Oh! Uomo ( 2004)
Por Eduardo A. Russo
En un artículo publicado hacia 1995 en la revista Trafic, Yervant Gianikian y Angela Ricci-Lucchi describían a su metodología cinematográfica como “cámara analítica”. Allí explicaban su proceso de realización, que incluye tanto la participación de técnicas específicas de visionado y registro, implicando el uso de aparatos especialmente diseñados, como un procedimiento de trabajo con sus propios protocolos. Acaso no tan conocida como la Nervous Magic Lantern de Ken Jacobs, esta cámara analítica designa a la vez un aparato ad-hoc y un método realizativo, un modo de hacer altamente reflexionado, en el que la impronta cinematográfica de Gianikian y la más proclive a lo plástico de Ricci-Lucchi se complementan, para dar lugar a un discurso que se sitúa en los intersticios de la foto y el cine, de la materia y la forma, de la exploración del espacio y de las artes del tiempo.
Los realizadores visualizan y copian, mediante su cámara analítica, imágenes de material de archivo alterando el tiempo de proyección, reencuadrando, develando ese plus de imagen que contiene un fotograma cuando es sometido a la ampliación y a la detención, para que el barrido de la visión en su superficie reemplace su obliteración como foto y pasa a convertirse en los insumos del movimiento aparente que es la base de la imagen cinematográfica. Como en el caso de sus pares Harun Farocki o Hartmut Bitomsky, aunque llevando el procedimiento a grados de exhaustividad inusual, se trata, para ellos, de operar (con precisión quirúrgica) sobre el tejido cinematográfico —el plano, incluso retrocediendo hasta el fotograma. No es azaroso que el cuerpo humano a cortísima distancia, sus fragmentos encuadrados y reencuadrados, sean algunas de las zonas de trabajo más obsesivamente cultivadas en sus films, para acceder a una exploración de la anatomía, de los cuerpos del cine y del cuerpo propio del cine.
Lo propio de la dupla Gianikian-Ricci Lucchi es un verdadero ejercicio de disección de la imagen cinematográfica, tanto en lo que toca a los recortes posibles mediante los bordes de la pantalla como a su posibilidad de acercamiento, a menudo, hasta provocar la pérdida de la figuración. En otras oportunidades, de la obtención de esa misma figurabilidad se va abriendo el cuadro, para ejecutar una lectura detenida de un relato en ciernes. En otras palabras, allí asistimos al modo en que un orden de representación surge a partir de la figura y deja revela un relato oculto. Para ello se abren dos instancias simultáneas: el juego con el tiempo se liga a las maniobras sobre el espacio. El tiempo de la visión y el tiempo de lectura son tensados hacia un instante propio de la comprensión dispuesta para un espectador cuya mirada se desliza en el filo oscilante entre la fascinación y la posible obtención de un conocimiento. Su campo de trabajo se desliza en el filo de la imagen como documento, como evidencia visible, y como materia sensible, anterior a toda figuración y representación.
Tensionando la imagen de cine mediante la aceleración y ralentización, quemándola o invirtiéndola en su negativo, aislando partes del fotograma o insistiendo en la repetición de un movimiento, volviendo a montar, deteniendo o coloreando, los cineastas hallan nuevas revelaciones en las viejas imágenes. Aunque no siempre el trabajo comienza a partir de lo hallado en archivos fílmicos. A veces, como en la minimalista Giro, giro, tondo (2007), han partido del registro obtenido por sus propias cámaras, algo que si bien es minoritario en su producción, consiste en un recurso al que no han rehusado siempre que les fue necesario. En el citado trabajo, tuvieron como punto de partida el registro obsesivo de todo un museo del juguete, tomándolos uno por uno. Algunos objetos y pequeños aparatos muestran sólo su aspecto, reconocible o extraño, de acuerdo a la distancia temporal y cultural que separa al observador y al artefacto en cuestión, otros, cine mediante, muestran su funcionamiento, operan, se mueven graciosamente. Mediante una contemplación minuciosa que delata al ojo atento toda una historia de la infancia en la cultura del siglo XX, de la ideología en los objetos y de los destinos imaginados para los sujetos, Gianikian y Ricci Lucchi parecen elaborar a toda una antropología de la infancia a pura mirada, porque el trabajo no cuenta con banda sonora. Y en los efectos del uso y el tiempo en esos juguetes se remontan a una meditación sobre el pasado y el presente. Lo hacen sin comentarios y sin acompañamiento musical, apostando a un cine de observación puramente visual. En otros trabajos, por lo contrario, apuestan a una densa presencia audible, con bandas sonoras trabajadas de un modo exhaustivo.
