Por David Phelps
Traducción: José Sarmiento Hinojosa*
UNO
En La Paloma Blanca, el debut de 1960 de Frantisek Vlácil, la cámara flota hacia los niños y enanos errantes, enganchada contra el correr del mar y el cielo, y la acción es puesta en escena mediante las ventanas de interiores discretos. Así es como, un film consumado de los años sesenta, maneja como tópico un ensueño cliché: contornos negros de caras y cuerpos envueltos en variaciones de blanco, con gotas de lluvia y niebla “atmosférica”; un espacio y un tiempo suspendido donde los personajes emergen tanto en los auspicios de la cámara flotante como en un mundo flotante, donde las únicas cosas que existen son aquellas que son vistas. La película va más allá que L’Avventura en algunas formas -un corte temprano, a través de la mitad de Europa, desde una villa costera a otra, sin relación, y nos sugiere que el tiempo mismo está fuera de su eje sin alguna relación casual en el lugar -solo para trabajar un mecanismo más tradicional, una concatenación de planos que revelan un sistema casual vasto entre puntos en un supuesto mundo plano. Un artista le da una paloma perdida a un niño con discapacidad ante la presencia amenazante de un gato llamado Satán, que gobierna desde las cumbres de los ascensores, sin embargo, pasajes de vidas pasadas, esperanzas cortadas y semillas de venganza, son intercaladas durante el rodaje, como si se sucedieran desde la niebla de la primera acción.
La pregunta de por qué Vlácil decidió hacer esta sencilla historia algo confusa no mella la curiosidad de ver cada toma como una pieza del rompecabezas puesta paralelamente sobre otra, o quizá, mostrar una serie de piezas de rompecabezas donde la acción fuera de las ventanas es un cuadro narrativo paralelo a la acción interior. La Paloma Blanca rápidamente pierde relación con cualquier tipo de cine irresoluto de los años 60, donde los personajes pueden habitar algún paisaje interior dentro del encuadre, pues se vuelve algo más cercano al ballet -Michael Powell, Busby Berkeley, Tex Avery- ya que los personajes son peones tan exteriorizados de la composición y música que la acción es solo un modo del encuadre y el montaje. A diferencia de Powell, Berkeley y Avery, sin embargo, los vectores y ritmo de la música visual de Vlácil no existen solo para defenderse por sí mismos como los motores primarios de la narrativa. En cambio, se convierten en los expedientes de un lenguaje nuevo y ornamental que nombra a los personajes como símbolos de inocencia, maldad y redención: para ser funciones del vaivén de la música, los personajes deben estar desnudos de todas sus funciones internas, y ser vistos solo contra lo borroso de la lluvia en los lentes.
La Paloma Blanca se asemeja a una banda de Moebius “esférica”: sus marcos, plano a plano y dentro de sí, colapsan consigo mismos en el espacio y tiempo aplanado del filme- cada escena es un plano, mientras que la vida fuera de las ventanas juega como la extensión de las figuras dentro de las paredes. Los paralelos impecables nunca se corresponden el uno al otro, los encuadres de Vlácil, dentro y durante las tomas, están conectados solo por las maniobras narrativas del film, como si la historia operara de tal forma que prueba que las tomas muestran relaciones espaciales y la edición, relaciones casuales. Una corazonada se asienta al final: Vlácil quería básicamente manchar sus cuadros con formas súbitas fuera de la luz para dar un efecto bello, una abstracción a lo Cartier-Bresson, y de esta forma, filmar un cuento de hadas sentimental y moderno resultó el pretexto perfecto.
DOS
El forcejeo moral de Vlácil parece ser la respuesta a sí mismo durante sus filmes. Los hombres son bestias, el mundo un infierno, y la inocencia puede existir solo como un símbolo, paloma o niño, desconectada de una realidad brutal y moral aparte en una conjetura celestial. Convenientemente para una alegoría, el punto opera como pretexto, subtexto y texto de las películas de Vlácil. Pero en sus tres obras medievales de pasión – The Devil’s Trap, Marketa Lazarová, y Valley of the Bees– Vlácil encuentra un mundo cuyos ciudadanos operan históricamente mediante las mismas creencias, donde las represiones de las órdenes familiares son tan violentas como el desorden de la respuesta.
The Devil’s Trap (1962), paneando y cortando entre escenas, forja una nueva relación con el mundo fílmico, algo distinto a las pruebas morales de La Paloma Blanca. La cámara, ahora habitando el mundo, se vuelve un espectador reemplazado por el caos, pero solo aparentemente: la acción externa está aún coreografiada por un ojo cósmico, mediante el cual vemos sus abstracciones al estilo Berkeley solo ocasionalmente. Marketa Lazarová (1967) va más allá en su falso empirismo, con su Cinemascope de cámara en mano, un soundtrack montado de cánticos, rezos y gruñidos y un montaje que ignora cualquier relación plano en plano de tiempo y espacio. La película es visceral en sí misma, con su canvas nevado donde los humanos y los lobos se mueven sin dejar rastro, y sin coordenada alguna para conectar cada momento con el otro.
