Por Mónica Delgado
El primer largometraje de Oscar Catacora ya se ha inscrito en la historia del cine peruano como un punto aparte en cuanto a la representación del mundo andino. Su film ha devenido en contraposición a una vertiente del cine andino en Perú que redujo el imaginario campesino o rural al testimonio, al rezago del cinema verité, al documental de parte, matando cualquier posibilidad del aspecto mítico. El registro del mundo andino, tanto de sus paisajes, como de sus problemáticas sociales y económicas, fue por años reflejo de una mirada externa y urbana que utilizó mecanismos y dispositivos documentales para traducir en las ficciones elementos de esa realidad desconocida para los limeños. La mirada etnográfica, el lucimiento de espacios naturales, personajes provenientes de las mismas comunidades, pasajes dialogados en quechua, exposición de música y tradiciones locales, todo como condimento para una visión sublimada y ajena, pero que sirviera para generar conciencia sobre las condiciones de vida de los campesinos en las montañas.
Películas como Kukuli (1961), dirigida por Luis Figueroa, Eulogio Nishiyama y César Villanueva, Los Perros Hambrientos (1977) o Yawar Fiesta (1986), ambas de Figueroa, o incluso la reciente Los Ojos del Camino (2017), son representativas de una tendencia implícita por recrear el universo andino desde algunas formas documentales, es decir, desde opciones asumidas como las únicas para la “traducción” de sus realidades. Paradójico sobre todo si tenemos en cuenta que en todas estas películas mencionadas se parte de referencias o adaptaciones orales o literarias, influidas por relatos fantásticos o con toques de realismo mágico. El mito de Juan el Oso, como las adaptaciones de las novelas de Ciro Alegría y José María Arguedas, que contienen correspondencias con imaginarios simbólicos y cosmogónicos, son extrapoladas al celuloide desde la sequedad del estilo documental o el realismo, aquí entendido como metodología que termina asfixiando cualquier atisbo de elucubración mítica o simbólica. La propuesta arguediana en Yawar Fiesta podría ser entendida en su capacidad de denuncia del choque cultural entre las comunidades andinas versus las costeñas, en un plano político, mas no en su dimensión mítica. Por ello, el film, debido a su precaria producción, luce más como documento sobre la materialización de tesis políticas sobre la desidia gubernamental que como una adaptación del influjo arguediano.
Estos films de “referente andino” se caracterizaron por ser visiones de cineastas urbanos con una voluntad por registrar los Andes en su riqueza cultural, aunque desde una mirada inédita. Desde la llegada al cine al Perú y desde los primeros films, los Andes fueron parte de noticiarios o vistas, o telón de fondo para dramas o comedias de género. Años más tarde el grupo del Cine Club Cusco (Manuel y Víctor Chambi, junto con Luis Figueroa y Eulogio Nishiyama lo formaron en 1955) mostraba en sus documentales como Carnaval de Canas (1957) al indio exótico, romántico, que se pasaba la vida en festividades, dejando de lado cualquier evidencia de su opresión por parte del gamonal. El problema de la tierra estaba fuera del discurso de algunos films, pese a los contextos de reivindicación campesina que vivía Perú en aquellos años. Una mirada que recuperaba las tradiciones de modo “directo”, aunque con cierto estilo colorista. El desaparecido crítico de Hablemos de Cine Juan Bullita señaló, en el marco de este debate, que:
“El cine campesino es una opción que debe analizarse desde el punto de vista de lo que es el Perú: un país escindido. Esto no justifica todas las limitaciones o arbitrariedades de Laulico, Los perros hambrientos, Kukuli o Jarawi, pero hay que rescatar un cine que intente investigar una realidad que es absolutamente ajena a los modos de comportamiento urbano, que intente ser de reivindicación y de lucha que, ya se sabe, no acepta el yugo de los géneros”[1].
