Por Pablo Gamba
Escenas de simulación de guerra (Argentina, 2019), de Ernesto Baca, y Marta show (Argentina, 2018), documental dirigido por Malena Moffatt y Bruno López, estuvieron entre lo más destacado del primer programa de 2019 de Cine de Artistas, extensión del Doc Buenos Aires. Fue presentado del 1° al 3 de agosto en el Espacio de Arte de OSDE, en la ciudad sede del festival.
Baca es uno de los más destacados cineastas experimentales argentinos de la actualidad y un realizador que milita en la defensa de los formatos fílmicos, en particular del Super 8. Una singularidad de su obra es la cantidad de largometrajes que ha realizado, la mayoría concebidos para ser “cine en vivo”, lo que significa que ninguna proyección es igual a otra. Quizás Escenas de simulación de guerra sea la mejor de sus películas en este formato, aunque fue presentada en una versión digital en este programa de Cine de Artistas. Su aspiración a la trascendencia se evidencia en el uso de tres idiomas para los intertítulos y otros textos que aparecen la pantalla –inglés y francés, además de español–, lo cual también tiene justificación en lo que se relata en el film.
El tema del deseo vincula esta película con el largometraje anterior de Baca, Réquiem para un film olvidado (2017), ensayo-manifiesto con narración en voice over, inspirado en la noticia de 2012 de que la empresa Kodak no iba a fabricar más película Super 8. Pero Escenas de simulación de guerra es un film sin diálogos –opción de Baca desde su ópera prima, Cabeza de palo (2002)– y que además es narrativo, aunque con la fragmentación característica de Música para astronautas (2008) y Mujermujer (2011).
Lo discursivo está en una alegoría que reclama interpretación y admite diversas posibilidades. Se basa en la ciencia ficción e imágenes que, por su estilo –en especial el uso del color–, evocan el cine de los setenta. Recuerdan el manejo de los íconos de la cultura de masas en el cine experimental de Kenneth Anger, lo que puede facilitar la comunicación con el espectador aunque el aspecto enigmático del relato le exija esforzarse para entender. Si Gene Younglbood propuso la expresión “cine expandido” para tratar de abarcar el conjunto amplio y diverso del cine experimental, Ernesto Baca recuerda en esta película que no se trata solo de una cuestión de percepción, o incluso psicodélica, sino de abrirse también a otras maneras de pensar.
Una mirada no lo suficientemente atenta podría desestimar Marta show como una película ingenua, obra de realizadores que se han quedado atrás con respecto al giro subjetivo del documental contemporáneo. Pero el plano inicial explora esa posibilidad, puesto que es un registro de Marta, la protagonista, vista en subjetiva por Malena Moffatt. Si luego la codirectora aparece como un personaje más, es porque la premisa es abolir la división entre documentalista y protagonista. Para hacer la película se logró romper también la barrera social que impide acercarse y comunicarse con personas como la artista callejera indigente del título, una de tantos “acusados de locos”, como dice en la película el psicólogo y arquitecto Alfredo Moffatt, padre de Malena, sin que por ello se pasen por alto la psicosis y los delirios paranoicos de Marta.
Lo fascinante de Marta show es el giro que le da esa manera a la modalidad interactiva del documental. Muestra cómo la relación con Marta cambia a quienes se atreven a acercarse a ella y hacerse parte de su espectáculo de canto y baile en la vereda, y a llegar a la intimidad de las caricias, incluso.
Es hermosa la transformación de los rostros y de los cuerpos de Malena y Carol Gordon cuando se visten como Marta y son parte de sus coreografías. Lo mismo ocurre con un indigente que no habla. Otras personas se van incorporando al show, probablemente al ver que gente “normal” como la codirectora y su amiga lo hacen, y la mirada cautiva de los que permanecen distantes parece confirmar que en la “locura” de Marta hay algo que a muchos les falta en su vida. Es lo contrario de lo que suele creerse: que a la gente como ella hay que “rescatarla” y traerla de vuelta a la “normalidad”.
Entre el documental y lo experimental
El concepto de la programación de Cine de Artistas es borroso en un sentido provechoso de la palabra. Abre la selección a una amplia variedad de obras. que va desde el cine experimental y el videoarte hasta las búsquedas autorales en el campo del documental. Se trata de una coincidencia con base histórica, además, puesto que ambos tipos de cine han estado vinculados desde sus respectivos orígenes, en las vanguardias de los años veinte y treinta.