El tratamiento sonoro posee un grado de sofisticación extremo (a veces como para friccionar, desde un costado curiosamente esteticista, la precisión casi científica del tratamiento de la imagen visual) en la mayor parte de sus films, de lo que es muestra cabal Inventario Balcánico (2000). Sus modos de musicalización puede abarcar la más contemporánea música electrónica o las formaciones de cuerdas, evocadoras de otros tiempos y emociones musicales ligadas a la pantalla. Pero no se trata sólo de música, ya que en otros momentos, la voz humana aporta otra presencia decisiva.
Dal Polo all’equatore (1986)
La trilogía de la guerra del binomio Gianikian y Ricci-Lucchi, compuesta por Prigioneri della guerra (1996), Su tutte le vette e la pace (1999) y Oh!, uomo (2004) tal vez sea hasta hoy, junto con su primer largometraje Dal Polo all’equatore (1986), los puntos culminantes de una larga trayectoria que incluye más de cuarenta films de distinta extensión y una decena de instalaciones durante la última década. En la trilogía se dispone un complejo y tan fascinante como estremecedor retrato del estado del mundo en torno a la Primera Guerra Mundial, desde el registro de regimientos y prisioneros, las primeras imágenes de propaganda usadas durante el conflicto y los archivos médico-militares sobre los estragos de las armas en los cuerpos y sus técnicas de reconstrucción. En el segundo film, apelando a la cantera descomunal de los archivos del olvidado documentalista Luca Comerio (1878-1940) —quien en algún momento fuera cineasta oficial del rey Vittorio Emmanuele y, mucho más tarde pasara a serlo de Mussolini, cuya filmografía se conserva en Milán y ellos rescataron y restauraron décadas atrás— restituyen las paradojas de un mundo olvidado. El omnívoro coleccionista de imágenes que fue Comerio había muerto pobre y amnésico, y a él dedican su film los cineastas, haciendo de su proyecto también un estudio sobre la fragilidad y la pérdida, tan consustancial a las imágenes de cine como su capacidad de conservación de la memoria.
Gianikian y Ricci Lucchi muestran a la vez, con su cámara analítica, toda una concepción de la realización en cine y una interrogación ética y política sobre la imagen tomada por una cámara. No importa que la imagen en cuestión sea profesional o amateur, provenga de archivos oficiales o de depósitos inciertos, registre hechos considerados como históricos o se detenga en minucias como una celebración familiar o el turismo de clases altas a lugares exóticos como en la notable Images d’Orient: Tourisme Vandale (2001) y su disección del eurocentrismo. Hay en la forma en que las indagan y las articulan mediante el montaje, una deconstrucción de la mirada del poder y los poderes de la mirada, tanto como una reflexión sobre la imagen. Investigando, catalogando, interviniendo los planos, desmontan y remontan, exploran y descubren gérmenes de sentido y los cultivan en construcciones tan atípicas como perturbadoras. Su trabajo con los archivos, a esta altura, ya ha hecho escuela en otros documentalistas, traspasando una obsesión que puede detectarse en el trabajo de unos cuantos cineastas jóvenes, dispersos por el mundo, que hoy encuentran en el found footage —aunque aquí habría más bien que hablar de searched footage, buscado e investigado, aparte de hallado— la materia prima de su producción. Lo propio del binomio es del orden de la búsqueda incansable antes que del encuentro azaroso.
La operación de Gianikian y Ricci Lucchi resulta una experiencia que es tanto de análisis en la realización como de síntesis en el trabajo del espectador, que establece no tanto conexiones narrativas, sino más bien categoriales ante lo presenciado. Ver uno de sus films es ir, en su mismo transcurso, estableciendo hipótesis, construyendo ideas sobre el mundo de la representación y sobre la representación del mundo a través del cine. Espacios, objetos, cuerpos, todos tomados de otros tiempos y lugares, se ponen nuevamente en escena para trazar una apasionante cartografía humana, desvelada por el despliegue de cada imagen y su confrontación con otras.
En el cine de Gianikian y Ricci-Lucchi se advierte una indudable conexión con el del gran —y aún poco conocido, a pesar de la notable empresa de recuperación que su obra ha presenciado en la última década— Artavadz Peleshyan, quien en su tan breve como impresionante producción supo delinear, con su “montaje a distancia”, insólitos patrones tanto de sentido como de índole musical. En el horizonte de ambos trabajos, la vieja sombra de Dziga Vertov se extiende sobre estas expresiones que ensanchan los límites y posibilidades del cine, dejando sospechar todo lo que queda aún por inventar.
