Por Martín Arnau desde Cannes
Me agrada, y creo que es más satisfactorio para el espíritu, recuperar las escenas que más me han conmovido del Festival de Cannes antes que enumerar en un top las películas más destacadas que se han exhibido. El sistema de productividad que rige actualmente la crítica cinematográfica está anclado en una imparable dinámica del intercambio: del cineasta a los críticos, de los críticos a los espectadores o internautas, y así sucesivamente. Concluye la jornada, el marcador se pone a cero y al día siguiente es momento de acudir a otras proyecciones para prolongar ad infinitum este engranaje, en el que las redes sociales ejercen o bien de altavoz o bien de muro de las lamentaciones. No se tolera ningún término medio entre el elogio y la recriminación, y pese a que la experiencia de Cannes supone formar parte de un gran entorno erigido alrededor de la comunicación, las jerarquías que la engrasan son hostiles y anquilosadas.
Una sobresaturación de cine es un desafío cognitivo y una prueba para la retención de la memoria, como reflexiona Leos Carax al final de su excepcional mediometraje C’Est Pas Moi. En él, el cineasta rememora a modo de collage los instantes más representativos de su filmografía, al tiempo que dialectiza el discurso godardiano sobre la imagen con la escasa capacidad de atención del espectador actual. “El flujo actual de las imágenes no deja tiempo ni de parpadear. Nos quieren ciegos”, constata Carax. La escena postcréditos de su pieza es una de las más hermosas del audiovisual y del arte de los últimos años. En ella reaparece por sorpresa un personaje muy singular de su filmografía, y este avanza por la pantalla a ritmo de “Modern Love”, de David Bowie. Dicho momento no es únicamente un espectro del pasado, el de aquel Denis Lavant que corría y se retozaba en Mala Sangre, sino que también es un llamamiento a reaprender los rudimentos del cine, esto es, el trabajo manual y acompasado que precisa el cinematógrafo para escribir el movimiento y construir el sentido.
Crítica de cine y pensamiento son dos conceptos rara vez compatibles para este sistema voraz, inmediato y extractivo que responde a la urgencia del consumismo. A pesar de esto, la experiencia de cubrir Cannes, tercera vez consecutiva para este crítico, conlleva otro tipo de satisfacciones. Por un lado, imaginarse a uno mismo viendo nuevamente los filmes antes de su estreno en salas, semanas o meses después. O incluso soñar que todavía no se han visto. Desde la perspectiva del creador, Pasolini estaba seguro que las películas más bellas son las que nunca llegaron a ser filmadas, y que la parte más pura de la expresión cinematográfica son todos los sueños previos a su ejecución. Cuando las películas proyectadas todavía no han pasado a disposición de la opinión pública, se vuelven inactuales y permanecen en una especie de estado de congelación, en una recámara secreta de los recuerdos. Allí vibra de nuevo el rostro de la coprotagonista de Caught by the tides, de Jia Zhangke, cuyo rostro medio tapado por la mascarilla permite explorar unos ojos abatidos por el desamor y que buscan consuelo ante un afable robot. Miradas como la de esta mujer, quien vive la grisácea época de la pandemia más reciente, llevan inscritas la modesta recuperación de la sensibilidad y del sentimiento. Porque el cine nace como un estudio de lo humano que se realiza por varios humanos que se reparten la faena delante y detrás de cámaras. Esta compleja fricción, que pasamos por alto con demasiada frecuencia a la hora de emitir juicios de valor, rubrica los misterios de este arte, en muchas ocasiones cercano al delirio. Un delirio que, en manos de Paolo Sorrentino, se convierte en belleza que crepita y se expande. Un baile a la orilla del mar, dos jóvenes y una joven abrazados, que se acarician mientras el “My Way” de Frank Sinatra ha resonado al fondo de la imagen. Dice Emmanuel Lévinas que la caricia es solicitar lo que se escapa, no es un tocar, sino un no saber lo que se busca. Para el director de Fue la mano de Dios, el cine sigue siendo escultura de los cuerpos y transmisión de los afectos, algo que Miguel Gomes también asume con la filmación de un baile íntimo entre la protagonista y su pretendiente en su último cuaderno de viajes, Grand Tour.
Oscilar en el umbral del desvarío, a causa de las escasas horas de descanso, también es una coyuntura habitual en Cannes. En una escena del tercer acto de The Substance, de Coralie Fargeat, un cuerpo se mira en el espejo mientras la banda sonora de Vértigo de Hitchcock irrumpe sin previo aviso por las brechas de la ficción. El cuerpo que se contempla no es normativo, sino que es deforme, monstruoso, como imaginaron la plástica de David Lynch o de la serie B norteamericana. Esta referencia a la obra canónica de Hitchcock es probablemente una de las más inspiradas que se hayan acoplado nunca en una película, la cual desafía el aguante del público a la hora de llevar al límite las consecuencias de los fieros patrones femeninos de cosmética. En un momento así, uno duda sobre lo que está viendo, sobre cuáles son los códigos que se inyectan en una imagen demasiado extraña para ser cierta. El cine más profundo posee ese poder, como es el de darle una forma al inconsciente. En esta área, David Cronenberg es un verdadero experto. En su último filme, The Shrouds, el autor remite también a este imaginario órfico hitchcockiano, pues el protagonista es un individuo tan obsesionado por la ausencia de su difunta mujer que desea yacer junto a su cadáver. En ese sentido, las escenas que atañen al retorno de la fallecida, rodadas con un claroscuro sugestivo y nítido, están muy impregnadas de esta poética del irracional que habita en el cine desde sus manifestaciones primerizas. En muchas ocasiones, la punta de lanza de estas cuestiones se labra desde la mutabilidad del cine de género, sobre el que el musical Emilia Pérez y el thriller Anora tienen mucho que decir. En ellas, lo irracional se sustituye por el nervio y por el pulso de dos cineastas solidarios y empáticos, como son Jacques Audiard y Sean Baker. La secuencia pregnante de Anora, rodada en un salón, no la hubiera concebido ni el Quentin Tarantino más inspirado.
Concluida la cobertura del festival de Cannes, se apelotonan unos días de vacío y también de confusión. Una escena regresa a la mente con todo su furor, pero quizá pertenece a otra película. La saturación diaria de la mirada da paso a un estado de digestión en el que podemos empezar a sentir de nuevo y a recuperar el ritmo perceptivo habitual. Toca regresar, alegre o resignadamente, a la vida real, para después poder abandonarla de nuevo ante una pantalla en blanco, en la que cualquier sueño es posible.