Por Ricardo Adalia Martín
I. Mona Lisa (1973)
«En cuanto la imagen se separa del soporte, de la materia en la que venía inscrita, embebida, su modo de memoria se transtorna y redefine por completo. Su antigua condición de memoria de archivo, repositoria, dependía justamente de su capacidad de absorber las cualidades propias de lo inerte: ella podía ejercer su fuerza conmemorativa, restitutoria, por la condición suficientemente inmutable de la materia a la que estaba indisolublemente apegada. Tan pronto como esa adhesión y su indisulubilidad se alivian, lo que se cumple en la nueva forma de producción técnica, las imágenes dejaran de oficiar como eficaces memorias de consignación: lejos de retener en lo inmóvil el acontecimiento que registran, ellas se hacen eficientes aliadas de su volatilidad, testigos de su pasaje»[i] José Luis Brea define a la perfección la problemática del cambio en el régimen de la imagen dentro el mundo del arte con la aparición del cinematógrafo. Toda la memoria del mundo ya no podía ser ubicada y referenciada a la materialidad ofrecida por la tela del pintor. A partir de ese momento iba a convertirse en transito infinito de todo lo registrado (que ya no representando) para hacer de ella una facultad ejercida de modo intermitente, amontonando infinitamente el pasado sobre el propio pasado.
Toshio Matsumoto tuvo que dejar sus estudios de pintura por las reticencias de sus padres. Se graduó como médico y al mismo tiempo se formó como director, continuó pintando de manera autodidacta, e indagó en la manera que las vanguardias europeas de los años 20 habían tratado la relación entre cine y pintura. Fruto de este complejo campo de intereses que define su camino de aprendizaje, nació su especial preocupación por el fenómeno de este transito reproductivo. En Mona Lisa (1973), encuadrada la famosa pintura de Leonardo para suponer sobre ella toda una serie de capas: bien pueden ser monocromáticas o una imagen en movimiento. Una veces sobre la figura de La Gioconda, otras sobre su fondo. De esta manera establece un curioso juego de disonancias entre los dos elementos que comenzaron a quedar escindidos en la imagen cinematográfica durante la modernidad. La imagen ve profanado el vínculo íntimo que ha heredado de la pintura, y comienza a verse excedida por su propia incapacidad. Pero en la movilidad del soporte encuentra inmediatamente la solución: el ritmo con que aparece la imagen siguiente. Este ritmo es el que ahora ha conseguido construir un nuevo tiempo “cortado” sobre el que se sustenta el trabajo mnemónico de devolver «a cada tiempo-instante la memoria de su pertenencia a la continuidad de un flujo»: un constante advenir de la diferencia sobre “lo mismo”.
II. Atman (1975)
La cámara gira 360º alrededor de un cuerpo con apariencia demoníaca. Sobre su rostro tiene colocada una mascara diabólica. El movimiento es siempre circular, pero ha sido reconstruido a partir de la técnica del stop-motion. Lo que sería el movimiento natural de la cámara ha sido sustituido por el conseguido a partir del ritmo de montaje de esa técnica de animación. Matsumoto equipara los dos movimientos para describir una serie de círculos que acaban topándose con la llamativa máscara que, además, regula todo el espacio visual de esta pieza. No hay interacción, ni relación, ni lamento por un vínculo perdido entre figura y paisaje. Cada tentativa acaba siendo un itinerario alrededor del vacío interior que viene dado por la imposibilidad de contemplar el rostro ausente tras la máscara. Y como ya se sabe gracias a un dicho popular, el rostro es el espejo del alma. (Atman, en su traducción al sánscrito)
Ante la imagen se tiene ya la experiencia de la ausencia, porque las imágenes solo pueden hacer aparecer algo que está ausente, que no está en ellas. Esta contradicción es la que provoca la confusión y la desorientación ante una imagen en el mundo contemporáneo. ¿Quién puede asegurar que existe realmente un rostro tras la mascara del hombre de Atman? ¿Quién puede asegurar que ese hombre tiene realmente un cuerpo de carne y hueso?
III. Funeral Parade of Roses (1969)
El cuerpo no es solamente el lugar de las imágenes producidas gracias a la fuerza de la imaginación. También es su portador a través de la apariencia exterior. La ropa, los disfraces, las pinturas corporales que siguen utilizando algunas comunidades arcaicas, son una mascara que funciona como medio donde el cuerpo consigue transformarse en una imagen. Pero la máscara, la producción de la imagen de un cuerpo, no es una imagen de ese cuerpo, sino que el cuerpo debe soportar y hacerse cargo de esa imagen conformando una unidad medial. Las nuevas olas japonesas, y en extensión las de todos los países que quisieron animar la vida política a través de diferentes manifestaciones artísticas, experimentaron con los cuerpos, colocándoles al límite de su resistencia física. Pero dieron en fracaso y nunca llegaron a sustanciar una revolución porque pasaron por alto que el triunfo del gesto con una intención social no radica en la imagen proyectada, sino en la construcción de figuras de intercambio capaces de tejer toda una serie de vínculos a partir de la unidad medial de cada cuerpo.