Pero un amigo que ha visto la película cuatro o cinco veces, se maravilla por el trabajo de red enterrada: la audiencia solo ubica la posición de la casa principal al final de tres horas cuando nos enteramos de que está solo en el otro lado de la colina en la batalla final. Y solo entonces las relaciones incestuosas entre los personajes han sido reveladas. Vlácil se tomó cinco años para desarrollar la geografía de su mito, y su técnica es tan inversa que la red solo puede ser sugerida por algunos nodos, puntos de referencia que apuntan hacia un mundo más tradicionalmente determinante de lo que las superficies de forma libre de Vlácil implican. Es solo una extensión de La paloma Blanca: las subtramas entrelazadas y espacios que le toman a un film conectar; el mundo que parece colgar fuera de la gravedad y tiempo solo porque el director lo filmó del modo más abstracto posible sin líneas de perspectiva a la vista. El juego es encontrar estos nodos en un mundo predeterminado.
Aun así, en The Valley of the Bees (1967), una frontalidad firme y una narrativa apretada de un monje que rompe rangos se mueve solo por un par de locaciones y dentro de una década, y quizá por primera vez parece que estas cosas están fuera del control del director. Siguiendo las órdenes naturales del tiempo (cronología) y espacio (arquitectura), estos principios clásicos finalmente se vuelven las reglas claras del juego en vez de la carnada del juego de Vlácil. Los personajes, incluyendo perros, crecen durante las escenas, y Vlácil les permite una rutina eterna en el borde: las comidas y cánticos del monje.
UNO DOS TRES CUATRO
Desde Adelheid (1969) hacia adelante, Vlácil, bajo los ojos de la censura, filma fábulas modernas como si se subordinada al guión de estas historias donde no pasa demasiado: usualmente al borde de un pueblo, cerca de un bosque oscuro lleno de minas, un paria o dos caminan por ahí, contemplando su posición a los pueblerinos hasta que ocurre la inevitable confrontación. Uno se pregunta qué es lo que hace el estilo de Vlácil en estos westerns modernos, alegorías de cacerías de brujas anti-comunistas, tan diferente al de Anthony Mann o Robert Aldrich, ya que las imágenes y la historia se balancean como accesorios de las mismas. Smoke on the Potato Fields (1977) funciona como si el panel cómico de La Paloma Blanca hubiese sido contextualizado con un mundo más familiar de socialismo barato e institucional: la niebla está ahora marcada por mini vans con stickers de la cruz roja, y las ventanas no reflejan siluetas, sino mujeres con blusas a cuadros y delantales. Los autos de Vlácil se han convertido en el elemento principal para excusar sus abstracciones: el parabrisas opera como una pantalla plana, manchada con lluvia frente al paisaje. Mientras mira a través del mismo, Vlácil se da a sí mismo un dispositivo lógico para su estrategia de conjugar planos fijos aplanados con súbitos planos travelling hacia un horizonte eternamente en retroceso.
El efecto es un tipo sensible de lindeza. Los cortes al cielo de The Little Shepherd Boy, que parecen engrandecer la imagen afuera de las ventanas de las casas para apoderarse de la pantalla, funcionan como un tipo de corte de párrafo. Y existen tomas durante todos estos filmes tardíos, particularmente de noche- y particularmente en Shades of Fern -donde Vlácil casi recrea un efecto de profundidad en escena no mediante líneas de perspectiva, sino más bien dejando un punto central de luz irradiar a través de la pantalla para poder registrar los objetos de la escena en un bisel de brillos fluctuantes: tal como en La Paloma Blanca, Vlácil consigue una profundidad a lo Vermeer mediante lo plano, donde los elementos pueden ser comparados paralelamente el uno con el otro solo como ecos de luz, pálidos en algunos lugares y más fuertes en otros. Pero no tanto así, pues existe siempre un espacio preestablecido que coordina los movimientos de los personajes hacia los demás, a pesar de que las interacciones son raras y es la única forma naciente de violencia-una guerra en un pueblo que puede detonar una bomba, que puede detonar una guerra- que realmente parece importarle a los personajes o al director.
La Segunda Guerra Mundial se convierte en un símbolo de horror en un escenario tratado solo por su valor simbólico. Donde Aldrich o Mann pondrían cuadros dentro de cuadros, ilusiones dentro de ilusiones, para romperlas con violencia, en el contacto físico de la carne contra la carne, balas y rocas, mientras Vlácil, -en algo más cercano a una cámara de eco-de puro formalismo, de narrativa censurada- tiene a sus personajes recordando traumas en un universo barato, donde cada momento es un nuevo nadir, y cada objeto un avión de pavor y maravilla.
— Marzo, 2011/2013
*Este artículo de David Phelps fue publicado en inglés en una edición anterior de Desistfilm, y que ante la retrospectiva dedicada a Vlácil en el festival Al Este de Lima 2016, hemos creído pertinente ponerlo a disposición en español.