Por Iván Ramirez Zapata
En muchos sentidos, migrar es una condición para el desarrollo: nuevas experiencias y mejores oportunidades nos esperan en otras ciudades. Y, sin embargo, no todos los que se mueven parecen ir hacia adelante. Viajar sin documentos, pasar inadvertidos una línea de frontera, recorrer cientos de kilómetros sin comer ni dormir lo suficiente, son situaciones que millones de personas viven todos los días sin la certeza de que al final del camino haya un lugar que les acoja.
Esta forma precaria de movilización es una de las experiencias características del mundo contemporáneo. La escala masiva que esta realidad ha alcanzado en el presente siglo no solo viene transformando los discursos políticos y académicos sobre soberanía nacional y ciudadanía, sino que obliga a revisar nuestra relación con la diversidad de personas a las que llamamos “migrantes” o “refugiados”. Esta última designa a quienes salen de su país de manera forzosa, huyendo principalmente de la guerra o la persecución.
Los distintos conflictos bélicos que se han sucedido desde 2001 (la campaña militar estadounidense en Irak, el conflicto interno sirio, las continuas guerras civiles en África y la guerra contra el Estado Islámico, por mencionar los casos más saltantes) han producido un contingente enorme e inmanejable de refugiados, solicitantes de asilo, desplazados internos y migrantes en condición de vulnerabilidad, cuya cifra global en el año 2015 bordeaba los 60 millones según Naciones Unidas.
Si bien la mayor parte de quienes se desplazan en este contexto lo hacen dentro de su propio país o se dirigen hacia un país vecino dentro del mismo continente, el flujo de quienes se dirigen a Europa es el aspecto que ha recibido la mayor cantidad de comentarios y análisis. Se calcula que más de un millón de personas habrían entrado al Viejo Continente en el 2015, en lo que constituiría la crisis humanitaria más grave que afronta Europa desde la Segunda Guerra Mundial.
Y si los números nos ayudan a dimensionar esta realidad, la producción cultural en general, y el cine en particular, nos ayuda a imaginarla. ¿Cómo es la vida del refugiado? ¿Qué vínculos deja atrás? ¿A dónde quiere llegar y para qué? ¿Qué arriesga? ¿Qué es lo que pierde en el camino? En este artículo voy a comentar tres documentales estrenados en años recientes a propósito de este tema, y que se aproximan a estas preguntas. El primero de ellos, Maskoon (Siria, 2014), de la directora Liwaa Yazji, reflexiona sobre las relaciones que guardan una serie de refugiados sirios con los lugares que han tenido que abandonar a causa de la guerra: ¿qué es el hogar y qué sienten quienes se han visto obligados a dejarlo atrás? El segundo, Logbook Serbistán (2015), de Želimir Žilnik, es un documental que sigue historias de migrantes/refugiados africanos y del Medio Oriente que quieren llegar a algún país de Europa Occidental y están temporalmente radicando en Serbia; aquí, se conocen entre ellos, buscan laburo, lidian con los controles documentarios y contactan gente que los ayude a cruzar fronteras. Finalmente, Lampedusa in Winter (2015), de Jakob Brossmann, examina las dificultades que experimentan los refugiados que han llegado a la isla de Lampedusa –territorio ubicado en el Mar Mediterráneo, políticamente dependiente de Italia y puerta de entrada a Europa- y lo problemático que ello resulta para los residentes de locales, que ven en la llegada de estos miles de foráneos la agudización de sus problemas cotidianos[1].
En términos esquemáticos, cada película retrata etapas distintas de la experiencia de la migración forzada: Maskoon da cuenta de las circunstancias que hacen huir a la gente y de las emociones involucradas en ello; Logbook Serbistán muestra los avatares del camino y, sobre todo, la vulnerabilidad de quien viaja desprotegido; Lampedusa in Winter, más bien, nos habla de cómo el territorio receptor reacciona ante el arribo de las masas migrantes. La incertidumbre aparece como un elemento transversal de las tres películas: no sabemos si los protagonistas sobrevivirán a su siguiente viaje, si lograrán cruzar la frontera o si llegarán a un lugar de destino fijo. Si las cifras y los indicadores nos revelan una crisis humanitaria, estos documentales dan cuenta de una derrota cultural.
