Por Pablo Gamba
La flor (2018), ganadora este año de la competencia internacional del Bafici, es una película cuya descripción comienza, inevitablemente, por una cifra: 14 horas de duración. Es un récord para el cine argentino –aunque no mundial, tampoco de las películas presentadas en el festival–. El film escrito y dirigido por Mariano Llinás vendría a ser, por esta y otras razones, la más significativa cristalización hasta ahora del “cine anómalo” en su país, al cual había aportado antes Historias extraordinarias (2008). Es una expresión utilizada por Gonzalo Aguilar en Otros mundos: ensayo sobre el nuevo cine argentino (pp. 239 y ss. de la edición de 2010) para hacer referencia a películas disonantes con respecto a lo que las industrias de la producción, la distribución y la exhibición han establecido como paradigma del cine, y de lo cual se hacen eco los gremios e instituciones públicas que se proponen fomentarlo y protegerlo en nombre de la cultura, de la identidad nacional, la industria y los puestos de trabajo.
Además de tener la duración de más de nueve largometrajes convencionales, el rodaje de La flor se prolongó por nueve años o más. La filmación fue hecha en Mongolia, Corea del Sur, Rusia, Líbano, Bulgaria, Hungría, Nicaragua, Colombia, Chile, el Reino Unido y Francia, y en varias regiones de Argentina y locaciones de la provincia de Buenos Aires, refiere Diego Batlle en una nota publicada en el sitio web Otros Cines. La película comprende diversos géneros y tipos de cine –ciencia ficción, musical, espionaje, ensayo, terror, comedia de enredos, western, serie B, cine mudo, experimental–, como si se hubiera aspirado a hacer todos los filmes posibles en uno. En alguna medida ocurre también con los libros, dada la variedad y abundancia de referencias literarias.
La flor no puede dejar de llamar, por tanto, a plantearse preguntas sobre la asignación de recursos públicos para que sea posible hacer películas, en un país que cuenta con uno de los mejores sistemas de apoyo al cine del mundo. La razón es que fue realizada por fuera de los canales regulares, industriales o independientes, sin recursos del instituto argentino (el Incaa). Frente a ese entramado burocrático y comercial, esgrime algo más esencial: una pasión por hacer cine capaz de llevarse por delante cualquier dificultad que encuentre en el camino. No debería entenderse esto, sin embargo, como muestra de respaldo a quienes propongan eliminar la ayuda del Estado, sino como recordatorio de que lo que realmente puede dar vida a un cine nacional es el aliento creativo. Tampoco se trata de un rechazo total del sistema, como lo evidencia el lanzamiento en el Bafici, al que precedió el de la primera parte en Mar del Plata.
La duración de La flor es consecuencia de una explosión de la voluntad de fabular que Llinás había manifestado en Historias extraordinarias (2008), y que confrontaba ese film con las narraciones débiles y la actitud contemplativa que llegaron a ser consideradas como características del nuevo cine argentino. La importancia de la voice over narradora traía a colación allí el mito de Sherezada, la contadora de cuentos de Las mil y una noches, que mantenía el interés de un rey por seguir una historia tras otra, y evitaba así ser ejecutada. En La flor esa voluntad parece aspirar a sostenerse y consubstanciarse con la vida de los creadores de una película que podría llegar a ser infinita por la manera como se multiplican y se bifurcan las narraciones, que además no terminan. Son seis, independientes unas de otras, y solo una tiene principio, medio y fin.
También dan testimonio de ese vínculo con la vida las intérpretes principales, por la visibilidad de los cambios que experimentaron en el cuerpo a lo largo de los años que se entregaron al rodaje. Las cuatro actrices principales –integrantes del grupo teatral Piel de Lava– tienen personajes diferentes en cada narración, lo que hace evidente la presencia en la pantalla de las mismas personas reales que los interpretan. Es algo que la actuación suele tratar de ocultar. Asimismo podría hallarse en La flor un documental sobre la evolución del cine digital de bajo presupuesto, desde la resolución precaria de la cámara del primer episodio, que llevó a adoptar un estilo de primeros planos y fueras de foco, hasta la nitidez y la apertura de campo que pudieron alcanzarse más adelante.
Las narraciones de La flor surgen de un esquema que el personaje del director traza al comienzo en un cuaderno. El título viene de lo que ese dibujo parece ser. Por constituir un dispositivo insólito, que sirve de punto de partida para la película, hace pensar en la belleza de un acto surrealista. Tal como suele entenderse la producción de cine, lanzarse a hacer una película siguiendo esa “flor” podría parecer una tarea insensata, surgida de un impulso irracional.
