LA VIDA SUBLIME. EL CINE DE GONZALO GARCÍA PELAYO

LA VIDA SUBLIME. EL CINE DE GONZALO GARCÍA PELAYO

 

Por Ricardo Adalia Martin

 

El amor está viniendo

Es posible la vida

Manuela (1975)

 

En uno de los temas del aplaudido Lágrimas negras, Diego “El cigala” se pregunta cómo es posible querer a dos mujeres a la vez y no estar loco. Su corazón, latiendo al ritmo que marca el piano de Diego Valdés, responde de una manera sencilla. Una es su amor sagrado, la compañera de su vida, esposa y madre a la vez. La otra, el amor prohibido, el complemento de su alma, a la que tampoco podrá renunciar por nada en el mundo. Esta distinción se presenta importante porque define la escisión constitutiva del Amor. Así, en mayúsculas. Por una parte tenemos un amor que se ajusta a toda una serie de códigos que definen los ideales compartidos entre dos. Por otro, el que sacude íntimamente a un cuerpo; una pasión vivida como un acontecimiento incontrolable. La explicación, por lo tanto, es válida: no puede decidirse por ninguna porque se muestran como figuras complementarias e indispensables para alcanzar el Amor en su grado más elevado. Como se sabe, el Amor siempre comienza en lo físico, se cultiva en lo afectivo y culmina en lo espiritual. Y pocas veces, por no decir ninguna, se logra encontrar en la misma persona las necesidades de cada estadio del sentimiento. Dejando al lado este pequeño detalle existencial, la singularidad de este tema reside en la manera con que “El Cigala” repite sus argumentos. Lo hace por partida doble, introduciendo en la segunda variación un matiz sonoro distinto. Su voz se mantiene firme y racional mientras habla de la mujer con la que comparte la cotidianeidad de la vida. Pero en la segunda se desgarra y acelera, clamando por la aparición en sus carnes de una imagen que es afección pura.

En una dicotomía amorosa similar se mueve Miguel en Vivir en Sevilla (1978). Él es un locutor de radio al que le acaba de dejar Ana, una mujer fría que le pide pasar un tiempo alejados para pensar la relación. La pasión física ya no existe entre ellos. O quizás, ni siquiera haya existido nunca. Ambos intentan encontrarla durante la espera en otras personas. Miguel con Teresa, una mujer que conoce deambulando por las calles de la ciudad, y con la que emprende una aventura totalmente carnal: solo sexo en cada uno de sus encuentros. Y Ana con un amigo de Miguel que acaba de regresar de su exilio en Londres. Pero Ana sigue igual de fría; no es “una mujer”, sino “la mujer”. Un ideal que atrapa la razón de cualquier tipo de hombre, pero que se muestra incapaz de levantar su pasión.

De la misma manera que El cigala, a Gonzalo García Pelayo le interesa rastrear la manera en que puede ser representada esta escisión sensible. Ana es filmada mediante planos cortos, centrados en su rostro pálido e inexpresivo. A la manera de un Garrel o un Godard,  intenta que se revele aquello que esconde intimidante. A Teresa,  por el contrario, lo hace siempre de manera fragmentada, buscando el erotismo que encierran las diferentes partes de su cuerpo. Como si la pasión que desborda a Miguel excediera a los propios límites de la imagen. Como si no hubiera manera de atrapar esa sensación. Pero más allá de esta disyunción representativa, el sistema de este director nacido en Sevilla en 1947, se muestra eficaz durante la ausencia de ambas. Ana es evocada con largos planos secuencia en las largas caminatas que Miguel se da por la ciudad andaluza. Con unas palabras que reverberan por los espacios atravesados hasta encarnarse en la imagen. Por el contrario, Teresa no aparece de ninguna manera durante su ausencia. Es una visión, una imagen idealizada que solo puede hacerlo en el plano visual, con ella presente.

 

Esta escisión se puntúa en varios momentos del film con una serie de entrevistas documentadas a unos personajes que no entran en el cuadrado amoroso de la ficción del film. En cada una de ellas se pretende dar respuesta a la pregunta que planea silenciosamente sobre cada plano: ¿es posible el amor sin deseo? Una pregunta que, además, intenta ir a la caza y captura de los sentimientos escondidos en una tierra idealizada: Andalucía, sur de España, una región todavía a día de hoy sobre la que gravitan infinitos tópicos acerca de su gente, el trabajo, su fiesta, su alegría y sus tradiciones. Unos tópicos que la presentan de cara al resto del mundo como la tierra, cuando en realidad es una tierra más de las que conforman el complejo panorama español.

Manuel Halcón, novelista olvidado que llegó a formar parte de la Real Academia Española, recogió la ambivalencia de este sustrato en la Manuela (1975) que García Pelayo adapta en su primer largometraje. En esta película estamos situados lejos de la gran ciudad; en el campo, en el cortijo de un marqués que está enamorado de esa mujer que encarna al mismo tiempo ideal amoroso y pasión física. Todos los hombres que trabajan para el marqués también se sienten atraídos por la belleza y la expresividad corporal de Manuela. Pero el corazón de la joven solo le pertenece a Antonio, un hombre viudo que pasó por delante del puesto de melones en el que trabaja con su madre (también viuda). El amor de Manuela viene dado por la necesidad de introducir una novedad en una vida y una zona donde parece imposible que llegue alguna. Su entorno es, literalmente, un desierto. Su gesto tiene mucho de alegórico y viene a puntuar el que tiene lugar durante el impresionante arranque de la película: la misma Manuela, algunos años antes, baila sobre la tumba del terrateniente que asesinó impunemente a su padre.  Recordemos que estamos en 1975, acaba de morir el dictador Francisco Franco, y España debate sobre que hacer con su destino. García Pelayo es tajante: dejar atrás todo el pasado y comenzar una vida nueva. Superar todos los rencores y bailar con el tiempo para encontrar otro no supeditado ningún tipo de lastre. Gracias a esta actitud, su cine aparece ayer y hoy como un soplo de aire fresco dentro del panorama español. Un panorama que continúa viviendo preso de la nostalgia, de aquello que pudo ser si los fascistas no hubieran ganado la guerra civil. Un cine que todavía vive ensimismado en la melancolía que Víctor Erice o Carlos Saura se encargaron de cultivar. ¿En cuántas películas españolas que tienen éxito comercialmente no aparece un maqui o una referencia a la guerra civil?  Es el filón de la perpetua transmisión de la herida, de una quimera humanista que se está perdiendo. Pero esto ya es otra historia.