El problema de este cine campesino o andino inicial fue enmarcar sus ficciones en un reduccionismo, en inclinarse por narrar desde la perspectiva del documental o desde el testimonio, aunque influidos por la expresividad del cine soviético, sin tener un marco visual coherente, produciéndose así puestas en escenas tan coloristas como los temas, puntos de vista pintorescos sobre una realidad que denunciaban, no pudiendo así convertir al cine en un vehículo de cambio como pasaba en otras partes del continente (si pensamos en el contexto que produjo luego La Hora de los Hornos, por ejemplo en cuanto a cine y militancia).
En Kukuli no aparecen las figuras antagónicas por excelencia como el gamonal, el hacendado o el latifundista, sino que aparece el ukuko, o el Oso raptor para subvertir el orden y dominar. Tal como lo refiere un material publicitario, Kukuli muestra “…un jirón de ese Perú que vive por encima de los cinco mil metros de altura, deslumbrante en su paisaje y la gama de sus tipos étnicos. Ese Perú que goza, ama, sufre y vive, allí donde quien no participa de la estirpe del cóndor y la sangre de Manco, moriría irremisiblemente de tristeza y soledad. Ese Perú que sangra ríos de rebeldía, entre alucinantes manadas de vicuñas y ululantes pututus”[2]. Sin embargo, el film termina ofreciendo una mirada de postal sobre esta rebeldía que no asoma en su metraje salvo en la escena final de linchamiento al personaje fantástico del oso, que según el equipo de cineastas y de producción encarna a Occidente y a la parte española del mestizaje.
Si bien Kukuli es el primer film hablado en quechua y también el primero en mostrar la sierra dentro de una ficción que recoge las tradiciones y festividades cusqueñas como parte de este imaginario que no deja de ser exotizante y costumbrista. Cuenta la historia de una campesina (Kukuli, encarnada por la hermana del cineasta Luis Figueroa) que es raptada por un oso tras la celebración de la fiesta de la Mamacha Candelaria, para luego ser rescatada por la comunidad, y luego ser testigo del linchamiento del animal. Sin embargo, pese a su exostismo y visión edulcorada de los Andes, Kukuli resulta una inspiración, tal como lo revela Oscar Catacora en una entrevista: “Me quedé atrapado cuando la vi. Es una película de 1961 que hasta hoy no ha sido tan valorada. Y eso me sorprende porque en esa película se plasma la esencia de la cultura andina”[3]. Esta particularidad del alma andina que destaca Catacora, es retomada en Wiñaypacha al inicio de su film, al colocar a los ancianos en una suerte de paraje edénico o fundacional, pero cuya premisa termina transformada por el paso de la fatalidad.
En su libro Cine, modo de empleo: De lo fotoquímico a lo digital, Jean-Louis Comolli y Vincent Sorrel retoman la definición de dispositivo de Giorgio Agamben para trasladarlo al discurso del cine: “todo aquello que tiene la capacidad de capturar, orientar, determinar, interceptar, modelar, controlar y asegurar los gestos, las conductas, las opiniones y los discursos de los seres vivientes”. Así, el dispositivo estaría detectable también en el sistema de exclusión definidos por lo que está y no está en el film. Este principio de escritura propone una “sistemática”, un uso programático de determinadas técnicas y recursos, que van tomando forma y sentido, incluso de modo implícito, es decir en aquello que el cineasta o equipo no ha planificado o analizado durante o después del rodaje o en la mesa de edición[4]. Más allá del sistema determinado por juicios o elecciones de los cineastas o equipos de producción, estos dispositivos del cine podrían estar marcados por la exigencia de las limitaciones o carencias. En el caso de Los Perros Hambrientos o Yawar Fiesta, estos elementos han estado signados por la precariedad y por la sublimación del estilo verista o documental como uno de los modos de representación del mundo andino.
