Por Malena Martínez Cabrera
La historia de Sparta se ancla en la dureza de las construcciones funcionales, incoloras y desencantadas entre Austria y Rumania, en un invierno más donde los personajes se esfuerzan por cumplir sus roles, portarse bien con la novia y con la suegra, en escenarios hogareños igual de desencantados. La novia rumana de Ewald, el protagonista austríaco, intenta dar glamour a su vida con ropas que destacan su cuerpo y sensualidad fuera de casa y en la cama. Sin embargo, todo esto ya no le ayuda más, puesto que el simpático cuarentón de cuerpo atlético y voz algo infantil, da signos de disfunción erectil. A Ewald (Georg Friedrich) le brota en cambio un entusiasmo genuino cuando juega entre grupos de pre adolescentes como si él fuera uno más de ellos. Su emoción primigenia está estancada, en el pasado escolar, como lo muestra su automático rictus de alegría al sentarse en la banca de una escuela derruida en un pueblo de la Rumania rural. Un día, tras un llanto catártico que le hace huir, agazapado en su propio cuerpo robusto, de la guerra de bolas de nieve con los niños de un parque, Ewald se dispondrá a asumir su destino. Es claro que su placer con los chiquillos no es solo lúdico.
La consciencia de su desfase de identificación con los púberes masculinos no lo llevará, sin embargo, a evitarlos, a buscar ayuda terapeútica ni nada por el estilo, todo lo contrario. Ewald se permitirá explorar más al interior de esa vía donde su interior se debate. Este personaje (inspirado en una noticia que el director Ulrich Seidl leyó en 2014 sobre un alemán que se presentó a los padres como benefactor invitando a sus hijos a asistir a clases gratuitas de deporte y luego posteó fotos de sus cuerpos en una plataforma online ) emprende la apertura ad honorem de escuelas de judo que bautiza con el nombre de “Esparta”. En la primera sede, renovada con la mano de obra de los mismos niños, estos reciben nombres de dioses griegos y cascos plateados confeccionados en cartón, y visten solo sus calzoncillos, que suelen estar mojados por la lluvia, la ducha o sus juegos en el pozo. El pedófilo se garantiza así un placer visual con imágenes que asegura en la memoria de su celular para poder hacerles luego zoom y contemplar en calma a los objetos de su “tierno deseo” en la oscuridad de su oficina.
Escenas más tarde, los padres de los niños – a quienes se presenta como ausentes y bebedores – deciden ir a pillarlo derrumbando la puerta de la escuela, y dan lugar a una expresiva escena coral que resume quizá la tesis del film: en el patio de ejercitamiento cada uno de los padres termina amonestando, gritoneando y a veces zamaqueando a su respectivo hijo. Un fresco de los hombres grandes con(tra) los hombres pequeños, enseñándoles a denunciar al intruso y advirtiéndoles que no vuelvan a asistir. Muy al estilo de Seidl, la sinfonía vocal laberíntica que se entreteje de esa conjunción de padres e hijos juega un rol clave en esta escena que sí resulta ser un logro artístico del experimentado director.
La otra figura paterna, que enmarca el inicio y el final del film, es la del padre del propio pedófilo. Es un adulto mayor al que Ewald visita en un asilo, un viejo, por momentos tierno y ya demente, que sin embargo no ha olvidado tararear sus canciones y marchas nazis. Una de ellas incluye una línea reconocible “yo tenía un compañero…”, que leída al final del film se integra ambiguamente y resuena, junto a la evocación de Ewald al sentarse en la banca de la escuela aún derruida. Ambas evocaciones del pasado, los únicos momentos de nostalgia que el film filtra, corresponden a vivencias por lo visto muy arraigadas en la conformación de sus identidades. Nostalgia intrínseca por las colectividades del pasado; que son intermasculinas e infantiles, en el caso del hijo.
