Por Mónica Delgado
Hay correspondencias redondas en El Mudo, que ayudan a fortalecer el sentido del humor negro como marca en el universo fílmico de los peruanos Daniel y Diego Vega, y que reflejan aquí una madurez significativa desde lo planteado como estilo en Octubre, ópera prima de estos hermanos cineastas. Incluso la solemnidad en la que se presentan algunos planos de El Mudo, como aquellos que tienen como telón de fondo a un Palacio de Justicia perdido en el tiempo, o desde aquellas tomas de aire melancólico desde la periferia de la capital, están al servicio de la ironía, porque en el entorno incierto y anacrónico que proponen los hermanos Vega para una ciudad como Lima, no se escapa a ese afán de la sátira en clave baja.
En El Mudo, todo está deslucido, a partir de colores marrones, tenues, de turquesas o azules que apenas se perciben en corbatas o trajes de noche, ahondando en una idea más de espacios envejecidos y fuera de cualquier moda, al servicio del temperamento apático del protagonista, un Fernando Bacilio que encarna a un juez como pocos, o como aquellos que casi ni existen, o que aparecen en algún lugar de la memoria colectiva de hechos insólitos: surge intachable, decidido, terco, con un modo de ser coherente y demasiado honesto, luciendo una frialdad que determina su autoridad en un entorno de corruptos que se zurran en la ley, que grita y acusa en nombre de una idea infranqueable de justicia de polaridades, donde se va a la cárcel con la pena máxima o no se va. Pero a los pocos minutos ya no es el mismo, puesto que un accidente/crimen lo lleva a convertirse en un ser opacado, tan descolorido como los espacios sofocantes de su casa o de su oficina repleta de archivos apilados por décadas, que queda mudo y con sed de venganza. Así, desde los primeros instantes del filme, los hermanos Vega proponen a Constantino Zegarra como un anti héroe (y aquí surge el apego hacia los personajes fantasmagóricos de Aki Kaurismaki), por su dogmatismo y por su ahondado sentido de la justicia que lo convierten en una rara avis, y nada digno de ejemplo, ya que no existe una visión aleccionadora, sino indicios que van a ir desenrollando una historia de correspondencias, y que tienen que ver con las motivaciones del personaje. Zegarra padece de un afán obsesivo que solo queda trastocado por la circunstancias, si antes del accidente su visión de la justicia a ciegas queda casi como una patología, tras el incidente, este deseo de la perfección o del control queda dado en trueque a esa fijación por resolver su propio caso, de encontrar a ese atacante anónimo, cual investigador, pero para satisfacer esa misma necesidad de control que gozaba cuando era juez.
Esta madurez de los Vega se percibe en el uso de la elipsis que no se usa como un mecanismo de la trampa, sino mas bien como una vía para evitar un efecto innecesario en la historia. En el fondo no importa desde dónde vino el balazo, cómo reventó la bala en la luna del auto, o cómo es esa primera reacción de Zegarra ante este incidente (la cámara se ubica detrás del personaje), ya que los cineastas quieren el retrato de esa consecuencia en alguien con el perfil intimidante, de aquel que siempre ha hecho las cosas a su manera (como aquel momento en que Zegarra patea y rompe la puerta, al mismo estilo de los seres a quienes condena y aborrece, los de vida delictiva).
Otro gran punto a favor en El Mudo es el uso de la música, tanto incidental como diegética, porque no enfatiza esta idea de ser soporte ante la mudez, sino mas bien que está dentro de la ficción para hacer énfasis en lo cómico. Esta intención del ritmo y estilo de la música (usualmente trompetas algo festivas o como de “circo”) va creciendo conforme avanza el metraje, puesto que si al inicio es redundante, luego aparece una intención de “aterrizar” esta música que oímos, como para acentuar los problemas del personaje, hasta llegar a la secuencia final de la fiesta, que se escucha desde una banda que toca en vivo.
El cuadro de la madre fallecida, la estatuilla dada por una mujer desesperada, la insignia con cinta blanca que debe llevar por norma, detalles que van a ir contribuyendo a materializar esa sorna del destino, como motivos de ese sino mordaz que implica vivir dentro de un entorno de doble discurso, donde todo recuerda al camino correcto pero al cual es imposible seguir con fidelidad. Por ejemplo, el padre de Zegarra, otro juez respetado pero por razones distintas, se vuelve la encarnación de aquello a lo que hay que atacar (facilismo, mañas de abogado, argollas), pero que tiene un impedimento, un escudo sentimental por ser parte del corazón de lo familiar y filial. Por eso la ambivalencia de la figura materna, una jueza también, quizás intachable como intenta ser Zegarra, y que propicia un sueño del “deber ser” (y que el abogado asume con la devoción hacia una santa), y que asoma como recuerdo de la perseverancia. Y a partir de estas dos representaciones de lo paterno y filial, de sus valores imaginados, es que los hermanos Vega construyen esta herencia sentimental hacia la profesión que padece Zegarra, ya que como se muestra en la secuencia final, se vuelve un baile macabro, símbolo real de esa relación que el protagonista ha establecido con su papel de abogado, más que como padre y esposo.
Director: Daniel Vega y Diego Vega
Año: 2013
País: Perú, México, Francia
Duración: 90 min
Guionista: Daniel Vega, Diego Vega
Director de fotografía: Fergan Chávez-Ferrer
Editor: Gianfranco Annichini
Compositor: Óscar Camacho, Eduardo Rodríguez Dávila
Actores: Fernando Bacilio, Lidia Rodríguez, Norka Ramírez, Ernesto Ráez, Augusto Varillas
Producción: Maretazo Cine
Coproducción: Nodream Cinema, Urban Factory