En las dos películas de Luis Figueroa el dispositivo se revela a través de la apuesta por el uso de una determinada concepción de realismo. Es decir, el peligro que menciona Comolli como algo visible solo desde el dispositivo. Mientras se refleje la realidad del Ande tal cual, mejor será el efecto, tanto dramático como estético, pero ¿cómo es que se va componiendo esta realidad? Al menos hay un primer gran indicio: al parecer, la única manera de graficar la problemática del Ande es a través de la presencia en medio de la ficción del dispositivo documental o testimonial. Ante esta certeza, Wiñaypacha irrumpe en una vía distinta, para afirmar que dentro del uso de algunos recursos del film documental, es posible la aparición de simbolismos, analogías o aspectos míticos, sin temor a que eso reste a la calidad de “real” que intenta otorgar a su registro. La película de Catacora devuelve el aspecto mítico a la representación del universo andino ( y que grafico en elementos de su puesta en escena en un video ensayo que coloco al final de este texto).
Contra la muerte del mito
Wiñaypacha (Perú, 2017) es un hito precisamente por la incorporación de aspectos míticos en la representación del mundo andino desde el dispositivo documental, pero sin apelar a artificios ni a virtuosismos. Es decir, le hace frente a un sentido común rastreable en un corpus significativo de films donde se considera que el entorno andino resulta más verosímil si es que el sonido directo, la luz natural, participación de comuneros, el uso de paisajes y de exteriores locales permiten al espectador contactarse con una realidad que le es muy ajena. Así, films desde Kukuli a Madeinusa, de Los Perros Hambrientos a Los Ojos del Camino, proponen como vía de mediación a un cineasta extranjero y turista, que, como en las diferentes variantes del indigenismo literario, se vuelve un narrador omnisciente observador, ya antropólogo o etnógrafo, que elabora su ficción para compartirla a un espectador que no está familiarizado con esta realidad. Por ello, a pesar que Catacora aborda una historia de filos melodramáticos desde estos recursos de la no ficción, encuentra oportunidad para crear una nueva capa expresiva, ausente en los otros films mencionados, donde queda espacio para la analogía y el simbolismo sobre la divinidad y la relación de los hombres y mujeres con la naturaleza. En una entrevista, Catacora sostiene que
“Lo que queríamos hacer con el equipo de producción es un cine que se pareciera mucho a un documental. Yo he criticado que los cineastas que vienen de Lima hacia provincias no transmiten realismo. Lo que siempre me ha gustado es el cine realista, como el neorrealismo italiano como Ladrón de bicicletas o Umberto D de Vittorio de Sica. Nosotros optamos por ese estilo y queríamos hacer una película que se viera tan real que hasta el espectador pensara si se trata de un documental o una ficción. Me agrada cuando piensan que es un documental porque de alguna forma he logrado nuestro propósito: que se vea lo más real posible[5]”.
Wiñaypacha narra a a partir de 96 planos fijos una historia de abandono y soledad. Dos esposos octogenarios viven solitarios en las frías alturas andinas, rememorando la ausencia de su hijo Antuku, quien habría ido a la ciudad a forjarse un mejor futuro. El recuerdo y nostalgia por el hijo marca la atmósfera dramática, tanto por tratarse de un matrimonio que vive a duras penas en la hostilidad de la puna, como por la lejanía de su hábitat. Catacora indica en la entrevista que ha hecho un film basado en algunos tópicos estéticos del neorrealismo italiano, y que su apuesta se ha visto influida por los recursos documentales, sin embargo, la escenificación o la teatralidad en la puesta definen otra ruta.
Como Luis Figueroa o Federico García, Catacora suscribe una filiación a los dispositivos documentales como vía para representar este entorno andino. Si bien no apela al uso de testimonios, o de pasajes de tintes veristas (a pesar que lo declara) o etnográficos, sí recurre a algunos recursos para fantasear con esa posibilidad: sonido directo, luz natural, personajes en silencio realizando labores cotidianas, sin música incidental. Sin embargo, esta apariencia de documental que Catacora quiere otorgar a su film, no difiere de la incursión del aspecto mítico, reflejada en creencias que los personajes hacen aflorar.