Una vez visto, un cine como el de Gianikian y Ricci-Lucchi no puede dejar de tener efectos sobre aquellos a los que les importa el cine. A su vez, puede afirmarse que su producción también trabaja el cuerpo mismo del cine contemporáneo. En tiempos de una imagen espectacular que parece tendiente a mostrarlo todo, sin dejar lugar a fisuras ni abrir pregunta alguna, el de ellos se convierte en un cine de los que hace falta, devolviéndonos el misterio que aguarda en cada lata de material fílmico o en cada imagen tomada por una cámara.
Pays Barbare (2013)
Del mismo modo que ha ocurrido con otros cineastas como Harun Farocki o Abbas Kiarostami (sólo por citar dos casos destacados), en el giro del milenio cineastas han ingresado sus realizaciones en los espacios museales, que han convertido en un lugar privilegiado para presentar, en un entorno renovado, su producción actual e incluso para dar nuevos ángulos de recepción a momentos anteriores de su trayectoria. Como si los museos y galerías fueran una expansión arquitectónica y antropológica de su cámara analítica, esta vez trasladada al ojo de cada visitante como eventual montajista de su trayectoria. La primera instalación fue Visions du Désert, en la Fondation Cartier de Paris (2000), y las experiencias fueron sucediéndose hasta arribar a Non non non (2012), cuyas dimensiones la erigieron como primera retrospectiva integral de ambos, un repaso de su carrera y puesta al día, montada en la galería Hangar Bicocca de Milán.
El concepto fundamental que liga a los trabajos expuestos en Non non non parte de una comprobación que Gianikian y Ricci Lucchi han efectuado en su relación de agudos observadores críticos de buena parte de las muestras de arte contemporáneo. En esta muestra denuncian, mediante la frecuentación de las imágenes del siglo veinte y lo que llevamos del siguiente, la negación sistemática de la brutalidad de los procesos de sujeción violenta y extermino que atraviesan todo archivo, y más aún cuando éste se encuentra emparentado con alguna función relativa al ejercicio del poder. Montados como una instalación que permitía a los visitantes del Hangar Bicocca deambular entre imágenes plásticas, foto fija, cortometrajes en loop y piezas de mayor extensión, los elementos dispuestos en Non Non Non constituyeron un catálogo dinámico, un archivo razonado que interrogaba de modo desgarrador no sólo el lugar de esas imágenes en el mundo del cine sino también en el mundo del arte, trabajando en esa misma intersección. El conjunto constituyó una creación que es a la vez obra artística y ensayo crítico bajo una presentación intermediática. Como afirma Georges Didi-Huberman, un autor en íntimo diálogo con el concepto central que articula a Non non non, las suyas son imágenes que no solo significan, a veces por susurros y otras por gritos, sino que también son imágenes que queman.
Por último, volviendo a ese formato de largometraje cuya estructura les permite la tradicional y tan cara navegación narrativa, en una manera que evoca nada casualmente a esa condición de viajeros de la imagen que también les es propia, se ubica su última producción al momento, Pays barbare, presentada en Locarno 2013. Elaborada a partir de imágenes de archivo de origen colonial, tomadas en Libia y Etiopía, particulares orgullos cautivos del régimen fascista en el período de entreguerras, esa reconstrucción de un imperio con mucho de absurdo es cotejada con el registro de la guerra en su costado más crudo. Las imágenes de propaganda imperial contrastan con la caída de Mussolini presentada en su exposición más abyecta, la del cadáver desfigurado del Duce y su amante expuestos en la Plaza Loreto de Milán, luego de su ejecución sumaria. Pays barbare ya justificaría su título con ese cruento entramado, entre la violencia contenida o el estallido que el espectador podría localizar en los tiempos pasados a los que la imagen de archivo no deja de convocar de modo implacable. Pero siempre hay algo más en las temporalidades del cine de Gianikian y Ricci-Lucchi, y aquí particularmente acecha la sombra que esas imágenes del pasado ciernen sobre nuestro presente de herencias coloniales, geografías privilegiadas y tragedias de refugiados. El Pays barbare en cuestión no quedó confinado en el fondo de la historia sino que acecha de forma ominosa en el actual paisaje europeo, bajo los nombres de Ceuta, Melilla o Lampedusa, por citar sólo algunas localizaciones de esa ignominia contemporánea que un insistente non, non, non, no puede acallar. El cine de Gianikian y Ricci Lucchi tiende sus vectores hacia una memoria que es, a la vez, clave crucial para iluminar los dramas y urgencias del presente.