VENECIA 2021: EL GRAN MOVIMIENTO DE KIRO RUSSO

VENECIA 2021: EL GRAN MOVIMIENTO DE KIRO RUSSO

Por Aldo Padilla

Una y otra vez se repite la palabra Sinfonía al hablar de El Gran Movimiento. Hay que volver hasta los años 20 para conectar esta palabra con el cine de Vertov o la apertura de The Crowd de King Vido, quien dirige a Nueva York cual si fuera una orquesta, donde el caos controlado permite precisamente fabricar una armonía de una de las aperturas más famosas del cine, la cual ha influenciado a cineastas posteriores a la hora de presentar a diferentes ciudades del mundo con una fuerza similar. El caos y la mirada de pájaro (pequeño auto homenaje a su corto Nueva Vida) con el que Russo presenta al binomio La Paz – El Alto, es precisamente esa sinfonía de la que tanto hablamos los críticos al pensar en esta película. Los mercados y las marchas de fondo son el retrato sonoro definitivo de ambas ciudades, el ciclo convectivo de gente subiendo y bajando a la hoyada, que ahora se ha simplificado por la presencia del teleférico, es precisamente esa muchedumbre que mostraba Vidor antes de concentrarse en un individuo, que en nuestro caso es el actor y minero Elder Mamani. 

Las marchas, los eternos atascos de autos que va pitando y los gritos ofreciendo diferentes mercaderías, son la banda sonora esencial de la ciudad cuyas capas sobrepuestas son armonizadas maravillosamente por Russo y que abre la película definiendo a la ciudad como un ente vivo, donde cada espacio forma parte de un todo que se reconoce en cada detalle para quien conoce esas zonas. Luego de la presentación de la ciudad, el director recurre al protagonista de Viejo Calavera, ahora alejado de las minas huanuneñas y buscando recuperar su empleo a través de manifestaciones, las cuales a menudo quedan en nada, la resignación se expresa a través de sus compañeros quienes buscan establecerse de alguna forma en la enorme ciudad, aunque sea de formas muy precarias.

Si bien el mercado en el film se representa como un espacio de compañerismo y sacrificio, esto no quita la explotación laboral presente en el film, los malos pagos, las cargas excesivas y la precariedad definen a un entorno donde los pocos momentos de descanso están acompañados por alcohol, que es un mal endémico de los “cargadorcitos” como se los llama allá, y que hace que a menudo se los encuentre alcoholizados como una forma de encarar el duro e irregular trabajo. 

La presencia de Max, el chamán vagabundo que vive en las laderas, permite darle una nueva capa a la película, ya que no sólo guía la espiritualidad y la intuición del desastre que viene (tanto en la película, como en la vida real), sino también que permite entender una conexión con la naturaleza un tanto diferente a las ideas de la cosmovisión andina tan presente en el cine boliviano, una conexión materializada en un animal que al estilo de Apichatpong va acechando y anticipando una ruptura definitiva. Aunque, también Max permite ser un puente con las señoras que son parte inherente de esos mercados, cuya presencia ilumina el film a través de su carisma y humanidad, ya sea interactuando en grupo, preocupándose por los demás o simplemente durmiendo sentadas en sus pequeños rincones en las frías madrugadas paceñas.

La enfermedad interna que acompaña a Elder en la segunda parte del film, nos lleva a pensar en esa mina interna que no lo deja y que lo precede desde Viejo Calavera, posiblemente como una carga, más que como una añoranza, las luces que tratan de salir de su interior son sus ex compañeros buscando la salida de la de las entrañas húmedas de la tierra, la ciudad asfixia al protagonista como la enfermedad que aqueja al protagonista de A febre (2019, que lo llamaba a volver a su entorno, un inevitable tira y afloja del que migra a la ciudad se somatiza a través de una enfermedad. Si bien el rodaje se dio previo a la pandemia, no deja de llamar la atención los coincidentes síntomas de Elder con los malestares que definirían al Covid-19, una enfermedad de las ciudades y de las muchedumbres sin control. El hecho que Max intente curar a Elder, de ese cansancio o del peso que lo acompaña, lleva a conjuncionar dos mundos, una ciudad que se arrolla a sí misma y la humanidad de sus habitantes que buscan un espacio en medio del caos frente a la hostilidad del tiempo y la naturaleza.

La estética retro que se toma un leve tramo de la película responde a una parte importante de la idiosincrasia de parte de la población boliviana, muy identificada con la música ochentera que aún domina las discotecas y la estética en general, no por nada grupos como Modern Talking suelen ser uno de los habituales invitados de las fiestas en pueblos y el interludio musical lejos de ser una extravagancia, es más bien una reivindicación de esa influencia que inunda el occidente boliviano a través de una estética sobrecargada y casi kitsch.

Si bien una de las odas definitivas a La Paz está perfectamente definida en Chuquiago (1977) de Antonio Eguino, esta era una representación un tanto más trasversal de la ciudad, ya que no sólo presentaba los mercados, sino también la burocracia inherente a la sede de gobierno y el contraste con las clases altas arrinconadas en la zona sur. Mientras tanto en El Gran Movimiento la representación de la articulación La Paz – El Alto y laderas permite entender una visión más compleja de la ciudad, y darle un tono onírico a una ciudad que apenas duerme, y que a diferencia de la enciclopedia costumbrista nocturna que es Averno (2018), Russo no se queda con las leyendas que definen a la ciudad, sino que crea su propio imaginario. Descubre una faceta más sobrenatural e implosiva que lleva a un final que define a la ciudad como ese bing bang que se consume a sí misma en un ciclo indefinido.

La presencia de Kiro Russo en Orizzonti del reciente festival de Venecia, no deja de ser un hito para la cinematografía boliviana, ya que en el anterior quinquenio tuvo escasos estrenos en grandes festivales: Yvy Marey (JC Valdivia, Native Berlinale 2015), Viejo Calavera (Kiro Russo, Locarno 2016), Los Burritos (Violeta Ayala, Toronto 2017), Chaco (Diego Mondaca, Rotterdam 2020). Esta presencia permite consolidar el nombre de Russo en el panorama internacional, precedido por el interminable recorrido que tuvo su ópera prima, y que abre oportunidades no solamente al colectivo Socavón, al cual el director pertenece, sino también a una cinematografía nacional que busca espacios, para exponer los cambios de un país cuya mediterraneidad parece una metáfora adecuada para una especie de aislamiento y poca exposición de su cine.

Director: Kiro Russo
Producción: Socavón (Kiro Russo, Pablo Paniagua), Altamar Films (Alexa Rivero), Doha Film Institute, Bord Cadre Films, Sovereign Films (Andreas Roald), Miguel Angel Peñaloza
Guión: Kiro Russo
Reparto:Julio César Ticona, Max Eduardo Bautista Uchasara, Francisca Arce de Aro, Israel Hurtado, Gustavo Milán Ticona
Fotografía: Pablo Paniagua
Editor: Kiro Russo, Pablo Paniagua, Felipe Gálvez
Música: Miguel Llanque, Midnight Driver, Anton Vlasov
Sonido: Mauricio Quiroga, Mercedes Tenina, Juan Pedro Razzari, Emmanuel Croset
Bolivia, Francia, Qatar, Suiza, 85 min, 2021