La dimensión mítica de Wiñaypacha se encuentra en un par de capas expresivas de la película, en el modo en que Catacora plasma, por un lado, la simbiosis de los personajes con parte del paisaje (su relación con los apus achachilas o los dos ancianos simbolizados en las apachetas[6]), y por otro, al interpretarse como figuras alegóricas de roles fundacionales (el femenino y el masculino) en un cultura a punto de extinguirse o transformación debido a fenómenos migratorios, el olvido estatal o la dispersión geográfica. Y aquí entra el aspecto romántico o lírico más allá de la intención por el mecanismo documental que el cineasta declara como predominante, que en su capa simbólica propone a los ancianos como sumas arquetípicas de toda una cultura, cuyos cimientos religiosos se basan en ritos y creencias que los alientan y sostienen.
Este romanticismo de Catacora tiene algunas huellas neoindigenistas en la medida que su apuesta por lo mítico o toques real maravillosos se detectan en la mirada sublimada sobre las características de la cultura aimara: la predominancia de la vida colectiva (versiones del ayllu y el ayni), la subsistencia del aimara como lengua, los ritos de fertilidad como la Ch’alla[7], o los cultos a los apus achachilas como definitorios. Si bien no hay una intención por darle forma a lo onírico, los sueños o pesadillas de Phaxsi se van materializando como parte de una realidad marcada por los presagios o los malos presentimientos.
Tampoco podría decirse que es una mirada indigenista según la categorización ensayada por Tomás Escajadillo[8], como tampoco podría inscribirse completamente en la perspectiva neoindigenista que menciono, ya que las demandas de la problemática indígena como parte de un proceso de cambio social nacional, son apenas esbozados por Catacora. Si existe una crítica social a las condiciones de vida en los Andes en Wiñaypacha, esta tiene un carácter cultural: si desaparecen los ancianos, también desaparece la comunidad aimara, invisible para el Estado o los poderes fácticos. Pero el final, de Phaxsi caminando con la intención de llegar a las montañas a fusionarse con ellas, predice un destino menos pesimista. O al menos la persistencia de un modo de vida a contracorriente, un tipo de sublevación sublimada y minimal.
Con la problemática de la migración y la reforma agraria, las percepciones del sujeto rural y su representación desde la alteridad tuvieron lugar en diversos filmes nacionales (Federico García, Grupo Chaski) pasando por el tema de la guerra interna (Los ronderos (1987) y La vida es una sola (1992) de Marianne Eyde hasta Paloma de Papel (2003) de Fabricio Aguilar). Ya a inicios del nuevo siglo, filmes como Madeinusa (2005) y La Prueba (2006) delatan una despolitización de lo rural, en la medida que hay una ausencia del Estado, de autoridades, inclusive de curas, para recrear un entorno de índole familiar (el padre de Madeinusa es alcalde, padre y figura incestuosa) o padrinazgos endogámicos, creándose así nuevos contextos e imaginarios. Si en la época anterior había una crítica a estos sistemas seculares, como la iglesia, el Estado, etc, como en Yawar Fiesta o Kuntur Wachana, en el cine después del año 2000 hay una ausencia de estos elementos, o al menos se carece de una apuesta más crítica. Wiñaypacha escapa a la crítica social frontal y apena al relato de capas simbólicas, donde el abandono de la pareja de ancianos por parte del hijo puede ser leída como un olvido mayor, el desinterés del Estado.
Los paisajes andinos y el tableau vivant
Wiñaypacha fue filmada en el nevado de Allincapac, a 5,800 m.s.n.m., en la provincia de Carabaya, en Puno. El registro del paisaje también expresa parte de la perspectiva romántica que Catacora dota a su film. No hay momento en que el paisaje esté desconectado de los dos personajes que observa. El cineasta utiliza una puesta en escena que se inspira en la cámara al ras del suelo que usaba Yazuhiro Ozu para los espacios íntimos y familiares, y que reproduce tradiciones niponas de los hogares. Pero este recurso desde el ojo de Catacora no solo sirve para ubicar al espectador en los interiores de la pequeña casa de Willka y Phaxsi, a la altura de la misma posición en que ellos comen, siembran o tejen, ya sea sentados o acostados. Y esta misma opción del plano, aparece en la relación de los personajes con su entorno, los apus, los cielos y nubes.
