
Por Pablo Gamba
La ganadora este año de la competencia internacional del Festival Internacional de Cine Documental de Buenos Aires (Fidba) fue O processo (Brasil, 2018), una película sobre el impeachment que llevó a la destitución de la presidenta Dilma Rousseff. Era lo que se esperaba, debido a la manera como fue recibido el film de Maria Augusta Ramos, estrenado en el Festival de Berlín.
O processo ha sido comentado anteriormente en Desistfilm y había mejores películas en la competencia internacional, con planteamientos más interesantes en relación con el documentalismo. Por ejemplo, Baronesa (Brasil, 2017) de Juliana Antunes o Trinta lumes (España, 2017) de Diana Toucedo, sobre las que también se ha escrito en este sitio web. Pero hubiera sido extraño en el contexto político-cultural del Fidba premiar otro film, con Lula preso e inhabilitado como candidato, y en vísperas de las elecciones en Brasil.
El libro de la imagen (Le livre d’image, Francia, 2018), de Jean-Luc Godard fue la película que abrió el Fidba. La Palma de Oro Especial, que inventaron para dársela en el Festival de Cannes, puede ser sintomática de cómo la actitud reverencial hacia la figura del director precede cualquier juicio de valor sobre sus obras. Eso es capaz de aplastar el espíritu de un realizador que persigue el conflicto, y en cuyas películas las cosas no se apoyan mutuamente, sino que están dispuestas unas contra otras para crear fisuras y paradojas estimulantes, no representaciones ni discursos verosímiles o convincentes por su coherencia.
Lo importante de éste y sus demás filmes-ensayos recientes no es tanto lo que ellos “dicen” sino cómo Godard se expresa en esa suerte de lenguaje audiovisual de la humanidad del futuro que ha ido creando, confrontando la palabra hablada con los textos escritos, y ambos con la imagen. Plantea así una lucha contra el torrente de mensajes multimedia que arrastran hoy la percepción y el pensamiento por vertientes que conducen todas al mainstream. Frente a eso intenta esgrimir nada más y nada menos que el cine como otra forma de pensar.
Lo que “dice” un film como El libro de la imagen hay que captarlo, entonces, en su sometimiento a las tensiones que lo desarticulan, a la vez que lo expresan. Lo contrario sería dejarse llevar por la aparente inteligibilidad de la metáfora de la mano que constata lo real, frente al ojo que ve cosas que no se puede tocar, por ejemplo, o también la de poder tener entre los dedos la película del cine fotográfico, mientras que la inmaterialidad es el origen mismo de la imagen digital, o el lugar común de cómo la armonía interna que puede percibirse en una representación es el enmascaramiento de la violencia que conlleva el acto de representar. No se trata de salir con la cabeza llena de edificantes aforismos ilustrados, sino de hacerse partícipe de un pensamiento que destroza todo lo que es considerado “saber”. Eso es, por sí mismo, una forma de combate.

El Fidba también fue una oportunidad para descubrir algunas buenas películas ignoradas por otros programadores. Fue el caso de un documental que se estrenó en el Festival de Turín y que parece haber caído en el olvido: M-1 (Bosnia y Herzegovina-México, 2017) de Luciano Pérez Savoy. Comienza como una historia de vendedores de droga, y se desarrolla de una manera que recuerda a los filmes de espías, incluido el uso de sobretodos. Pero empieza a cambiar cuando uno de los personajes entra en un cine en el que dan El hombre tranquilo (The Quiet Man, 1952), película de John Ford ambientada en una Irlanda de ensueños, en la que se ve al personaje de John Wayne con una prenda similar. A partir de allí se plantea una lúcida reflexión sobre el problema de la mirada a un lejano país extranjero lejano y qué contar de él. Se llega al punto culminante cuando la narración se detiene en un café, y la película se convierte en un extraño documental de observación, en el que los parroquianos son plenamente conscientes de que están siendo filmados y, además, traducidos.

Una película inquietante vista en el Fidba fue Mujer nómade (Argentina, 2018), el retrato documental de Esther Díaz realizado por Martín Farina, estrenado en el Bafici. Se trata de un film que fascina por la complicidad en la que deviene el encuentro con el personaje de esta doctora en Filosofía, tan interesada por problemas de la ciencia como en la exploración del cuerpo y la sexualidad, a una edad que desafía los estereotipos sobre las mujeres. En consonancia con el título, y con el pensamiento de Díaz, cuestiona la noción fija de identidad. Pero lo más audaz y controversial es la manera como desafía la sobriedad del documentalismo que aspira a ser considerado serio, tanto en el aprovechamiento del ambiente –y de un joven musculoso que extrañamente deambula por él– para hacer comentario sobre el personaje, como por atreverse a rozar los límites del reality show. Krzysztof Kieslowski contó una vez que optó por la ficción debido a la imposibilidad de mostrar a los personajes de un documental en la cama, pero eso no es algo que inhiba a Farina ni a Díaz.
Otro encuentro problemático con un personaje es el que tuvo Carolina Astudillo con las grabaciones, diarios y otros documentos que le permiten reconstruir la vida de una suicida a la que nunca conoció personalmente en Ainoha, yo no soy esa (España, 2018). Llegaron a ella por intermedio de un amigo, que era el hermano de la joven española. La película hace resaltar así lo borrosa que es la frontera entre la invención y los hechos, sobre la cual inevitablemente se mueve todo relato acerca de alguien, incluso cuando se trata de una autobiografía. El film tiene, además, la virtud de entender la necesidad de trascender lo anecdótico para tratar de imaginar, a través de los ojos de la mujer protagonista, una historia alternativa de la España posfranquista en la que le tocó vivir y decidió matarse. Lamentablemente Astudillo es demasiado aficionada a las referencias literarias para prescindir de ellas. No dejan de sonar un poco fuera de lugar en el mundo de su personaje, a pesar de las coincidencias que cree encontrar con Sylvia Plath, por ejemplo, entre otras escritoras y pensadoras.
La sobriedad que rechaza Mujer nómade es uno de los rasgos notables de Historias del viento (Argentina, 2018), dirigida por Gisela Montenegro. Es un documental sobre la gente que vive aislada en la remota Meseta de Somuncurá, en la Patagonia, sobre su relación con el mundo exterior por vías como la radio, sus leyendas y las actividades a las que se dedican: la cría de caballos, ovejas y vacas. Al comienzo se destaca el trabajo con el espacio, que pone en relación a los personajes con la inmensidad del paisaje que los rodea. También con el tiempo propio de los desplazamientos de personas y vehículos en un lugar como ese. Pero a partir de esa mirada distante hay un paulatino estrechamiento del encuadre, que se corresponde con un progresivo acercamiento a los personajes.

La inclusión de un film de ficción en la selección de un festival de documentales no deja de ser una buena idea, para problematizar el asunto. Un ejemplo en el Fidba llamaba la atención desde el título: 1996-Lucía y los cadáveres en la piscina (Argentina, 2017), dirigido por Nahuel Lahora y Marcos Miglivacca. Se trata de una road movie de ínfimo presupuesto y grabada con una cámara de baja resolución. Las protagonistas, dos chicas jóvenes, viajan a un festival de rock. Allí y en el camino tienen una serie de encuentros, los cuales ponen en duda la diferencia con el documentalismo de cineastas como Werner Herzog.
El Fidba es uno de los dos festivales de documentales más importantes que se realizan en Argentina. Le sigue Doc Buenos Aires, que tocará cubrir en octubre.