Por Pablo Gamba
El largometraje documental Mujeres del caos venezolano (Femmes du chaos vénézuélien, 2017) ha comenzado a recorrer algunos festivales internacionales. Estuvo, fuera de competencia, en CHP:DOX, en Copenhague, y ha participado también en certámenes de cine de derechos humanos en Praga, Londres y Ginebra. Actualmente es parte de Movies that Matter, en La Haya.
La selección de esta película, dirigida al público extranjero, debe ser vista como expresión del creciente interés por entender qué está pasando en Venezuela. Pero el film de Margarita Cadenas está basado en entrevistas y seguimiento a cinco mujeres antes de la derrota política que significó para la oposición no poder impedir la elección ilegal de la Asamblea Nacional Constituyente. Los más de 100 muertos por la represión de las protestas fueron en 2017 y el rodaje del documental se llevó a cabo antes. La crisis económica tampoco había llegado entonces al nivel de hiperinflación actual, insólitamente acompañado de asfixiantes controles de la economía. Se trata, por tanto, de la aproximación a una situación menos grave que la de hoy. Esto, sin embargo, permite entender con mayor claridad el “caos” del título, que no es un lugar común mediático.
Mujeres del caos venezolano se ocupa esencialmente de la “normalidad” a la que se llega en una sociedad cuando las situaciones difíciles se extienden lo suficiente en el tiempo. El deterioro progresivo se hace imperceptible por su propia continuidad y porque las soluciones de emergencia que la gente pone en práctica para sobrevivir se convierten en hábito. La entrevista más reveladora es, en ese sentido, la de María José. Se trata de una joven webmaster de clase media acomodada que parece sentirse segura de sí misma –incluso orgullosa– por el éxito que atribuye a sus estrategias para afrontar los problemas cotidianos. Explica, por ejemplo, su sistema para llevar adelante la vida familiar con tres días por semana de suministro continuo de agua y dos horas diarias los otros cuatro. Pero la realidad delirante del personaje es revelada crudamente después, cuando muestra una cama vacía que utiliza como una enorme gaveta.
María José está embarazada, y trata de reunir todos los pañales desechables que calcula que va a necesitar el bebé. Puede que los haya comprado por adelantado, porque la experiencia le ha enseñado que podrían desaparecer por la escasez, o porque el precio al que se los consigue en el mercado negro podría subir hasta resultar inasequible, incluso para ella. Pero lo que cuenta en el film es la ruptura que hace manifiesta esa “gaveta” con lo que en otras partes del mundo sería lo normal en un hogar de clase media. “Es más fácil conseguir un bulto de harina que un paquete”, agrega en relación con el “bachaqueo” (contrabando), y explica que tiene la suerte de contar con proveedores de confianza. Le mandan mensajes cuando disponen de productos y se los guardan por ser clienta regular.
La otra cara de la escasez es la que padece la desempleada Eva, que vive en un barrio marginal. La vida de toda la familia, integrada solo por mujeres, está organizada en torno a las colas que tienen que hacer para comprar lo que necesitan, a los precios regulados que ellas pueden pagar. La realizadora hizo un esfuerzo para filmar esas largas esperas por la llegada de los productos, que comienzan de madrugada o incluso la noche anterior en los alrededores de los supermercados. La policía y al Guardia Nacional no suelen permitir siquiera que la gente tome fotos con el celular. Pero lo que consigue no es realmente revelador, ni de lo extenuante que puede ser eso, ni de la cantidad de gente sometida a esa necesidad ni de las peleas que se forman cuando chocan el hambre y la corrupción. También omitió la posibilidad de que la familia se dedique a hacer negocio con el contrabando de lo que tanto esfuerzo cuesta obtener, y que podría producir ingresos que necesitan o ser intercambiado por otros productos. Sin embargo, el film es esclarecedor por lo que respecta a la representación de la cotidianidad de la gente que vive como Eva. “Caos” no significa que haya que arrojar comida de helicópteros a un pueblo hambriento.
El hospital público donde trabaja la enfermera Kim, otra de las entrevistadas, tampoco da la impresión de estar en situación de crisis humanitaria. Por el contrario, se percibe limpio y ordenado, y no parece desbordada su capacidad de recibir pacientes para darles la atención médica gratuita que debe ofrecer el Estado en Venezuela. Pero a lo largo de la entrevista, y del seguimiento que la película hace al personaje, otros detalles comienzan a aflorar: no se dispone allí de materiales esenciales, desde batas hasta tubos de ensayo y jeringas para hacer análisis, y frecuentemente el laboratorio no funciona. Las existencias de medicamentos llegan a un mínimo que ni siquiera permite establecer prioridades de acuerdo con la gravedad de los casos, explica un médico que habla con el rostro hecho borroso. Prácticamente todo debe ser comprado fuera por la gente.