Hay una escena que ayuda a identificar la relación con el entorno: la pareja de ancianos mira casi frontalmente a la cámara mientras nosotros observamos su contemplación. Mastican coca con afán pasivo pero nervioso, mientras imaginamos que miran las montañas, los apus achachilas, los seres protectores, aquellos cerros que definen el paisaje y que los ubican cercanos y a la misma altura.
La clave total de Wiñaypacha está en el modo en que la cámara propone la relación entre estos dos personajes y las montañas. Nunca los cerros tutelares, divinidad aimara, aparecen por encima de ellos, sino con ellos, formando parte de sus ceremonias, de sus jornadas laborales, o de sus momentos de ocio. Un hombre y una mujer compartiendo la cima con la montaña, en una convivencia aparentemente armoniosa y en comunión. Así, el encuadre y composición da la oportunidad de que los Andes configuren este hogar natural y sagrado.
La formación teatral de Catacora queda evidente en la serie de shots como cuadros en un sentido pictórico, donde se refleja una contundente elección por componer el espacio desde lo escénico, del encuadre fijo como contenedor del mundo, pero también en la dicción de los dos ancianos. El “scene-shot” contribuye a formar este micromundo desde dos únicos personajes que son registrados en sus acciones diarias, de cosechar, moler, tejer, hilar, pastar, desde su relación con los animales que los acompañan, y desde los diversos objetos que conforman su universo cotidiano y reducido.
El uso del scene shot o tableau shot puede forzar a que toda la composición esté sometida a esta matemática del espacio, en el logro de la profundidad de campo o en la intención de hacer funcionar todos los elementos al mismo tiempo, logrando un efecto armónico -sobre todo en planos mucho más largos. Este uso del plano fijo como eje rector permite en Wiñaypacha acudir a lo episódico, a la acumulación de acciones cotidianas, para luego ceder a una suerte de “vida, pasión y muerte”, de cuadros que van revelando este proceso de degradación dentro de los elementos del melodrama.
Catacora construye conforme avanza el metraje una arcadia que poco a poco va encerrando a los dos ancianos, hasta sentirlos atrapados en sus carencias. Los Andes se vuelven un lugar con fronteras definidas, donde la vejez, la pobreza y las acciones de la naturaleza contribuyen a este aislamiento. Así el cineasta va trasladando el pesar de este fuera de campo al terreno mismo del plano, para más claramente establecer en detalles específicos (como lo que simboliza una caja de fósforos) la dicotomía de campo versus ciudad, de alturas versus costas, de lo tradicional contra lo moderno.
El drama que asoma en la vida de los ancianos, que ven mutar sus ritos por castigos divinos, se vuelve un asunto territorial, afianzado por ese plano final que confirma la convicción en el poder de las montañas. Y menciono esta idea de arcadia, de lugar cerrado, porque hay un sentido alegórico y simbólico que funciona mucho mejor con Wiñaypacha que desde una visión realista o naturalista -o de posible denuncia- del film. Este plano simbólico radica en la capacidad de establecer arquetipos en torno a la vida rural, la relación de ambos esposos como una sociedad comunitaria y equitativa, pero también como un estamento social, histórico, ancestral repelido, invisibilizado. No solo podría apuntarse a la relación de ambos personajes dentro de los elementos del melodrama convencional (padres ancianos abandonados por sus hijos), lo que a primera vista es una capa superficial, sino también como esta indiferencia por todo lo que estos seres representan: el aimara como lengua, el saber tradicional, los ritos de nuevo año y de ciclos -en relación al solsticio de invierno, por ejemplo-, vistos como opacados o a punto de perderse por el desinterés del Estado que todo lo homogeniza.