“En mi vida ha habido varias ocasiones… siempre me encuentro empezando otra vez desde cero. Avanzo y luego tengo que empezar otra vez desde cero, incluso en mi vida profesional. Siempre tengo la sensación de que estoy empezando otra vez desde la nada”[2], dice uno de los nueve personajes a cuya vida nos acerca Maskoon, un hombre a punto de salir de donde está. Sus múltiples reinicios no solo son físicos o materiales (una nueva ciudad y una nueva casa), sino también sociales: “ya no puedo vivir más en Damasco, no puedo, no socialmente porque todos mis amigos se han ido”. Y también familiares: no le dirá nada a su madre sobre la casa destruida; para ella, su vida y la vida de los suyos está allí: ¿cómo decirle “que el aire acondicionado, aquel por el que ella fastidió a mi padre durante todo un año para que lo consiga, ya no está”? La vida de este hombre está marcado por una constante reconstrucción, quizás con la esperanza de encontrar alguna certidumbre en su próxima parada: empaca y desempaca varias veces para tener bien ordenadas las cosas que cargue consigo.
La fragilidad de los vínculos sociales en procesos de movilización a la deriva es también materia de Logbook Serbistán, aunque de forma menos explícita. Aquí, el campo de refugiados se constituye en comunidad. Sus habitantes siguen las mismas reglas, comparten sus historias, duermen juntos y hasta hacen un equipo de fútbol. La escena en la que están conformando el equipo de fútbol del campo es representativa de esto: “Acá no tenemos que este es de Somalia, este es de Eritrea, Sudán, estamos juntos, ¿okey? Tenemos que jugar en nombre del campo. Tenemos que jugar bien. ¡Por todos nosotros!”, dice uno de ellos. Cada uno, sin embargo, debe seguir el propio plan que se ha trazado y seguir viajando. Hacia el final de Logbook Serbistán una pareja de amigos africanos -a los que vemos en distintas situaciones a lo largo de todo el film- se separa porque uno de ellos no está seguro de que sea buena idea arriesgarse a seguir viajando ilegalmente: “quizás intentaré de nuevo y nos veremos nuevamente en Europa”. En la escena que precede a esta despedida, ambos amigos están junto a otros refugiados en una casa solitaria siendo testigos de la infección a los pies que aqueja a uno de los presentes y que le imposibilita continuar. La circunstancia es grave: el hombre no puede moverse, no hay más ayuda médica cerca que un tubo de crema y la casa en la que están no parece el mejor lugar para pasar la noche. Aunque no se puede establecer una conexión causal entre ambas escenas, el hecho de que una preceda a la otra sugiere que la inseguridad a la que el cuerpo está sometido es lo que finalmente rompe la posibilidad de continuar un viaje en compañía.
En efecto, la situación objetiva de desprotección y la conciencia de ello es uno motivo que atraviesa los tres filmes. En Maskoon los protagonistas se encuentran en zona de guerra. Sus hogares tienen los vidrios rotos sus bienes destruidos a causa de las remecidas provocadas por bombas y explosiones. Las casas de los barrios en los que viven están abandonas y la infraestructura derruida, mientras las esquinas son centros de acopio de objetos robados. Dos de los nueve protagonistas del documental son una pareja de esposos cuyas imágenes nos llegan a través de Skype; a diferencia del resto de personajes, la directora no ha podido estar cara a cara con ellos. Están en una zona de bombardeos y fuego cruzado; Rufaida, la esposa, siente que fungen de “escudos humanos”.
En Logbook Serbistán la desprotección viene dada por la condición de ilegal. Quienes aparecen en la película carecen de documentos o han pasado por un proceso tortuoso para obtenerlos. Y aún con ello, su libertad de movimiento es restringida. Serbia, además, no ofrece muchas opciones: la idea de que “hay trabajo pero no te pagan” se repite varias veces, por lo que seguir movilizándose se presenta como la única opción. Una decisión, además, que ya han tomado antes; muchos han estado en Hungría, Grecia, Macedonia, etc., traspasando fronteras entre balas y perseguidos por la policía.