En su segunda película, Intercambio de parejas frente al mar (1978),  García Pelayo prolonga el gesto colocando a tres parejas en un apartamento situado en primera línea de playa para realizar un experimento sexual. Se trata de un intercambio que no busca solamente una experiencia diferente: es una investigación a través de la conversación post acto sexual sobre los temas tabú que normalmente rodean al universo de los dos. La libertad, la posesión, los celos, la verdad, la mentira, la comunicación o los deseos insatisfechos son tratados a corazón abierto, lejos de la timidez ingenua de un, por ejemplo, Paulino Viota. Todos ellos se encaran desde una dialéctica que podríamos denominar física: entre los encuentros puramente sexuales producidos en la intimidad de las habitaciones y los largos paseos por la playa. Un devenir entre el inmovilismo y el puro desplazamiento que encuentra su homología fácilmente en los que se dan en el resto de su filmografía entre la ciudad y el campo, así como en los constantes intercambios de pareja.

El cine de García Pelayo está siempre en movimiento. Es un cine de búsqueda de constante en un tiempo que lo requería. Corridas de alegría (1982) es el paradigma de esta esencialidad. Un hombre que acaba de salir de la cárcel emprende un viaje a través de Andalucía para rescatar a su novia. Ha sido secuestrada por los mismos hombres a los que no delató pero que lo dejaron abandonado cuando entró entre rejas.  En su aventura le acompañan un trilero que conoce en una calle cualquiera de Sevilla, y una prostituta con la que se encuentra de igual manera. El argumento, contado así, se ajusta al de las típicas películas de venganza que poblaban los cines de sesión doble de la década de los setenta. Nada más lejos de la realidad. Pese al tomo y ritmo desenfadado de su narración, nos encontramos ante una película, como el resto de sus trabajos, tremendamente seria. En el viaje se recorre el imaginario andaluz y español a través de la brecha donde viven atrapados: entre la idealización proyectada y una realidad con la que conectan y que poco tiene que ver con ellos.

Los personajes de Corridas de alegría practican una tan vida poética como la que ha tenido García Pelayo. Además de director de cine, fue locutor de radio en diferentes medios como Antena 3 y Onda Cero. Al mismo tiempo desarrolló una tarea como productor discográfico y fundó uno de los sellos esenciales del panorama español: Gong. Con él lanzó los primeros discos de Triana, Gualberto, Goma o Lole y Manuel. Muchos de estos nombres fueron los que inventaron el rock andaluz; una tendencia vanguardista que consiguió fusionar el  flamenco y lo mejor del folklore andaluz con el rock y pop más elegante. Muchos de los temas que han trascendido al imaginario musical español, puede escucharse como acompañamiento perfecto a las imágenes de  todas sus películas, conformando siempre una exquisita banda sonora.

Se puede afirmar que García Pelayo abrió camino allí donde no había nada o donde parecía imposible encontrar algo. El reto fue todavía mayor con una película como Rocío y José (1982). En ella acudió a El Rocío, una romería que recorre parte del parque nacional de Doñana durante el Pentecostés. Los rocieros se desplazan en sus carretas a la aldea de Almonte para adorar virgen de El Rocío. Hoy en día sigue estando un poco mal vista por el impacto ambiental que provoca en el entorno, y por lo que tiene de rito arcaico y religioso. Es una tradición que poco ha cambiado a lo largo del tiempo. Ya en el año 1982 García Pelayo utiliza y lleva al límite el registro documental para capturar la belleza y el interés que se esconde tras las ingentes mareas humanas que no cesan de beber, cantar y gritar.  Todo sucede muy rápido, pero García Pelayo consigue sus objetivos siguiendo a dos jóvenes adolescentes (cuyos nombres dan título al film) que se encuentran descubriendo el amor en ese preciso momento. Entre lo cosificado de la tradición logran encontrar su espacio para la experiencia. Y ese amor servirá, además, como punto de referencia para unas parejas mayores que ellos y que les miran con envidia por la frescura de su relación. Así como a otra más joven, que solo puede vivir ese amor como un juego, de momento, inexplicable.

Rocío y José es el último largometraje que ha rodado García Pelayo. Después de esa fecha ha continuado trabajando la figura del Amor en televisión. Pero también investigando, junto a sus hermanos, en un sistema de juego capaz de hacer saltar la banca de los casinos de medio mundo. Finalmente lo consiguieron: se estima que han llegado a ganar alrededor de 1’5 millones de euros con el juego de la ruleta. Esta historia ha sido recogida en el libro La Fabulosa Historia de Los Pelayos, el documental La buena fortuna de los García Pelayo y en el reciente film The Pelayos (Eduard Cortés, 2012).

Ricardo Adalia Martín

Marzo 2013.