
Por Jose Luis Salazar Gallardo
Estrenada en Visions du Réel y presentada en México durante la más reciente edición de Transmutación Festival de Cine Contemporáneo (antiguamente conocido como Black Canvas), Yrupé, ópera prima de Candela Sotos, es un emotivo documental que rescata la memoria y la obra del cineasta y científico Guillermo Zúñiga, tío abuelo de la directora. Silenciado por razones políticas, Zúñiga fue borrado de la historia del cine y la fotografía española, pese a haber dejado una obra de enorme valor, hoy casi inaccesible.
En 2015, Sotos comienza a rastrear las huellas de su tío abuelo, pionero del cine científico en España y fotógrafo con un vasto archivo documental de la Guerra Civil. Sin embargo, en su pesquisa por la película perdida de 1954, La flor de irupé, la directora no solo recupera su obra, sino que repite sus gestos.
El documental comienza con una pecera adaptada térmicamente para la plantación de la flor de irupé, marcando así el punto de partida de su ópera prima; un trabajo de cine científico e histórico que indaga en la labor de Zúñiga, pero también lo prolonga, adoptando sus métodos y su mirada.
Para la filmación de su película perdida, Zúñiga escribió una carta a Augusto Soulz en la que explicaba el motivo del viaje: realizar un documental científico en colaboración con el Jardín Botánico de Buenos Aires, acompañado por su esposa, a su vez compañera y asistente, a bordo de una canoa, el mismo medio de transporte que usaban los guaraníes.
El filme se convierte en una excusa perfecta, tanto entonces como ahora. Sotos confiesa que obtuvo permiso para acceder al archivo de Zúñiga justificando que su investigación se centraría en la flor de irupé, no en cuestiones políticas. En el metraje aparecen fragmentos de obras como Las abejas (1951), Guerra en el naranjal (1971) o Un pequeño colonizador verde (1968), entre muchas otras, así como de su extenso acervo fotográfico sobre la Guerra Civil. En medio de ese material, la directora interrumpe el flujo de imágenes para consultar legalmente si puede tener traerle problemas incluir esos fragmentos que no le fueron cedidos con tal propósito.
En sus imágenes, una España congelada en el tiempo: niños entre los escombros de pueblos destruidos, soldados cargando camiones, mujeres con sus hijos en brazos, movilizaciones populares, camilleros, enfermos postrados, propaganda en las calles. Todo se mezcla con insectos, naturaleza y fotografía botánica. En la incorporación de estas imágenes hay una convicción idéntica a la de su tío abuelo: ante la barbarie, antes que combatir con las armas, Zúñiga levantó la cámara y decidió no ser cómplice de la injusticia. Sotos honra esa misma lucha, que se convierte en el eje moral de su documental. Como Zúñiga, quien mantenía un diario y una abundante correspondencia, la directora crea sus propios registros, guiados por el crecimiento de la flor de irupé y por los hallazgos que surgen de su inmersión en los archivos.
A lo largo de los 160 días que la película registra, presentados como una suerte de capitulación temporal mediante subtítulos, vemos crecer la planta al mismo tiempo que descubrimos la figura de un personaje singular en la historia del cine y de la España del siglo XX. Refugiado tras el ascenso franquista, Zúñiga pasó por las playas de Argelès-sur-Mer, en el sur de Francia, y más tarde se exilió en Buenos Aires, hasta su regreso a España en 1957. El documental aborda también un tema apenas explorado, el del nombre y la identidad. Durante años, Zúñiga ocultó su apellido para evadir la persecución de la dictadura. A veces firmaba como G. Fernández, otras como G. Fernández López, o simplemente como Guillermo López. La correspondencia conservada en los archivos revela este periodo de clandestinidad.
Su hija, Teresa Fernández, lo recordaba en un homenaje de la Filmoteca Española en 2009 (recogido en una nota de El País) con estas palabras: “Hablaba muy poco, despacito, siempre con un punto de ironía; no era un gran conversador, salvo cuando se trataba de cine, y sobre todo de cine científico”. En el documental, su sobrina Alicia Zúñiga lo describe de modo similar: “Un hombre apocado, callado, pero seguro de sí mismo… Tenía las cosas claras respecto a lo que quería hacer”.