Pero el hecho de que la “flor” de La flor nazca de un esquema apunta también en una dirección contraria a ese impulso: hacia la abstracción. Es una característica inherente a los géneros que aspiran a tener un alcance universal y que es resaltada en la película. Raúl Ruiz la llamó en un ensayo “imagen utópica” porque parece no tener anclaje en ningún lugar del mundo (“Imagen de ninguna parte”, en Poética del cine, Santiago de Chile, 2000, pp. 33-52).
La película también es abstracta por semejanza con la música. Hay en ella un concierto de lenguas cuya diversidad pareciera aspirar a abarcar el mundo entero, y que incluye el contrapunto característicamente cinematográfico de la voz del actor y la que le asigna el doblaje. La palabra, en consecuencia, vale tanto o más en la película por la manera como suena que por lo que expresa. Si en el episodio del género de espías de La flor la voz narradora pareciera esforzarse en tomar partido por uno de los bandos geopolíticos enfrentados en la Guerra Fría, lo que se consigue, en el contexto de la película, es llamar la atención sobre cómo ser biempensante es decir generalidades que suenan bien.
De la tensión entre lo vital y lo abstracto nace igualmente la belleza de La flor. Sigue en eso Llinás a las películas de la Nueva Ola, en las que el material proveniente de los filmes estadounidenses, redescubiertos en Francia luego de la Segunda Guerra Mundial, se combinaba con la espontaneidad de realizadores jóvenes que se apropiaban de ellos, rehaciéndolos a lo Roberto Rossellini, con los recursos disponibles. El cine también se hace así parte de la vida, y crítica del anquilosamiento al que puede llegar un arte que se estabiliza en la “calidad”.
Una dedicatoria “a Hugo” llama a considerar el tipo de abstracción que llevó a cabo Hugo Santiago en una de las películas más importantes en la historia del cine argentino: Invasión (1969), escrita por Jorge Luis Borges y él, y basada en un argumento de Borges y Adolfo Bioy Casares. Sobre todo por lo tocante a la analogía de los dos bandos enfrentados –los que visten de blanco y los que llevan trajes negros– con las piezas de un juego de ajedrez, y la transfiguración de Buenos Aires en ciudad homónima a la Aquilea de los mitos, que una organización de agentes veteranos trata de defender de los invasores.
En Invasión la abstracción genérica es un recurso para plantear una reflexión sobre la violencia política en la Argentina. La escena donde se escuchan los gritos de la tortura, y la exhibición de una picana eléctrica, son anclajes en esa realidad. El final, en el que hay una repartición de armas a jóvenes que se disponen a continuar la lucha “de otra manera”, hace referencia a la guerrilla.
Nada como eso parece haber en La flor. Su vínculo con el contorno social vendría a ser como el del surrealismo y su consigna de cambiar el arte para transformar la vida, considerando que no todos los artistas de ese movimiento tuvieron compromiso político. Si la película es expresión de una inquietud con respecto al cine argentino actual, no parece haber ningún problema del país al que el cineasta considerara necesario hacer referencia a la manera de Invasión.
Incluso no es radical el cambio que La flor propone al público. La construcción que el film hace de sus espectadores parece ser contradictoria, en este sentido, con el reto creativo que fue hacerlo, por su aspiración a borrar la división entre el arte y la vida. A pesar de las 14 horas, la experiencia de ver la película es en gran medida congruente con la separación del trabajo y el entretenimiento en la que se inserta el cine comercial. Se debe a la división en tres partes que se proyectan en funciones separadas, y la subdivisión de cada una de ellas en episodios, con intervalos para descansar y comprar alimentos y bebidas, lo cual puede formar parte del negocio de la exhibición alternativa. La película no deja de remarcar, así, la distancia entre la vanguardia que abre caminos y el público al que cree necesario dar facilidades para que la siga, en vez de causarle molestias que le hagan abandonar actitudes consideradas pasivas.
Pero hay otra comodidad que La flor sí debería sacudir, y es la que son capaces crear para los cineastas los sistemas estatales de fomento y protección del cine, en cualquier país del mundo donde existan. El impulso de la creación puede adormecerse en su canalización a través de esas instituciones y en la satisfacción conformista con el nivel promedio de calidad que propician –o en el rechazo populista de la exigencia de calidad a lo que hace el “pueblo”–. Es, además, un confort suicida, porque ablanda la capacidad de defensa de esas conquistas cuando surge la amenaza del recorte de todo gasto “innecesario” del Estado.
Dirección y guion: Mariano Llinás
Producción: Laura Citarella
Fotografía: Agustín Mendilaharzu
Montaje: Alejo Moguillansky, Agustín Rolandelli
Dirección de arte: Laura Caligiuri
Sonido: Rodrigo Sáncuez Mariño
Música: Gabriel Chwojnik
Intérpretes: Elisa Carricajo, Valeria Correa, Pilar Gamboa, Laura Paredes
Argentina, 2018