Por otro lado, la visión romántica del paisaje en Wiñaypacha está determinada por una construcción representacional de lo que es la naturaleza, que según la óptica utilizada se define como un tableux vivant, en la referencia pictórica o fotográfica, donde las montañas ocupan la misma ubicación sin jerarquías, donde se combina la fascinación del cineasta por la escenificación o teatralidad, donde el paisaje encuentra un rol activo. Y por ende, los personajes que habitan allí comparten el don de armonizar sus acciones bajo la anuencia de los dioses, como en una arcadia donde la naturaleza no muere bajo el influjo de la modernidad y sus técnicas o tecnologías. La naturaleza en el film de Catacora está fuera de toda toxicidad que la transforme a la fuerza, y lejos de aquello que atrajo al hijo fuera del hogar materno, que estaría encarnado en una ciudad o urbe que permanece en un gran fuera de campo.
Horacio Muñoz indica al hablar del paisaje en el cine del gallego Lois Patiño, que “el paisaje desde una óptica romántica, es una manifestación de una lejanía, de un misterio que se oculta en la inmensidad de las formas: la Naturaleza se presenta a la mirada del espectador a través de estéticas sublimes en donde a veces se sensibiliza una idea suprasensible o una ilusión transcendental. Pero, como todo el mundo debería saber, “la Naturaleza murió con la modernidad y quedó reducida a hortaliza sacralizada en las que ya no habitaba el alma de los dioses” (Azúa, dixit)[9] o lo que es lo mismo, la Naturaleza dejo de ser sublime. Y no lo es por razones bastante obvias: ha sido dominada por la técnica y racionalizada por la ciencia; por lo que la Naturaleza ha perdido el temor y el encanto de épocas pasadas”.[10]
Cuando los esposos ancianos se quedan sin fósforos para encender el fuego que los calienta y permite la alimentación, la situación los empuja a la tragedia, a pesar de contar con todo lo que la naturaleza les provee, ya que este elemento se vuelve en el símbolo de la importancia de mantener aún el nexo con el pueblo más cercano. Y es en este punto que el paisaje al que pertenecen se vuelve un espacio del cual no pueden salir, que los atrapa y retiene. Aquí podría el film mantener algún tipo de filiación con aquel cine andino peruano que propone a los Andes como un entorno de atraso del cual hay que huir, lo que se correspondería con lo señalado por Horacio Muñoz en cuanto a que la naturaleza dejó de ser sublime. Vivir en una zona rural se convierte en determinante para la fatalidad de las historias que se narran. Vivir en el campo contiene el estigma de la guerra interna vivida en los ochenta, la depredación de la vida natural, la supervivencia del agro en terrenos poco fértiles, los desastres naturales o incluso como marca de premodernidad. El Ande como telón de fondo de relatos de imposibilidades. Sin embargo, como contraposición a este sentido común, y a pesar de la irrupción de la tragedia, los personajes de Wiñaypacha encuentran una salida, si bien no grata pero coherente con la cosmogonía que plantea: las montañas como entes que protegen en medio de la adversidad y el encuentro con la eternidad.
“Nada se experimenta en sí mismo sino siempre en relación con sus contornos, con las secuencias de acontecimientos que llevan a ello y con el recuerdo de experiencias anteriores”[11], sostiene Kevin Lynch, y en Wiñaypacha todo el bagaje ancestral de los Andes, con sus apus, cerros tutelares, ritos de fertilidad, quedan patentados en la escena final, donde la anciana encuentra a la naturaleza sublimada.