Dos cortometrajes experimentales se destacaron en la programación de agosto y tienen en común el trabajo con el espacio. Uno es The Divine Way (Alemania, 2018) de la cineasta y artista del performance Ilaria di Carlo. Se trata de una versión de la Divina comedia, en la que el descenso a través de los círculos del Infierno y el ascenso hasta los cielos son representados por medio de escaleras y una diversidad contrastante de estilos arquitectónicos.
Hay en la película un juego entre lo figurativo y lo abstracto, al que se añade la broma de montaje surrealista de la bajada que culmina en lo más alto de la siguiente escalera. También se juega con la problemática relación entre “base” y “superestructura”, porque el descenso lleva a la joven, que es el único personaje, hasta las entrañas de varias fábricas y a la chimenea de una central eléctrica nuclear. Lo que en la obra de Dante Alighieri es recorrido por el más allá, como destino del hombre, podría ser aquí metáfora social y materialista.
La posibilidad de abrir otra percepción del espacio a través del cine es también el tema de Bruma (Argentina, 2019), el más reciente cortometraje de Paulo Pécora, otra figura destacada del cine experimental argentino. Una vez más el realizador aprovecha un viaje con su pareja, Mónica Lairana, para hacer una película en Super 8 –que en sus orígenes era un formato para registrar los recuerdos del turismo familiar–. El título hace referencia al estado mental asociado a una percepción enrarecida, que en este caso es correlato a la vez de la granulosidad del Super 8 y de la deriva causada por un malentendido, y que comprende el recorrido por varias ciudades europeas, algunas fácilmente reconocibles por detalles icónicos. Es un film que recuerda dos de las mejores obras de Pécora, ¡Vale Barcelona! (2013), por lo que al paisaje respecta, y La nube (2011), por el personaje de Lairana. También reitera la importancia que tiene para su cine la obra de Maya Deren como fuente de inspiración.
Volviendo a los documentales que fueron exhibidos, vale la pena detenerse también en Rock (Argentina, 2016), realizado por Ana Sánchez Trolliet y Gabriela Barolo. Tiene la singularidad de que es una película sobre este género musical y las culturas juveniles con las que se lo asocia, hecha exclusivamente con material de archivo. Comprende desde noticieros hasta fragmentos de películas utilizadas con fines de contextualización, como La terraza (Argentina, 1963) de Leopoldo Torre Nilsson y La hora de los hornos (Argentina, 1968) de Fernando Solanas y Octavio Getino.La opción de “hacer hablar al archivo” evita la mirada retrospectiva de la narración y las entrevistas a los protagonistas de los hechos del pasado. Los fragmentos documentales registran, en cambio, la manera como en cada época se miraba y se escuchaba el rock y a los jóvenes, y lo que era posible decir de ellos a través del cine. La rebeldía y el espíritu contestatario, que es lugar común atribuir a esta música, se confrontan así con testimonios que deberían llevar a matizar y a tomar como grano de sal algunas afirmaciones.
Por último habría que incluir Mencer ñi pewma (Chile, 2012), de Francisco Huichaqueo, entre los hallazgos de este programa de Cine de Artistas. Como Marta show, podría desestimarse este ensayo poético indigenista por ingenuo y juvenil en el peor sentido de la palabra, debido a su cita del personaje de Ofelia de Hamlet o la escena punk del rebelde que no hace sino dar gritos y golpes contra las paredes, por ejemplo. Pero, aunque no sea una obra perfectamente lograda, no debería pasarse por alto la lucidez de su combinación de lirismo onírico e ironía, y su registro fragmentario de la memoria de las luchas del pueblo Mapuche por su cultura y su territorio.
Se evita incurrir así, en primer lugar, en el tipo de explicaciones que hacen que el espectador se convenza de que ha entendido las razones de los indígenas y su conflicto con el Estado por el simple hecho de haber visto un documental. Aunque la película sea un homenaje a los weichafes (guerreros) muertos por la represión de los gobiernos democráticos, así como a los presos políticos indígenas acusados de terrorismo, no cae tampoco en la teleología que justifica las muertes como el precio en sangre que hay que pagar, una y otra vez, para conquistar un futuro de libertad y progreso. Por el contrario, la idea cristiana del martirio redentor es por completo ajena a esta película desesperada. Su mestizaje es, además, contrahegemónico: no se trata de la asimilación de lo aborigen a la cultura de los colonizadores, sino de la apropiación mapuche de William Shakespeare y el performance, por ejemplo.
Cine de Artistas continuará del 1° al 3 de septiembre con siete películas peruanas entre las de la programación. Una de ellas es el largometraje documental Lima grita (2018), dirigido por Dana Bonilla y Ximena Valdivia.