Por Mónica Delgado
1. Primeros días: de John Gianvito, Jon Jost a la emergencia de Leviathan.
Uno inicia un festival en medio del caos: 272 largometrajes a elegir, 165 cortos, 36 mediometrajes, 11 sedes, grillas, recomendaciones, sospechas, incertidumbre, frustración. Uno termina viendo películas que quizás han debido pasar a un segundo plano y aquellas indispensables, porque las hay, apenas se asomaron sino cuando uno ya se da cuenta que no la proyectarán más (igual, para eso existen los screeners, vimeo, DVD, pero no es la cuestión). Yo voy a los festivales a ver películas.
Far from Afghanistan dura 129 minutos y pareciera que no bastaran para graficar precisamente el afuera, el daño colateral, las periferias de uno de los conflictos más largos de la historia. Dirigida por John Gianvito, Travis Wilkerson, Jon Jost, Minda Martin y Soon-Mi Yoo, así como el registro de diversos periodistas afganos, este trabajo de episodios entre el docudrama y el documental, toma como punto de partida el concepto del primer largometraje de Gianvito, The mad songs of Fernanda Hussein, en ese telar de imágenes periodísticas, la teatralización de escenas y la crítica política feroz que incluye la abstracción, pero no desde el meollo de la guerra sino desde las consecuencias: mutilados con piezas ortopédicas en Kabul, estudiantes mujeres que siguen yendo a clases pese a actos de violencia, familias empobrecidas que viven en cuevas, incendios en EEUU por falta de pago en la energía eléctrica, suicidos entre los marines. De Afganistán a los Estados Unidos, en una geopolítica de la pobreza, donde sin armamento, planes de ataque ni estrategia militar, miles de personas viven las consecuencias indirectas de este conflicto, y que este grupo de cineastas muestra de modo directo, al grano, bajo la expresividad del blanco y negro o de la cámara granulada en medio de un reportaje o entrevista que da la inmediatez.
Inspirada en Loin du Vietnam (1967), Far from Afghanistan, tiene el episodio más logrado en Empire’s Cross de Jon Jost, por resultar irónico al utilizar un par de discursos del presidente Eisenhower mientras la cámara se fija en algunos motivos arquitectónicos dentro del imaginario bélico. De igual forma, el material ofrecido por estos directores se dirige a enfatizar tanto el desinterés del lado humanitario que ha dejado el conflicto en la población estadounidense, como en la alienación propia de una guerra, que genera depresión, soledad y miedo.
The act of Killing del estadounidense Joshua Oppenheimer es el documental de la década. Obra mastodóntica, no por su metraje de dos horas y media, sino por ese espíritu aguerrido del cineasta por mimetizarse e ingresar de lleno al corazón de asesinos en una Indonesia de dictaduras y genocidios. Este documental consiste en registrar las simulaciones y recreaciones de los asesinatos cometidos por estos gángsters a mediados de los años sesenta, cuyos crímenes ya prescribieron, a través de una película encargada a Oppenheimer, pero que deriva en este registro del rodaje y la producción, de cómo estos personajes analizan las escenas que se han grabado, de su impasibilidad ante el pasado y la culpa, y sobre todo, de esa mirada terrorífica, de fascismo y crimen que vive la Indonesia hoy, sin culpables.
Oppenheimer graba al Pancasila Youth, grupo paramilitar de jóvenes fanáticos desde dentro, y hace memoria teatral de las ejecuciones, a través de los relatos de Anwar Congo, un tipo septuagenario, de apariencia común y que se jacta de haber asesinado a más de mil comunistas en tiempos de Suharto, y de su grupo de amigos, que más que gángsters, parecen yacuzas extravagantes. El filme contiene escenas de la película que se rueda, de espíritu camp y trash, evocando, por qué no, a los musicales de Tsai Ming Liang, o a la Divine de John Waters, resignificando y banalizando el genocidio como acto de patriotismo y fidelidad al régimen. Los gángsters de Oppenheimer parecen surgidos de una extraña película de horror surreal, a tal punto que deseamos que lo que vemos no tenga nada que ver con la realidad. Sin embargo, Oppeheimmer nos mete de lleno a la psique criminal por medio de actos cotidianos, hasta provocar la náusea y una culposa compasión.
