Por Aldo Padilla
Leticia es una pequeña ciudad colombiana que se encuentra en el punto tripartito fronterizo entre Colombia, Perú y Brasil, ciudad que vive en torno al río Amazonas y que tiene una estrecha relación con Tabatinga su equivalente brasilero. Ambas ciudades son prácticamente la misma entidad partida en dos, alejadas de cualquier urbe mediana y que conviven en una violenta armonía dominada por carteles de drogas de ambos países que son los verdaderos dueños de este punto, un punto que está a unos cuantos kilómetros de la línea del ecuador y que forma parte de la reimaginación de Laura Huertas Millas en Aequador (2012), una distopía en el cual el Amazonas y la gente que se mueve alrededor contemplan los restos de una modernidad destruida y transformada en esqueletos arquitectónicos con formas de platillos voladores y cubos enormes de cemento. La naturaleza apabullante es el escenario perfecto para imaginar la tumba de un modelo que arrasa con todo a su paso y que permite que la contemplación del río sea el único testigo de la distopía que se va construyendo. El mapa sonoro del Amazonas que diseña Huertas, no solo genera un efecto inmersivo, sino también plantea una segunda capa visual, los dos hemisferios condensados en un solo punto, un territorio sin estaciones que trata de conectar al hombre pasado con la naturaleza constante.
La coincidencia existente entre el rodaje de Aequador en plena frontera tripartita y la múltiple nacionalidad de la directora colombiana radicada en Francia es parte del constante cruce de fronteras en la creación de la obra de Huertas, quien llevó esta idea al límite en su primer corto Journey to a land otherwise known (2011), un ejercicio que evoca a la imagen europea de la selva sudamericana y la infinidad de exploradores que intentaron conquistar su esencia, aunque todo esto rodado en un invernadero en Lille. La trasposición artificial de la intensa naturaleza, transforma el viaje en un recorrido onírico en el cual tribus imaginarias van apareciendo en medio del relato de exploradores franceses de épocas coloniales, que transforma la conquista en un viaje atemporal y que parece cruzarse con el azote de la actualidad que son los grupos paramilitares y guerrillas que aún controlan parte del infinito sur colombiano y que se van fusionando con tribus apenas vistas y de la cual solo quedan mascaras como testigo de su existencia.
Las dos primeras experiencias cinematográficas de Huertas están marcadas con su relación con la naturaleza como testigo de la intervención humana en diferentes espacios temporales, una contemplación que evoca una mirada de cientos de años y que define inquietudes donde los humanos son reflejos, más que personas.
El cambio de registro que realiza Huertas con Sol Negro (2016) marca una nueva etapa donde los límites de la ficción son cada vez más difusos, no solo en lo estilístico, sino también en su inquietud por la distintas facetas femeninas y que se consolidarían con La Libertad (2017), probablemente influenciado por su estadía en el Sensor Ethnography Lab de Harvard, donde Huertas ahonda en una mirada más íntima y que desemboca en un relato con tintes autobiográficos. En Sol Negro la directora se incluye a sí misma como actriz en el retrato de su prima, una cantante lírica quien va saliendo de rehabilitación, luego de un intento de suicidio y donde el proceso de ayuda de la familia se manifiesta como forma solidaria de ayuda a la protagonista. La depresión aún presente en la cantante se refleja en los espacios filmados, teatros derrumbados, cuartos oscuros, paisajes nublados y ante todo en la imponente voz de una cantante cuyo rostro que se debate entre la esperanza y el dolor continuo.
Es inevitable pensar que Huertas es una de las directoras colombianas más estimulantes de la actualidad junto con Lina Rodríguez. En un espacio fílmico dominado por la violencia de una larga guerra, Laura Huertas ha sabido retroalimentarse de las distintas miradas sensoriales y experimentales tanto de Francia como de EEUU, para retratar una mirada colectiva e individual de su entorno. Su obra está rodeada de una especie de ecologismo histórico y admiración por la mujer, que le ha llevado a una sólida filmografía que se complementa con su rol como artista visual y ensayista, lo que la convierte en una observadora integral de Colombia y Latinoamérica.