En Lampedusa in Winter, el tema de la desprotección se posa no sobre la imagen del refugiado, sino sobre la isla misma. Es un territorio pequeño de 3 km de ancho y 11 km de largo, en donde apenas viven 5 mil habitantes y que se ha convertido en una zona de recepción de refugiados ante el endurecimiento de la vigilancia de otros países de Europa. En el documental, Lampedusa aparece apremiada, por un lado, por la presencia de migrantes que demandan la atención de autoridades y la movilización de esfuerzos, y por el otro, por la ausencia de ayuda externa y de mecanismos que ayude a trasladar a los refugiados a otras zonas. Aquí, la figura de la alcaldesa es fundamental. Ella debe lidiar con la huelga de pescadores –el sector económicamente más débil de la isla- que reclaman por la avería del barco que transporta pescado, a la par que se encuentra buscando soluciones para sacar a los refugiados de la isla. De un lado, un pescador reclama públicamente “¿por qué no pueden hacer por nosotros lo que han hecho por los migrantes?”, del otro, los refugiados protestan frente a la Iglesia y exigen el cumplimiento de sus derechos.
En los tres documentales hay dilemas éticos y morales en juego, pero es en este último en el cual este se hace más palpable. La alcaldesa es consciente de que su situación es crítica pero que no puede deshacerse de su responsabilidad: “quisiera que recuerden Lampedusa como la isla que les salvó, no como la que les causó dolor”, les dice a los migrantes. Por su parte, Paola, otra activista y figura clave del documental, oscila entre la insistencia para dar a los refugiados el mejor trato posible y la impotencia: “quienes vivimos acá en Lampedusa no tenemos ninguna posibilidad de ayudarles, solo podemos gritar y hablar e ir donde los periodistas”.
Además, cada documental contiene elementos singulares. Un aspecto interesante de Maskoon es que presta atención a lo particularmente difícil que resulta todo esto para la generación mayor: los padres de los protagonistas. “Es como una interminable pesadilla recurrente. De la casa en Jaffa a la casa en Jerusalén, de la casa de Jerusalén a la casa en Amman, de la casa Amman a la casa en Beirut, de la casa en Beirut a la casa en Damasco, de la casa en Damasco a la casa en Kuwait, de la casa en Kuwait a la casa en Damasco otra vez, de la casa en Damasco a la casa en Beirut en este momento. Nunca quisieron abandonar las casas en las que estaba siempre. Siempre desearon que la casa en la que vivían sea la última”. Lo efímero de la estadía aparece como una circunstancia que desvirtúa las expectativas de permanencia y estabilidad. Reconstruirse es siempre más difícil para aquellos cuya vida ha sido forjada a lo largo de más años y aceptar el cambio es más costoso. Otro personaje lo dice de forma aún más contundente en relación a la casa de su padre: “toda la estabilidad que se construyó a lo largo de sesenta años se ha esfumado”. La nostalgia de los padres es, así, una carga para los hijos.
En Logbook Serbistán, los amigos africanos aparecen reflexionando sobre el vínculo de su experiencia con la historia del orden mundial. “Antes, nuestros padres, venían a Europa, a América, a trabajar como esclavos. Pero ahora nosotros nos estamos moviendo con nuestro propio dinero para comprar visas y trabajar como esclavos otra vez. No lo entiendo”. A su manera, Logbook … se pregunta por la responsabilidad de la comunidad internacional en los procesos de migración forzada: si las guerras involucran la participación política, comercial y bélica de varios países, ¿qué papel les corresponde jugar a estos respecto de las consecuencias de la guerra?
En Lampedusa…, más bien, el énfasis está puesto en la deuda moral que los testigos y receptores de refugiados tienen. No solo Paola y la alcaldesa son ejemplo de esto. En el documental encontramos también a un artista que recoge y expone objetos y cartas que encuentra en los botes de refugiados que encallan en la isla, pero que se resiste a exponerlos hasta saber a quiénes le pertenecían y dónde están. Así, se traza un protocolo marcado por necesaria contextualización de los objetos y la asociación con sus dueños. Si las pertenencias son parte de la identidad personal, despojarlas de ella supondría representar la migración forzada como un problema estadísticas más que como una tragedia personal. La misma Paola, más adelante, cuestiona que los periodistas vayan donde ella cada vez que ocurre una tragedia o mueren refugiados en el mar y no donde los sobrevivientes y sus familiares.