Avanti Popolo del brasileño/uruguayo Michael Warhmann es una crítica a la nostalgia de la izquierda, a su decadencia, y que el cineasta asocia a espacios, arquitecturas o home movies que evocan tiempos que definitivamente no volverán. Un padre anciano y apático, un hijo cuarentón y divorciado de regreso a casa, y el fantasma de un hijo/hermano desaparecido son las únicas fuerzas dentro de un espacio íntimo entristecido, donde la música ocupa un lugar expresivo importante. El prólogo es antológico: un taxista en plano subjetivo escucha un programa radial con canciones emblemáticas de esa izquierda vital, herida y creativa: entre Quilapayún y Daniel Viglietti, para terminar detenido ante el protagonista, encarnado por el teórico e historiador de cine, André Gatti. Avanti Popolo es un debut interesante, hay mucho de memorabilia, de guiños políticos y melómanos, y que incluso tiene a Carlos Reichebach en el papel del padre, multiplicando así los homenajes y esa ficción desde lo político como utopía difícil de alcanzar y de olvidar.
Por otro lado, la española Mapa (2012) de Elías León Siminani pertenece a un tipo de películas que viene cobrando atención tanto de cineastas como espectadores: el diario personal e íntimo, la autobiografía. Si bien Mapa tiene virtudes que parten de la capacidad de ironizar con la idea de la falta de creatividad (no sé cuántas películas haya sobre un cineasta que no sabe qué filmar, qué hacer, qué decidir), este punto también puede ser, paradójicamente su defecto, para quienes estamos acostumbrados a afrentas menos sinceras sobre esa carencia. Tomar el acto de hacer cine como el proceso de tener un lienzo al frente y hacer oficio de descartes, borrones, posibilidades resulta una buena comedia, pero que reprime el otro lado del cine, el de la emergencia de sucesos, del mismo acto de filmar dentro de lo no planificado (como sucede en un polo opuesto con Los Ilusos de Jonás Trueba).
Leviathan (2012) del inglés Lucien Castaing-Taylor y la francesa Verena Paravel es una experiencia única. Bajo los preceptos del registro etnográfico (que denominan Etnografía sensorial como disciplina) y con la textura y agilidad de videocámaras de deportes extremos es que esta pareja de amigos cineastas ingresa a la jornada laboral de unos marineros en los mares de New Bedford en Massachusetts. El agua de mar golpea la cámara ubicada en lugares insospechados del barco pesquero, mutando la mirada de pez a molusco, de marinero a bestia de profundidades.
Lo más sorprendente de este documental es la capacidad de abstracción que se logra ante un evento industrial de poca relevancia, ante la faena de marineros haciendo destajo de pulpos, ostras y pescados, dentro de un entorno masculino, de machos fornidos que apenas conversan, donde lo femenino es solo evocado a través de tatuajes de sirenas en brazos o pechos. Leviathan, poblada de planos ondulantes o viajeros, deconstruye el espacio marítimo, rudo y hostil, en una analogía de la desintegración de la mirada y del ojo que filma, que despierta en una noche de pesca y desfallece tomado por el Leviatán bajo la retórica a lo Melville. El ojo de Moby Dick.
2. Mediados del Festival: de la trilogía Paradise a la irregular The ABCs of Death
La trilogía de Ulrich Seidl se desvive en tres retratos femeninos contundentes. En Paradise: Love, una madre medianamente obesa viaja a Kenia en un tour turístico, que degenera en encuentros amorosos con lugareños a cambio de dinero. En Paradise: Faith, una beata fanática católica, que se autoinfringe dolor, recibe a la fuerza a su exmarido musulmán y paralítico, a quien desprecia. Y en Paradise: Hope, la hija de 13 años, cuya madre está Kenia, es dejada por la beata en un campamento para adolescentes obesos que quieren bajar de peso, lugar donde se enamora del médico cincuentón.
En estas tres películas, Seidl mantiene algunos motivos de sus anteriores filmes, que rozan lo grotesco y mantienen una mirada poco indulgente sobre un mundo de seres extravagantes, solitarios a la fuerza, y en busca de alguna compañía o gratificación desde vías poco convencionales. Seidl sigue siendo un director implacable en esa representación de una Europa decadente y alocada. Quizás llama más la atención la «censura» que se impone este cineasta en Paradise: Hope (quizás de allí el nombre del título), al utilizar una serie de elipsis que impiden saber al espectador hasta dónde llega el nivel de amor o distancia entre la nueva Lolita y su médico personal. En esta represión radica el interés del cierre de la trilogía, en esa esperanza concentrada en la expresividad de lo que no puede ser.
The ABCs of Death (2012) se compone de 26 cortometrajes dirigidos por cineastas provenientes de quince países. Si bien su exhibición dentro del BAFICI es cuestionable (como en el caso de Vamps en la competencia Vanguardia y género), ya que entre los cortos que lo conforman hay resultados variopintos, hay algunos trabajos notables, que tienen como lógica principal la asignación de una palabra del alfabeto y su relación con el tema de la muerte. En esta película estadounidense-neozelandesa, se pueden ver los cortos de Nacho Vigalondo, Ernesto Díaz Espinoza, Noboru Iguchi, entre otros, transitando desde el gore, el slasher, el sci-fi, al hardcore y el mal gusto (en algunos casos, sobre todo los asiáticos). Sushi con sangre, pedos lésbicos y falos gigantes al ataque, en medio de un cóctel de rabia, sorpresa y mutilaciones.
