
por Valentina Giraldo Sanchez
Hay algo hermoso en eso
Eso raro
Eso de
Programar películas
Un proyecto globalizador, neoliberal, acecha corazones
Y entonces
¡Pam!
Un mundo que nos quiere aislados
Y unos gobiernos que individualizan y anulan la empatía
Y entonces una dizque se sienta
Se sienta
Así cuerpo entero
Se sienta
A buscar los puntos en común
Las cosas que unas imágenes, comparten con otras
Y entonces
¡Pam!
Una idea ingenua
Una intuición infantil
Una nunca trabaja sola
La unidad más pequeña de la vida no es una partícula (o película), sino la relación entre dos
A veces las películas me recuerdan la ternura del encuentro y de las posibles comunidades imaginarias de la luz
A veces, también, me recuerdan otras cosas que me parecen tristes
Como la distancia entre una tierra y la otra
O la injusticia de un mundo cuyas brechas sociales, se acrecientan
Las películas me recuerdan muchas cosas
y de repente estoy sentada acá, como espectadora del cielo
viendo puntos de luz atravesar la profunda oscuridad de una pantalla de cine
Me siento y me pregunto, ¿que podrán decirnos las películas, sobre esto que tanto me inquieta, e insisto en llamar comunidad? Se supone, un poco, que este texto funcionará como una cobertura de la edición número 45 del Festival Internacional de Cine Latinoamericano de La Habana. Y cuando pienso en las funciones en las salas de cine, casi siempre recuerdo girar la cabeza, mientras se proyectaba la película, para ver todas las otras cosas que sucedían alrededor.
Esta fue mi carta de navegación para escribir este texto:
Los puntos de luz (es decir la constelación que más o menos me indicaba por donde iba caminado) tenía la siguiente forma:
Fueron doce películas distendidas en un mapa de cine latinoamericano, me acerqué, con cuidado, a la forma de esta constelación (que todo programa de cine conforma), y tratando de indagar en qué compartían, aparecieron algunas coordenadas.
Las coordenadas de esta caminata sobre una geografía lumínica fueron: los proyectores de cine y las ceibas. Estas coordenadas, o puntos cardinales que emergieron en mi experiencia como espectadora que ahora escribe sobre aquello que vió, son todos el resultado de cosas que sucedían al lado de las películas. Es decir, no propiamente fueron objetos o acontecimientos que sucedieron dentro de las historias, sino que eran cosas que, mientras sucedían las películas, sucedían también en toda la vida que en torno a ellas giraba.
Mientras escribo, reviso las pocas notas que tengo en mi libreta sobre cada una de las películas, no digo mucho, pues escribo sobre la gente que está sentada a mi lado, sobre el clima húmedo de un cuerpo de tierra rodeado de un inmenso cuerpo de agua, sobre los apagones de luz, y los caracoles que vi ofrendados sobre las raíces de un árbol al frente de la necrópolis.
Siento que voy tanteando con mis manos, la forma de las palabras.
Busqué la raíz etimológica de palabra “tantear”:
“La palabra tantear tiene el signi?cado de “calcular una cantidad” y viene del su?jo -ear (usado para crear verbos a partir de sustantivos) sobre la palabra “tanto” y esta del latín tantus = “cantidad, número, porción”.”
La palabra “tantear” me llevò a la palabra “tentáculo”:
“La palabra tentáculo viene del latín tentaculum, que ya se refería a los órganos táctiles y prensiles de ciertos animales. La palabra se forma con un su?jo -culum, sobre la raíz del verbo tentare (tantear, tentar). Este verbo tentare tiene un doble origen, pues es tanto una forma vulgar de temptare (intentar, tantear, también tocar y palpar), como una forma vulgar iterativa del verbo tendere (tender, extender, dirigirse a). La con?uencia de ambas formas de distinto origen hace que tentare asuma todos esos matices signi?cativos de una manera indiferenciada. Vinculados a tentare tenemos tentar e intentar”.
Con todas estas raíces de las palabras, y sentada al lado de las raíces de un árbol, pienso que estoy intentando escribir al tantear con tentáculos esa luz de las películas. Tiendo a dirigirme hacia la luz, con todas mis extremidades móviles, con esta escritura tentacular, con este cuerpo de animal con el que toco todo el tiempo a la vida.
Por una grieta va apareciendo, poco a poco, se va colando, poco a poco, un animal extraño. Es una película que se acerca, es un animal que quiere que lo cuiden. Que le den comida. Y luego se queda dormido.
Sobre la piel de este animal mamífero (aunque a veces es ave, a veces es anfibio, a veces es insecto) se dibujan dos manchas. Manchas que como las líneas de la palma de una mano, me dicen lo siguiente sobre este mapa latinoamericano de películas-animales-que-sueñan:
1.Las ceibas: Y aparecen de pronto esos puentes colgantes que llamamos películas
En algunas comunidades andinas se utiliza el verbo “criar” para hablar de los diferentes oficios. Por ejemplo, cultivar la tierra es una especie de crianza mutua. Pues se trata de un cuidado compartido en el que la tierra es trabajada por un cuerpo que le da, le ofrenda tiempo y paciencia, y esta de retorno le devuelve algo hermoso, como por ejemplo un zapallo.
El cuidado y la atención imbrican un complejo tejido de relaciones vivas, los oficios, son crianzas mutuas. Yanak uywaña, escribe Elvira Espejo para referirse a esa crianza mútua que existe en el quehacer artístico.