La enfermera cuenta que en el hospital se toman decisiones sobre cuáles pacientes atender y a cuáles dejar morir, cuando se trata de emergencias, debido a la escasez generalizada. Asegura que el criterio para decidir es la probabilidad de supervivencia que se atribuye a los que llegan en ese estado. Pone como ejemplo la elección entre un joven con apendicitis y otro con varios disparos: los médicos decidieron usar los pocos recursos disponibles para operar al primero.
Hay que aclarar que no se indaga en las causas de la escasez. No se la atribuye a una “guerra económica”, como asegura el gobierno de Nicolás Maduro –aunque se escuchan declaraciones suyas y de otros funcionarios, que son confrontadas con las historias–, ni a la incapacidad del socialismo de funcionar de otra manera, como argumenta la oposición. Lo que interesa aquí es que ha dejado de ser excepcional para hacerse realidad cotidiana, en la vida y en la muerte.
A medida que se desciende por la escala de la pobreza, las entrevistas y los seguimientos a los personajes se hacen más confusos. La última de las mujeres, la mesonera Olga, que además es la única con la que hablan fuera de su casa, es una madre que asegura que le mataron a un hijo de seis años de edad en un allanamiento de la llamada por el Gobierno –sin ironía– Operación de Liberación del Pueblo (OLP). Según ella fue por haberlo confundido con un delincuente al que la policía buscaba para liquidarlo. Pero lo más revelador podría estar en las inconsistencias de su testimonio, aunque parezca paradójico.
El punto es que no se trata de una entrevista de reportaje, con la cual lo que se busca es aclarar la verdad acerca de lo que sucedió esa noche. El espectador que tenga esa expectativa desestimará por inverosímil lo que cuenta la mujer, pero el público de un documental podría apreciar lo que la confusión misma pone de manifiesto acerca de la dificultad de esa persona para entender lo que le ha sucedido. No debe olvidarse que se trata de alguien que sufrió las consecuencias de un operativo cuyo fin implícito es causar terror entre los marginados para desmovilizarlos políticamente, con el pretexto de la lucha contra el crimen.
Los lugares comunes, a su vez, ponen de manifiesto la existencia de una retórica popular probablemente forjada por el hábito de la “denuncia” ante los medios de comunicación, que se hace extensiva a la confrontación con la cámara del documental. Quizás incluso a la relación con instituciones como la Asamblea Nacional de mayoría opositora, en la que Olga dio testimonio contra la OLP. La mezcla de lo verosímil con lo que suena a ficción en sus palabras puede ser reveladora también de su relación con el espectáculo de esa “justicia”.
A pesar de estos aciertos, Mujeres del caos venezolano no es del tipo de los mejores documentales que se hacen actualmente para tratar de convencer a alguien más que a los previamente convencidos. La decisión de Cadenas de apegarse a la convención de actuar como “mosca en la pared”, y no hacer explícitas las razones personales que le llevaron a realizar la película, la coloca en una posición de enmascaramiento de intereses análoga a la de los medios informativos. El público con sentido crítico sospechará, en consecuencia, del criterio de selección de los personajes, que nunca se explica, así como de la toma de posición implícita en la decisión de entrevistar a la abuela del preso político Rosmit Mantilla, por ejemplo. Incluso podría pensar que el film entero es un engaño y que las cinco mujeres no son sino actrices que siguen un guion de calumnias escritas en Francia. La solidaridad automática con gobiernos como los de Venezuela, Nicaragua y Cuba impide descartar esa posibilidad.
Frente a ello el documentalista tiene el recurso de poner las cartas sobre la mesa, hacer explícito que la película surgió de una necesidad personal y de su manera particular de ver las cosas, y tratar de convencer así de sus buenas intenciones al público que no esté totalmente predispuesto en su contra, aunque no deje de ser cuestionador de lo que ve. Pero esta retórica autojustificatoria, que hoy es de uso común, no está presente en Mujeres del caos venezolano.
Dirección: Margarita Cadenas
Producción: Margarita Cadenas, Charlotte Uzu
Sonido: David de Luca
Música: Rémi Boubal
83 minutos
Francia-Venezuela, 2017.