3. En la etapa final: de Tokio a Buenos Aires
Japan’s Tragedy (2012) de Masahiro Kobayashi es una película del luto. La tragedia de Fukushima se vuelve un drama casero, que destruye una familia y la deja indefensa y arruinada. El famoso actor de Ran y Kagemusha de Akira Kurosawa y de una de las series de Zatoichi, Tatsuya Nakadai, encarna a un padre de familia con cáncer al pulmón, y que ha perdido a su esposa. Pese a eso, mantiene con su jubilación a un hijo de treinta años, depresivo y que se ha alejado de su esposa e hija. Luego el terremoto los separa aún más.
Kobayashi en su película número 18, y manteniendo el estilo de sus recientes trabajos, como Rebirth, que se vio en alguna edición del BAFICI también, elige planos fijos y un blanco y negro enfático en los interiores de una típica pequeña casa japonesa para ir desglosando las debilidades y solemnidades de una familia dispersa por la muerte y los efectos de la naturaleza. Una de las mejores películas vistas durante el festival.
Por otro lado, La Paz de Santiago Loza resulta un punto aparte en la carrera del director de Extraño. Hay claramente una nueva etapa, menos oscura, menos contemplativa, para dar paso al retrato sencillo de un joven perturbado de regreso a casa tras una estancia en un centro de rehabilitación y que encuentra a La Paz como sinónimo de lo nuevo y posibilidad de vida. Se llevó el premio a la mejor película argentina del festival, y que comprendo amable ante la impresión optimista del migrante y la otredad. La «moraleja», sin embargo, la hace una obra menor.
Dime quién era Sanchicorrota (2012) de Jorge Tur Moltó es un documental hecho en el camino y que evidencia el buen momento que pasa el cine español actual. El cineasta viaja con su cámara al desierto de las Bardenas, para recuperar entre los pobladores, las historias y leyendas sobre un bandolero del siglo XV, apodado Sanchicorrota, y a quien toman por una suerte de Robin Hood. Lo que empieza como un documental de testimonios sabrosos de pastores y pueblerinos sobre este personaje, termina en una reflexión algo más compleja sobre la dictadura franquista y sobre las heridas causadas en la memoria familiar.
The town of whales (2013) marca el auspicioso debut de Keiko Tsuruoka y se trata de un filme sobre adolescentes en un triángulo amoroso, y que tiene como telón de fondo la búsqueda de un familiar en Tokio, desde un suburbio alejado. Tsuruoka capta detalles, gestos, aflicciones de estas dos chicas y un joven, en pleno conflicto de tránsito hacia la vida adulta, marcados por la necesidad de libertad y por la ebullición de la atracción. Una cinta sublime, en el buen sentido de la palabra, y que tiene puntos en común en el panorama sentimental con aquellas películas que acaban con respuestas frente al mar.
La estadounidense I used to be darker (2012) de Matt Porterfield, presentada en Berlín y en Sundance, es una película sobre personajes indies, con música indie y con historia «indie». Si bien hay inserciones de canciones y letras que tratan de medir la emotividad de la crisis de los personajes secundarios; la protagonista, una adolescente irlandesa embarazada que huye hacia la casa de sus tíos en EEUU, es el eje seco e inamovible, que permite que lo demás cambie alrededor. Película amable y sin mucha pretensión, que levanta precisamente en ese ambiente indie que hace mejorar la trama y el desenlace.
Los ilusos de Jonás Trueba y Los posibles de Santiago Mitre y Juan Onofri Barbato estuvieron entre lo mejor del festival, por que a su manera se tuvo una afrenta cinética. Por un lado en el acto mismo de la producción de un filme dentro del entorno de la vida bohemia madrileña (muy a lo Nouvelle Vague) y por otro, cuerpos exacerbados, diletantes, vitales en un ensayo filmado dentro de un teatro. En ambos hay una opción por la representación clara, el juego explícito, dentro de un proyecto en apariencia informe, en curso, sin terminar, y que es captado en todo su ritmo e inestabilidad.
Coda
Así es como se va un BAFICI, en el cual encontré una maravillosa obra maestra, A erva do rato (2008) de Julio Bressane, discreta sátira, donde conviven la cultura popular, lo mítico, y la dicotomía de vida/contención y placer sexual/muerte en una puesta en escena cerebral, acuciosa y deliberadamente llena de símbolos y analogías. Formó parte de la retrospectiva de este cineasta brasileño, estudioso de la obra de Pessoa y melómano diletante. A esperar un año más.