Los personajes en Sparta
Si las oficinas de turismo e industria de las sociedades europeas se esfuerzan por vender al mundo selfies destacando imágenes sólo de su brillo, bienestar abundancia de valores, autores como Ulrich Seidl se ocupan de mostrar las normalidades esperpénticas de sus habitantes y en cómo éstos intentan aisladamente sobrevivir en medio de tanta civilización. Aunque varios personajes de sus filmes provocan rechazo y, en el mejor de los casos, risa unida a lástima en gran parte de los espectadores – dentro y fuera de Austria -, Seidl explica que lo que siempre ha querido es despertar empatía hacia sus personajes. Empatía.
Dramatúrgicamente, al establecer la identificación de las figuras paternas solo con lo nazi y con lo autoritario, los guionistas – Ulrich Seidl y Veronika Franz – dejan libre el campo para que Ewald no solo sea ubicado en la trama como el mal menor sino para que su presencia sea valorada como consecuencia natural del fracaso de los obreros y familias rumanas en otorgar apego y protección a sus hijos; por ejemplo, cuando Ewald le cura a un niño las heridas de su espalda (posibles latigazos). Tal lectura solo sería posible si como espectadores adultos no supiéramos que a ese acto ‘protector’ en la mente de un pedófilo se le superpone precisamente un acto de erotización propia. Este es uno de los límites que el autor Ulrich Seidl – como le pasa a su personaje Ewald – toca, o traspasa, al poner en escena ciertas situaciones que implican a los niños. Traspasa, asimismo, un límite en relación a algunos de los niños que actúan exponiéndolos a situaciones ficcionales ambiguas en las que éstos, con su inocencia, probablemente aún no saben valorar qué pasa. ¿Era realmente necesario escenificar ciertos momentos y reproducir ciertas imágenes?
En las películas que exploran el alma humana con actores no profesionales, entre ellas las de Seidl, se trata en principio de dejar florecer sus energías reales en situaciones diseñadas previamente y que vienen desencadenadas con la ayuda de actores, escenarios o textos provenientes de un guión de base. Para Sparta – según el propio director – se eligió a los niños en una zona económicamente deprimida donde los padres suelen ausentarse durante el año para viajar a trabajar a Europa occidental, o sea a los países ricos. Es decir se eligió niños con trasfondo psicológico de ausencia del padre para buscar – previsiblemente – en su bagaje psicológico tendencias a la afinidad con tipos como Ewald. Si esto fuera así, no parece haberse llegado a una buena cosecha extrayéndola de la realidad psicológica de los niños. Pero, el arte de la escenificación, la intervención y la edición se encargaron de integrar esos elementos en el film.
La producción y reproducción de imágenes
Seidl explora con su personaje el drama del pedófilo en lo que parecen ser no más que sus primeros emprendimientos, como lo deja entrever el final del film. No parece que se tratara meramente de un pedófilo culposo en su lucha contra sí mismo y contra su atracción como se ha venido reseñando el film, sino de su incursión en los bordes de la pederastia – que ya corresponde a pasar del deseo al acto. Mientras el autor intenta sugerirle al espectador una visión del tema de la pedofilia como no equivalente directamente a una perversión sino como un padecimiento (por poco victimización), en su tratamiento elige precisamente su paso al mayor contacto con los niños.
Es cierto que todo tema es sujeto de reflexión artística, como lo es de reflexión filosófica. En sí temas como la pedofilia son susceptibles de ser tratados en libertad y con maestría. La cineasta peruana Mary Jiménez trata el tema de la explotación sexual de menores en la selva peruana en su película Con el nombre de Tania (2019), y lo hace sin exhibir una sola imagen con potencial de reproducir el morbo de los explotadores que van al cine, y sin sexualizar cuerpos nuevamente for the sake of art. En Sparta, el director sí se da la licencia de producir imágenes que duplican momentos de potencial inicio de abuso sexual de menores, y de enviárselas como regalo a las mentes de sus espectadores.
