Por Mónica Delgado
En algún pasaje de Objetos rebeldes (2020), una entrevistada indica que las famosas esferas de piedra que pueblan selvas y campos del sur costarricense son obra de alienígenas. Pareciera que desmentir esta afirmación o mostrarla como una tesis que puebla muchas lecturas sobre la historia de los pueblos originarios en la región se une a un deseo mucho más íntimo, en la medida que la cineasta logra establecer esta fascinación por el estudio de los vestigios con las evidencias que existen para construir nuestras memorias particulares. Este interés por recoger la motivación de los estudios de la arqueóloga Ifigenia Quintanilla para potenciar el valor simbólico de estas rocas prehispánicas dentro de un pasado indígena permite identificar la finalidad anticolonial, pero también confrontar el pasado desde un plano más personal y familiar: el regreso de la directora a su país natal luego de una estancia en Bélgica y ante la inminente pérdida del padre.
En la ópera prima Objetos rebeldes, la cineasta Carolina Arias Ortiz establece una reflexión sobre los indicios, sobre estos rastros del pasado que tiene un lenguaje propio, que existen para interrogarnos sobre la historia y el modo en que se ha construido. Por un lado, la directora genera un cuestionamiento al modo en que Costa Rica se percibe como tierra de blancos, libre de un pasado indígena, y por otro, está la presencia de la arqueóloga Quintanilla, quien aparece en varios momentos del documental para mostrar algunos avances en sus estudios en torno a estas piedras gigantes, desde una postua apasionada y poética. Pero esta parte arqueológica del film, se confronta con un plano más cercano, el del retorno al país y el del reencuentro (fuera de campo) con su padre enfermo, tras el divorcio de la madre y tras el alejamiento de años en Europa.
Arias Ortiz también es antropóloga y esta perspectiva indagatoria aparece en Objetos rebeldes a través de los lazos de presente y pasado, desde este ímpetu por interpelar al padre, aunque lo hace de manera sutil y desde otro tipo de vestigios: fotos familiares que van dando cuenta de un pasado plausible, real, donde la evidencia de la arcadia familiar e infantil parece hablar poco y donde su rol es interpretar gestos, momentos detenidos en esos documentos de lo edénico. Esta veta íntima del film, confieso, resulta menos atractiva que la analogía en torno al estudio de las piedras esféricas, ya sea por el déja vú a los documentales que se basan en una “arqueología de la memoria”, o por la idea del retorno al pueblo natal como problemática, como síntoma de situaciones inconclusas, de traumas personales a resolver. Por ello, la filosofía sobre estos objetos rebeldes, que resulta apasionante desde la perspectiva colonial y desde el blanqueamiento histórico, resulta más sugerente.
El estudio del territorio Diquís y sus misteriosas esferas de piedras como objeto apasionante de análisis es superpuesto al modo en que la cineasta (a través de su voz en off y en primera persona) busca recomponer la figura paterna tras la muerte. Se trata de objetos que hablan, que permiten lecturas, interpretaciones, además de indefiniciones, teorías ante el silencio u olvido. Y este ejercicio de contemplación y de conjeturas es la única certeza: dejar hablar -y escuchar- a los objetos como prueba de otro tipo de diálogo. La confianza en esas otras voces que se exhuman a través de objetos rebeldes de otros tiempos y memorias.
Dirección: Carolina Arias Ortiz
Sonido: Richard Córdoba
Producción: Alexandra Latishev, Carolina Arias Ortiz
Edición: Ximena Franco
Música: Grecia Albán
Costa Rica, Colombia, 2020, 67 min.