A modo de cierre
La imagen del poblador rural (costa, sierra o selva), que vive en colectividad, que es regido por las leyes del trabajo del campo, donde hay ausencia de Estado, y que se fortalece y celebra en la tradición religiosa, ha sido y sigue siendo eje de decenas de filmes dirigidos por directores citadinos (incluimos a los nacidos en provincias pero que generalmente viven en las capitales de región), que intentan dar una lectura de esas realidades a través de universos míticos, llenos del folclore y simbolismo, mostrando efusividad en las festividades y grandilocuencia en las formas de la sacralización. De alguna forma, a través de la recuperación de algunos mitos y ritos, Wiñaypacha no escapa a eso pero marca un antes y un después debido a la manera en que el cineasta compone esta cosmogonía desde dentro, desde el corazón mismo de los Andes. sin exotizar ni enaltecer gratuitamente a sus personajes.
Comolli señala que la ficción convierte en “verdadero” lo ficticio, mientras que el documental interroga las realidades y nos hace dudar de ellas. Lo que corrobora algunos aspectos, tanto de la ficción como del documental, que los cineastas suelen apelar al momento de concebir y realizar sus filmes. Por un lado, las adaptaciones permiten hacer verdaderas las ficciones sobre los Andes, estas representaciones en muchos casos mediadas o sublimadas, mientras que por otro, el recurso del testimonio, o del registro etnográfico o documental, permite cuestionar si lo que vemos es o no una recreación. Catacora juega con ambas posibilidades, pero a diferencia de los cineastas del cine andino anterior, no teme añadir una cuota simbólica o alegórica dentro de este registro documental y no con ese ingrediente desmerece una propuesta que busca sensibilizar al espectador sobre la condición del campesino en pleno siglo XXI. Así, produce no solo un hito al realizar el primer largometraje en aimara sino que elabora un discurso propio, con pequeñas cuotas neoindigenistas, y planteando una poética inédita sobre la cosmovisión andina en el cine peruano actual.
Video ensayo Wiñaypacha: personajes y apus en la misma dimensión, de Mónica Delgado from Monica Delgado on Vimeo.
*Ensayo con título original “Muerte al mito: Wiñaypacha como contraposición a simbolismos y analogías silenciados en el cine andino peruano”, preparado para el Congreso 2018 de la Asociación de Estudios Latinoamericanos, Barcelona, España del 23 de mayo al 26 de mayo de 2018.
Notas
[1] Lozano, Balmes compilador. El cine peruano. Visto por críticos y realizadores. Cinemateca de Lima, 1989, p.96.
[2] Revista Cultura Peruana Vol. XX Nº 146 Lima, agosto de 1960, p. 16.
[3] Diario Perú 21. ‘Wiñaypacha’ es una propuesta artística, casi experimental”, declara el director Óscar Catacora. Lima, 7 de agosto de 2017. Tomado de https://peru21.pe/cultura/winaypacha-propuesta-artistica-experimental-declara-director-oscar-catacora-entrevista-238389
[4] Comolli, Jean- Louis, Sorrel, Vincent (2016). Cine, modo de empleo. De lo fotoquímico a lo digital. Manantial ediciones. Buenos Aires.
[5] Idem
[6] Montículos de piedras, colocados en honor a la Pachamama, pero también como marcas en caminos o culto a los muertos.
[7] Las ch’allas son rituales aimaras de la fertilidad, de agradecimiento a los seres tutelares, donde hay música y bailes, y donde participan matrimonios, familia o comunidad. Es común en tiempo de siembre y cosecha.
[8] Escajadillo, Tomás G. La narrativa indigenista: un planteamiento y ocho incisiones. Diss. Lima: UNMSM, 1971.
[9] Felix de Azúa citado en Molinuevo, José Luis (1998). La experiencia estética moderna. Madrid: Editorial Síntesis, p. 185.
[10] Muñoz Fernández, H. (2013). Sobre a obra paisaxística de Lois Patiño. A Cuarta Parede, 17, 18 de septiembre de 2013. Consultado el 24 de octubre de 2013: http://www.acuartaparede.com/obra-paisaxistica-lois-patino/
[11] Lynch, Kevin. La imagen de la ciudad, editorial Gustavo Gilli, Barcelona, 2008.