Considero un peligroso error de interpretación aludir a la ‘ternura’ que muestra el protagonista adulto Ewald con el niño que más se le ha apegado para defender el film de los posibles rechazos que genere. Los pseudo argumentos de ‘la ternura’, ‘el cuidado’ o ‘la protección’ son precisamente aquellos con los que cualquier abusador comienza su relación de ambigüedad. En el caso de la pedófilia de contacto (pederastia), tanto homosexual como heterosexual, se le obliga a un menor abusado a compaginar en su mente la disonante figura de un ser adulto protector -cuyo rol debería ser incondicional- con la del mismo ser que busca y recibe placer sexual al dar ese cuidado, o sea que lo utiliza. La ternura del pedófilo no es ningún argumento de rescate, es todo lo contrario.
El argumento de los hombres fuertes es que esa pedofilia tierna no hace daño, restringiendo la interpretación de daño a las marcas físicas corporales, suprimiendo de la discusión la violencia psíquica sobre las víctimas, y muchas veces sobre su propia victimización padecida a tiernas edades. Antes de evadirlo, este es precisamente el meollo de las masculinidades, que quizá estos señores deberían comenzar a discutir antes de invitarnos a repensar los límites que sentimos sobrepasados, como sucedió la noche del estreno en el país de origen del film.
Los límites y la inmunización a través de las imágenes
La defensa de la totalidad del film de Seidl nos lleva a reflexionar sobre las imágenes. ¿Qué imágenes estamos dispuestos a normalizar como sociedad en nuestras pantallas?¿Cuánto podemos o no defendernos de las imágenes que entran en nuestra mente? ¿Cuándo son las imágenes que nos violentan una vacuna ofrecida en dosis pequeñas y que logrará inmunizarnos a futuro de lo que en un inicio nos era intolerable?
El alcohólico y panzón padre del niño (interpretado por un actor rumano) le ordena a su hijo mayor matar al conejo blanco del hijo pequeño y hacerlo delante del mismo. Lo hace para endurecerlo, porque lo considera muy blando, dice.
“Los límites éticos y morales no han sido sobrepasados durante las filmaciones” interpreta para sí el director. Es claro que los límites de los espectadores son distintos. Unos están más anestesiados y endurecidos que otros. Durante el estreno en la sala llena del enorme Gartenbaukino, durante la Viennale, el director se disculpó de que no hubiera palabras iniciales y dijo que a cambio habrían palabras finales. Las palabras finales fueron un video-monólogo en defensa del autor por parte del reconocido literato Michael Köhlmeier, quien lanzó su crítica contra los burócratas, retrógrados y un determinado grupo de gente que desde hace tiempo le tendría hambre al artista Seidl, esos son, según su argumentación, quienes rechazan el film. Personalmente esa defensa me pareció innecesaria, sobre todo porque reforzaba uno de los lugares desde donde fue escrito el film, a saber un lugar desde donde se desea develar un ‘doblepiensa’ (George Orwell) respecto al tema tratado, pero también un lugar donde aún se confía en la figura del patriarca experimentado que le enseña a un público adulto a leer una obra so pena de ser acusado de sensibilidad burócrata si se alinea al rechazo del film. La Viennale logró que el video se pase al final y no al inicio como se deseaba hacer. Y la discusión anunciada no tuvo lugar. La reacción del público: aplausos crecientes y, finalmente, unánimes.
*Malena Martínez Cabrera, cineasta y especialista en cine de lo real, trabaja entre el Perú y Austria.
Dirección: Ulrich Seidl
Guion: Veronika Franz, Ulrich Seidl
Fotografía: Wolfgang Thaler, Serafin Spitzer
Reparto: Georg Friedrich, Hans-Michael Rehberg, Marius Ignat
Productoras: Ulrich Seidl Film Produktion GmbH, Société Parisienne de Production, Essential Filmproduktion, arte France Cinéma, Bayerischer Rundfunk (BR)
Austria, Francia, Alemania, 101 min, 2022