Funeral Parade Rose construye su narración alrededor de un club en el que se reúnen varios travestís y transexuales. Como si se tratase del lugar de una epifanía, los cuerpos sufren toda una serie de transformaciones a partir de la experimentación con sexo y las drogas. Dicha trasformación genera un tipo de violencia proyectada contra los padres (la generación anterior) a partir de la inversión del mito de Edipo. En realidad, el ejercicio desplegado por Matsumoto se queda en lo meramente cinematográfico (y ya es mucho, aunque fracasara en sus intenciones sociales) porque pretende introducir una novedad en el presente construyendo una perspectiva histórica: el presente queda rasgado pero no recibe lo más vivo del pasado, sino que intenta modificarlo a partir de una reconfiguración de todo lo que le precede. Una redención de la realidad física con el cuerpo como soporte. Una redención del presente más que la construcción de una perspectiva de futuro.
IV. For The Damaged Right Eye (1968)
Romper con la perspectiva cinematográfica siempre será un gesto político. Heredada de la pintura junto con el fondo y la profundidad, ha servido a lo largo de la historia para orientar el realismo de las imágenes, para otorgarlas un sentido. La destrucción se convierte en una figura política al revelar la falsa ilusión de una relación intima con la realidad que se toma como sustrato representativo. Esta nueva imagen, que podríamos denominar iconoclasta, se convierte así en testigo privilegiado de la imposible reconciliación entre la imagen y aquello que oculta. Alexadre Sokurov es, a día de hoy, el que ha desarrollado el mejor sistema sobre sus ya famosas imágenes anamórficas, con las que ha conseguido conformar una especie de lógica de la sensación que apela a la totalidad de los sentidos del espectador.
Pero ahora estamos en 1968, y el estudio de la imagen no se encuentra todavía tan desarrollado. Toshio Matsumoto, para su tarea, divide la pantalla en dos (En una especie de polivisión) para conformar una contraposición de imágenes que van discurriendo sin orden aparente: algunas veces vemos un signo de la escritura japonesa confrontado con las imágenes de un baile. Otra de ese mismo baile desde dos puntos de vista diferentes. Y así, una danza sin fin sobre la que es imposible construir un punto de vista. Es decir, una perspectiva que las dé sentido. Ahora bien, entre todas esas imágenes aparece la de un hombre con un parche en su ojo derecho. Como clara evocación al título del film, la imagen se convierte inmediatamente en un signo más pero sin significación, que interpela por si mismo; como si quisiera decir que ahora que no vemos bien, que falta algo en nuestra visión, es cuando podemos comenzar a ver. Ese trabajo es, sin duda el de la imaginación.
V. Ectasis (1969)
Un zoom se acerca al rostro de un hombre que le recibe con los brazos abiertos. Después un corte brusco, y la cámara gira, siguiendo la técnica de stop-motion, sobre algunas partes de su rostro. Este es el patrón que se repite modo de bucle a lo largo de todo el metraje. En principio no estaríamos muy lejos de la idea de Atman, sino fuera porque este hombre es una imagen en blanco y negro impresa sobre un trozo de papel y su rostro aparece completamente desnudo. Pese a la desnudez, tampoco podemos llegar a conocer lo que oculta la imagen, a trascenderla, a alcanzar una especie de éxtasis ontológico. Ya se sabe: «hay algo en lo que vemos que no vemos». O, precisando aún más, hay algo en lo que vemos que no vemos que vemos, que no sabemos que vemos.
La inconsciencia también es un modo de saber, porque «ver es un acto cognitvamente mermado, incompleto, que no se realiza suficientemente en sí mismo. No hay un conocimiento cumplido en el solo acto de ver, diríamos, hasta que éste se completa con un trabajo de desciframiento, de lectura, que pondría a la luz lo escondido en su punto ciego, desvelando lo velado y trayendo a la superficie misma de la conciencia aquello que inexorablemente permanecía para ella oculto» Desocultar lo no visto en lo visto como clave para entender lo que movilizan las imágenes, todavía en nuestro tiempo. Nada de revelar lo invisible en lo visible: todo ha sido visibilizado ya conformando una capa de hipervisibilidad que opera a modo de máscara. En ella se produce el juego de lo que se retira y esconde sin ningún que ningún tipo de herramienta pueda otorgarle un orden. ¿Qué hacer entonces para entender una imagen?
[i] Todas las citas de este texto ha sido tomadas de BREA, José Luis, Las tres eras de la imagen. Imagen-Materia, film, e-image, Akal, 2010