaje contemporáneo que busca crear Jashi, en base a la cotidianidad, a partir de poner una caña de pescar y esperar a que pique el presente, Morrison se pone a pescar el pasado. En ambos casos en una espera activa, pero paciente y casi silenciosa.
Joel Potrykus en Bolivia: La visita del director de Michigan afianzó esa relación estrecha que va buscando Valdivia con el cine indie americano. En 2015, la retrospectiva de Nathan Silver marcó la frescura de este cine, en el cual deambula una generación de gente desencantada, y la cual ha sido devorada por el desinterés. Esto tiene aún más sentido en el caso de Potrykus y su Michigan, estado muy golpeado por la crisis, dada su dependencia pasada con la industria automotriz.
Paralelamente, Kiro Russo participaba en la competencia internacional con su ópera prima Viejo Calavera, que retrata con mucha similitud esa generación que no encuentra rumbo en el altiplano boliviano, y que también muestra la decadencia de una zona minera con un pasado mucho más rico. La ciudad y el bosque de Potrykus en clave de tragicomedia se confunden con la oscuridad de las minas de Russo, sus personajes están cegados por el dinero o por el alcohol, y a pesar que cada uno tiene algo a lo cual tratar de aferrarse en busca de la redención: un gato, un padrino o un plato de fideos recalentados, pareciera que dicha generación tiene todas las de perder, ya que la incomunicación ha transformado en un Babel moderno a la sociedad.
La noche de Pepa: La luminosidad y la oscuridad de dos óperas primas, mostraron las dos caras de un cine LGTB, que puede expresarse de formas muy sutiles o provocadoramente directas. Por un lado, la película que cautivo al público y que finalmente se terminó llevándose el premio que este otorga: Rara de Pepa San Martín, que camina en una cuerda floja al borde de caer en cierta manipulación sobre el activismo que profesa hacia los nuevos tipos de familia, en esta caso una familia con dos mamás. Sin embargo, el film va salvándose de esa caída precisamente por su autoconciencia, por comprender la película que quiere ser, desde el punto de vista desprejuiciado de dos niñas, y que en diferentes grados de conciencia apenas pueden comprender todo el trasfondo de una situación en la cual ellas parecen ser el botín de un entorno poco empático.
Y sobre la misma cuerda va flotando la película argentina La Noche de Edgardo Castro, que se cae, que vuela, que va quemando esa soga de nylon en base de provocación y a escenas explícitas. El film no busca el activismo, sino la normalidad del sexo y vicios variados a base del exceso de sus personajes, la oscuridad que va vomitando sordidez, y criaturas ocultas bajo el ala de lo anónimo. Rara es ese almuerzo de familia con los niños corriendo por el jardín, tratando de mantener la armonía de su burbuja particular, y La noche una cena de madrugada, con fideos recalentados (otro más), una excursión hacia una violenta ternura.
Un bote a Busan: Dos películas marcaron avivadas pasiones durante el festival, a pesar de lo distintas que son en su ritmo y su cadencia de metraje. La contemplación y paciencia de Gustavo Fontan con El limonero real y la frenética Train to Busan, que rompió todos los aplausómetros del festival.
La muerte que mira desde lejos en una selva santafesina, y que marca a la película de Fontán: el duelo consume al protagonista, y a su esposa de la cual ni siquiera sabemos el nombre, la presencia de un hijo que vive en el aire a pesar de estar muerto, el recuerdo que está más vivo que los mismos protagonistas, a pesar de los años transcurridos. La selva habla y suena a pasado.
Contrariamente, los muertos vivientes del film coreano se manifiestan de manera explosiva y violenta, y pautan el ritmo de un tren fuera de control, donde sus pasajeros sobreviven en busca de un descanso, de un sitio en el cual detenerse por un instante sin el acecho constante del peligro.
Fontán y Yeong retratan la muerte a su manera, ya sea con su ausencia, o su presencia que se expande como un virus, al final en ambas películas se ve que los muertos no pueden ser en la oscuridad, que necesitan algo de luz para materializarse, la selva en la noche solo son sonidos o un tren a través de un túnel donde solo es movimiento.
Pensemos en un festival como una herida, una apertura en nuestra piel, una etapa en la cual somos vulnerables a todo lo que pueda introducir a nuestro cuerpo y nuestra mente. Las defensas pueden estar bajas, así que cualquier película cual si fuera un virus puede afectarnos de formas inesperada. Depende de cada uno si queremos cerrar la herida totalmente, o si queremos dejar una cicatriz con el filo de nuestra sensibilidad. No olvidemos ese cine, que es el mejor premio que nos pueden dar.