Dos elementos aparecen como cuestión de fondo: una libertad degradada y una identidad que se diluye. No obstante el apego a ella, la casa como prisión es una metáfora que recorre Maskoon, y no solo por la presencia de la pareja ya mencionada, que vive al interior de una zona marcada por un constante toque de queda. En otros, el miedo a desprenderse de sus objetos y pertenencias se convierte en una sensación palpable: “cómo se sentiría si alguien viene y toma mi casa, no puedo imaginar una situación peor”. El desplazamiento semántico que hace de la casa una prisión se torna aún más visible cuando conocemos a una familia en Líbano que habita lo que antes era una cárcel para sirios. Por su parte, la imagen que Logbook Serbistán transmite, más bien, es la de un mundo en la cual los desheredados son siempre los mismos y vienen siempre de una misma parte del mundo (África, Medio Oriente); su situación, además, es contradictoria: se quejan del maltrato que reciben en Europa a la par que reconocen que aquí tienen más seguridad que en sus propios países, “si te matan habrá una investigación”.
Si acaso la libertad está en algún lado, alguna fuerza anónima, bélica o burocrática, no permite encontrarla. En Lampedusa… no tenemos un acercamiento tan cercano a los refugiados. Los protagonistas son los habitantes de la isla, aquellos que intentan hacer de la estadía de los refugiados una experiencia lo menos indigna posible. Mientras que en los dos documentales anteriores nos acercamos a la identidad de los refugiados a través de sus nombres, rostros e historias, la aproximación de Lampedusa in Winter se hace a través de los pocos habitantes preocupados en la historia de estas personas, y que aparecen recogiendo sus objetos, arreglando sus tumbas, y llevándoles comida. Si en Maskoon y Logbook… el anonimato y uniformidad característicos de masas humanas se rompe mediante el acercamiento a la vida de algunos refugiados, Lampedusa… muestra el esfuerzo que unos pocos testigos y observadores del fenómeno hacen para que dicho anonimato no devenga en deshumanización. Que quienes participen de estos intentos sean los menos parece constituir un reclamo que, si bien no niega que muchos problemas asociados al refugio escapan a la posibilidad de la isla, afirman que hay una serie de tratos mínimos cuya realización es posible pero que no se están ejecutando.
Lo más sobrecogedor, sin embargo, resulta constatar que los refugiados que son objeto de estos filmes son, en algún sentido, personas con suerte. Sobrevivientes. No sabemos siempre si han huido de la guerra y la persecución o del hambre y la pobreza. La distinción es importante desde el punto de vista legal: en el primer caso se es refugiado, en el segundo, migrante tradicional. Desde el punto de vista de la experiencia, la distinción no importa mucho: los problemas y complicaciones que se viven durante el viaje son los mismos. Estamos acostumbrados a hablar de “pérdidas irreparables” en referencia a la muerte. Y, sin embargo, estos documentales nos enfrentan a gente que, habiendo perdido amistades, casa, trabajo y amparo, han conservado la vida. Es cierto, todo ello es restituible, pero la degradación de la libertad y la pérdida de referentes identitarios constituyen dimensiones disruptoras y caóticas cuyos efectos son insondables y difíciles de dimensionar objetivamente. Perderlo todo y, en el proceso, sobrevivir, una lucha sin garantías y una constante sensación de fracaso. Su mayor tragedia, sin embargo, es otra: la imposibilidad de traducir esa experiencia en información concreta, en cifras duras o en un lenguaje compartido. Paradójicamente, al haber salvado la vida, su historia parece más una gesta y menos un drama.
Notas
[1] Los tres filmes se presentaron este año en el marco del VII Festival de Cine de Europa Central y Oriental – Al Este de Lima. En los tres casos se realizaron mesas de diálogo posteriores a la proyección de los filmes en donde el autor de estas líneas participó como comentarista.
[2] Los tres documentales están subtitulados al inglés. Todas las citas traducidas del inglés al español han sido hechas por el autor.