La convicción política también es fílmica. Probablemente los momentos más emotivos del documental son aquellos pasajes atemporales en los que sus palabras reflejan la aventura que es hacer cine, y cómo decidió convertirlo en su vida.
Mientras Las abejas de Zúñiga ocupa la pantalla, Sotos lee una carta en la que él relata cómo, para llevarla a cabo, dedicaba los fines de semana, fuera de su trabajo habitual como ayudante de producción en Buenos Aires, a observar y filmar los siete paneles artificiales de abejas que había construido alrededor de su hogar. La lectura concluye con una declaración que condensa toda su ética: “Es una película educativa que no tenía explotación comercial, pero estos documentales cortos, artísticos y científicos son lo que más me gusta hacer. Quiero seguir filmando sobre temas autóctonos, humanos y más ligados a estos países.”
Hasta las palabras de su padre, quien lo regaña y sentencia con un lema que se siente generacional y, sin embargo, permanente para cualquiera cuya vida se haya volcado al cine, sea Zúñiga, Sotos o incluso la mía, o buena parte de su audiencia, que con pasión se entrega a esta labor desde su propia trinchera, resuenan con fuerza: “No comprendo cómo puedes estar solo supeditado al cine. No se puede hacer nada más. No tienes tú capacidad para ganar dinero en otra cosa.”
Sotos, como heredera fílmica, transmite esa misma pasión regresando a donde todo comenzó. Desde el Jardín Botánico Carlos Thays, en Buenos Aires, concluye su viaje filmando la flor de irupé ya florecida, en los mismos jardines a los que su tío abuelo llegó alguna vez con la ilusión de filmarla, y a los que regresaría años después con la esperanza de salvarse.
El cierre se vuelve especialmente conmovedor porque Sotos concede un último milagro, ya no uno de la naturaleza, sino de la imagen en pantalla, del cine mismo. Una copia en 16 mm de la película perdida La flor de irupé fue hallada en el archivo del Museo del Cine de Buenos Aires y digitalizada en 2021. En el final del documental, setenta años después, podemos verla por fin. Somos testigos del romance de una india que sueña con ascender al cielo, para dormir en los brazos de la luna.
En una de las primeras cartas recuperadas por Sotos, Zúñiga escribe: “El sentir la emoción y las reacciones que producían las proyecciones de películas documentales en aquellos espectadores que veían cine por primera vez me ha marcado para siempre. Me parecía que, dominando la técnica cinematográfica y teniendo una formación científica aceptada, tenía la obligación social de hacer ese tipo de cine de educación o de divulgación científica que tan útil podría ser para incrementar la cultura de nuestro pueblo”.
Zúñiga veía como un deber social enseñarnos a soñar con la luna y las estrellas, a mirar las plantas que crecen en el suelo y escuchar las abejas e insectos. Sotos, en cambio, parece entender que su misión es otorgarle la inmortalidad a su tío abuelo, para que ahora podamos recuperar esa mirada, esos anhelos.
Sin embargo, su aporte es aún más trascendental; La flor de irupé, tanto la película redescubierta como la planta misma, sobreviven a Zúñiga, existen más allá de la pantalla. En ellas, la memoria florece de nuevo. Quizá lo único que me gustaría preguntarle a Sotos, y seguramente lo haré algún día, es cómo reacciona al ver a su público asistir, sin saberlo, al milagro de una resurrección, el de un cuerpo fílmico que, tras setenta años bajo tierra, vuelve gracias a ella, a cobrar vida.
Yrupé
Dirección: Candela Sotos
Fotografía: Candela Sotos
Música: Mercedes Dansey, Tomás Fernández Bonilla
Montaje: Juan Carrano, Caterina Monzani
Sonido: Dídio Pestana, Cora Delgado, Candela Sotos, Mercedes Dansey, Raúl Díaz
Producción: Catarina Boieiro
Reparto: Alicia Fernández-Zúñiga, Ramón Morales, Mariano Gómez, Rogelio Sánchez
España, 79 minutos