Por Mónica Delgado
En el año 2014, el compositor alemán de música concreta Helmut Lachenmann estuvo en Buenos Aires para presentar su versión de La Vendedora de Fósforos, el cuento de Hans Christian Andersen. La preparación de este evento, la producción y los ensayos fueron registrados por Alejo Moguillansky, para luego ser articulados a una historia que relata esos mismos hechos, pero desde la perspectiva de cuatro personajes, uno de ellos el mismo Lachenmann, y desde una visión coreográfica, metatextual y política.
El film arranca con la voz de una narradora que va explicando la naturaleza del film, revelando los mecanismos de su construcción. Esta voz en off predice que veremos los detrás de cámaras de la producción de una puesta en escenade una ópera en el teatro Colón, donde el compositor alemán presentará su versión del famoso cuento, pero insertando unos textos de Leonardo da Vinci, asociados al espíritu de unas cartas de Gudrun Ensslin, fundador de la Red Army Faction, guerrilla alemana de los años setenta, y que tuvo como cofundadora a Andreas Baader. Tras estos detalles, que se irán repitiendo o mencionando varias veces en el film a modo de juegos de lenguaje (que recuerdan mucho al estilo del anterior film que codirigió Moguillansky, El Escarabajo de Oro), el cineasta pone en escena a los cuatro personajes del film: María Villar como una madre de familia que trabaja cuidando a una anciana pianista (Margarita Fernández), el esposo, director de la ópera (en realidad una antiópera), encarnado por Walter Jakob, y al mismo compositor alemán atento a los ensayos, y luego juntarlos en un acto magistral donde confluyen todos los motivos “ideológicos” de la historia.
Moguillansky logra a través de todos estos discursos proponer lecturas generacionales sobre el poder transformador, confrontacional o fallido del arte, todo en relación a la mercancia, en este caso el dinero, que como en algunos films de Bresson funciona como encadenante de la suerte de los personajes. En La Vendedora de Fósforos hay una cita explícita a Al azar de Balthazar, la obra maestra del director francés sobre la gracia divina, sin embargo, pese a esta mención y recreación (Moguillansky recupera una escena a la manera de un sueño en algún momento), la referencia a El Dinero es inevitable. Pero si en el film de Bresson, el portador del dinero es condenado por ser un engranaje del vil sistema, en la película de Moguillansky es un sutil detonante para llegar a una conclusión: ni el dinero logra transformar o cambiar la realidad. Lo que antes era inspirador, hecho con mística, con irreverencia, con un afán de polémica, rupturista, como en el caso de la música concreta y la contundencia de los ideales políticos radicales, a estas alturas del siglo XXI (aunque la temporalidad incluso es relativa, el film parece imbuido en un delicado anacronismo) todo parece ser relativo, disminuido y tomado como un ejercicio.
La Vendedora de Fósforo afianza a Moguillansky como un director de coreografías perfectas, donde los montajes visuales y sonoros cobran la dimensión de la ensoñación (inevitable también citar al estilo de Matías Piñeiro) y lo perfilan como un cineasta cuidadoso, que ha forjado un estilo propio, por encima de las reminiscencias y citas.
Competencia argentina
Director: Alejo Moguillansky
Guión: Alejo Moguillansky
Música: Helmut Lachenmann
Fotografía: Inés Duacastella
Reparto: María Villar, Walter Jakob, Helmut Lachenmann, Margarita Fernández, Cleo Moguillansky
Argentina, 2017