Pienso en todas las crianzas mútuas: la crianza mútua de la palabra, la crianza mútua del tejido, la crianza mútua de la luz. Con esta última, no dejan de aparecer en mi cabeza todos los sonidos que congrega una sala de cine: cuerpos que respiran, gritan, aplauden o se quedan dormidos. Hay algo extraño en ese espacio oscuro que nos invita a reunirnos a que una fuente de luz nos ilumine la cara. Pienso en todas las motivaciones que pueden atravesar que una vaya a un cine. Trato de pensar un poquito más, rastreando cuàl puede ser esa crianza mútua de la luz. Casi siempre vuelvo a la misma idea: reunirnos, con varias personas, en un mismo espacio. Una vez más, pienso que lo que más me intriga del cine, es lo que sucede alrededor de él.
Si el lugar del poder es negar el encuentro
¿entonces que somos todos estos cuerpos juntos en una sala?
casi como criándonos-mútuamente-un-misterio
Sobre estas manos que escriben, quedan todas las señales de las películas vistas. Del cine tembloroso que de desechos y tristezas pareciera a veces alimentarse. La película aparece mostrándome su cuerpo de semilla: las instituciones que rodean al cine normalmente me aterran y las comunidades de ternura que este mismo gesta, me conmueven (todas estas palabras no son mías, sino de mis amigxs, nuevxs y viejxs que estos días dejaron). Películas que no fueron proyectadas, banderas de Palestina colgadas a la salida de una sala de cine. Caminar mucho, un frente frío, confundirse con los horarios de los cines y de repente ¡pam! Entré tarde y por equivocación a la película que no era.
Esta era la imagen: El cielo de noche desde el Amazonas en Brasil.
Lo que yo veía: un montón de estrellas.
Dónde estaba parada: Una isla, toda toda rodeada de mar.
A la imagen del cielo le seguía la imagen de una ceiba gigante en la selva.
Afuera del cine y muy cerca de éste hay una ceiba hermosa, a veces se reúnen personas y dejan en sus raíces ofrendas. Coco. Caracoles de mar. Palomas y gallinas sacrificadas. Las ceibas tienen unas raíces impresionantes, que como puentes subterráneos se conectan con otras cosas que seguramente están-más-allá. Cuando pienso en la gente dejando cosas a la raíz de la ceiba, pienso tambièn en una crianza mútua del espíritu. Veo el árbol, en las calles de Cuba y en la pantalla de un cine en La Habana y pienso: ambas tienen en común reunir a un grupo de personas a criar mútuamente un misterio. Ambas gentes creen en algo.
A veces pareciera que con el tiempo se hace más difícil creer en algo.
Creer en algo, como por ejemplo, las películas.
O lo que sea que ellas generen.
Sin embargo el misterio vuelve a emerger: la ceiba y la película tienen en común que son un puente entre dos mundos.
2. Los proyectores: La temporalidad en espiral, la luz que proviene de nuestras espaldas
En “La historia de la mirada” el viejo Antonio, un indígena de las montañas de Chiapas, cuenta como los primeros hombres y mujeres no sabían “mirar”, a pesar de tener ojos. Aunque tenían los órganos para ver, vivían tropezando y chocando, sin saber cómo usar sus ojos correctamente. Los dioses, responsables de la creación del mundo, se dieron cuenta de este mal y enseñaron a los primeros humanos a mirar: no solo a ver, sino a comprender lo que observan, a mirar al otro, al corazón del otro, y a reconocer la mirada que se refleja en los demás.
La conclusión del cuento, más o menos es que una aprende a mirar mirando el mirar del otro. Es decir, mirar no es algo que se aprende a solas. Para aprender a mirar hay que hacerlo en comunidad.
Las películas siempre nos devuelven la mirada
son la mirada del mirar del otro que nosotras
como espectadoras
estamos mirando
el cine nos recuerda que la luz entra siempre
por las grietas con las que hemos aprendido
a nombrar al mundo
y hay una relación de amor
entre esa lengua, esa vida y esa luz de las películas
se trata de una crianza mútua, que sostiene al misterio de aprender a mirar
mirando el mirar del otro
Mientras ojeo el libro del cual saqué el cuento de “La historia de la mirada”, aparecen muchos caracoles en los dibujos que lo ilustran:
“Caracol es el paradigma del pensamiento simbólico de los pueblos mayas. Cuando de las tinieblas y el caos informe irrumpieron al mismo tiempo el universo y el tiempo (en una correlación que nos recordó Einstein), ya antes de que lo poblara el hombre de maíz y brillara el sol, surgió de repente el caracol con su atado de años. Es decir, con los marcadores del tiempo que llamamos calendario, e instaurando el tiempo concreto que llamamos historia para reapropiarnos el mundo”.
El caracol nos presenta una forma diferente del tiempo: hacia delante, en vez de ir el futuro, va el pasado, porque se trata de aquello que podemos ver. Atrás, en la espalda, va el futuro que es incierto, por eso los hijos se llevan ahí, colgados, adelantándose al tiempo. Pero como todo es un espiral, el adelante y el atrás se invierten, o incluso en ocasiones, el atrás pasa a estar al lado derecho, el izquierdo se vuelve el adelante y todos los puntos cardinales se tornan uno mismo: un atado de años en la forma de un espiral.
Pienso de nuevo en nuestros cuerpos sentados en una sala de cine: atrás está el proyector y adelante está la pantalla. Justo en el medio estamos nosotros, nuestros cuerpos, que son como el umbral a través del cual sucede la luz del cine. Quizás sea porque el cuerpo fue la primera cámara, y porque nuestra piel fotosensible alberga fantasmagorías de la luz. Trato de disponer esa geografía de la sala de cine sobre el caracol: el proyector es el futuro y la imagen de la película, es el pasado. Una vez más emergen los puentes de una luz que palpita, de manera subterránea, comunidades lumínicas que duran lo que dura la proyección.
Quizás el cine pueda seguir siendo eso todavía, una esperanza.