Por Mónica Delgado
El cineasta, productor y dramaturgo peruano Héctor Gálvez realizó el año pasado el documental Esperaré aquí hasta oír mi nombre (2021), que trata sobre el registro de los preparativos y puesta en escena de una obra teatral sobre el Conflicto Armando Interno y los urgentes ecos de memoria como interrogantes en una comunidad en los Andes.
La obra teatral en mención es La hija de Marcial, que el mismo Gálvez dirigió en 2015 y que se estrenó en el Teatro de la Universidad del Pacífico. También fue una de las ganadoras del concurso de dramaturgia Sala de Parto de ese año. La obra parte del descubrimiento de una fosa en un patio de una escuela pública en una comunidad de la sierra peruana, donde se vivió de manera trágica las consecuencias del terrorismo, tanto desde Sendero Luminoso como desde las Fuerzas Armadas. La obra se centra en Juana, la hija que nunca conoció a su padre y cuyos restos son identificados. Sin embargo, no le puede dar una sepultura digna, debido a que el pueblo y las autoridades no ven con buenos ojos que un senderista reciba, incluso después de la muerte, este apoyo. Así, el personaje de Juana (que encarna la actriz Kelly Esquerre también en la película) se ve imposibilitado de darle un resguardo físico de memoria a su padre.
En Esperaré aquí hasta oír mi nombre, el cineasta va con su equipo a llevar La hija de Marcial a diversos poblados, en Paria, Ccarhuapampa, Totos y, sobre todo, a Oronccoy en La Mar, Ayacucho. Por un lado, el film es el registro del traslado de esta obra presentada en Lima a los entornos que se describen en la ficción teatral. La obra que habla sobre el conflicto llevada a los mismos fueros que se describen en la ficción: una obra para que la vean sus propios protagonistas. Y por otro lado, también es la reflexión metatextual de un cineasta, quien es un personaje más, en conflicto con sus procedimientos documentales y fílmicos, con la necesidad de encontrar vías para adentrarse en la crisis de representación en la ficción y el documental, y en el cuestionamiento a su posición como creador sobre sus “objetos de estudio”.
El film comienza con la llegada del equipo a alguno de los pueblos, para instalar los insumos necesarios para la obra, pero también para el registro de esta representación al aire libre, en el patio de una escuela. Gálvez utiliza una escuela real como escenario de los hechos que desarrolla la obra original. Llegada la noche, se realiza la función con el pueblo como espectador. El modo en que se realiza el montaje del film, da cuenta de varias presentaciones y también de varias reacciones, ya que poco a poco, Gálvez va intercalando momentos de la obra de teatro y sus preparativos, con testimonios de las personas de la comunidad. Así, conviven en esta documental dos tipos de procedimientos, el teatral y el cinematográfico. La presencia de la cámara en las funciones nocturnas se percibe como una entidad que va desnudando una doble mirada: la de los espectadores del pueblo viendo la obra y a su vez una cámara o equipo realizador que los observa como objeto de análisis.
Los testimonios de mujeres y hombres reconstruyen algunos sucesos dolorosos tras el hallazgo de cinco fosas en el Oronccoy, en el distrito ayacuchano de Chungui, y que en promedio cada una contenía unos 50 restos de mujeres, ancianos y niños, víctimas de la violencia policial en 1985. De esta manera, con la mecánica de lo representado en la obra de teatro, los hechos del pasado asoman producto de una activación de la memoria, aunque luego sabremos que muchos de los sobrevivientes directos o indirectos no quieren saber o hablar ya mucho del tema.
El film transita entre el documental-diario que registra al equipo y al cineasta en la puesta de la obra durante algunos días, y hacia la mitad se va cambiando la expresión hacia un documental más convencional, donde la figura del cineasta y su mirada desaparecen, y así se opta por trasladar el lugar de enunciación. Del cineasta a la comunidad. De la mirada del cineasta y del recojo de opiniones en torno a lo que despierta la obra, se pasa a dar voz a aquellos y aquellas que protagonizan esta recuperación de los cuerpos de familiares desaparecidos, ya no desde la ficción del teatro (basado en hechos reales) sino desde un ritual de despedida, con escenas del cementerio donde se velan los cuerpos recuperados de las fosas. Y cuando menciono que el documental toma una forma convencional, no significa que esta aparezca en un sentido peyorativo, sino que, en la búsqueda expresiva, aludir a algunas formas del documental más directo, donde se le da la voz a los personajes/campesinos, o donde la figura del director ya no interviene, desde el amparo de un montaje invisible, implica la decisión de ceder paso a lo real, sin subjetividades tan explícitas de por medio.
En una entrevista que se le hizo en la edición del año pasado del Festival Render, el cineasta se pregunta: “¿Quiénes somos nosotros para ir a presentar esa obra allá? La pregunta resulta oportuna dentro de la primera parte del film, donde existe esta interpelación, más aún cuando uno de los testimoniantes, un adolescente que estudia en la escuela del lugar, le pregunta al director que por qué siguen haciendo películas sobre este conflicto traumático, cuando las personas del pueblo ya han superado eso, o no quieren volver una y otra vez a revivir esos hechos tan luctuosos. “Queremos comedia, preferimos los videos del Cholo Juanito o de Richard Douglas”, dos de los comediantes más queridos en la región.
El nombre del film viene, según comentarios del mismo cineasta, del parafraseo de unos versos del poeta griego Yorgos Seferis. Y en este sentido, Esperaré aquí hasta oír mi nombre es una obra que construye la urgencia de un desplazamiento en los lugares de enunciación. Por ello, el hecho de que el cineasta abandone el tono inicial para ceder su protagonismo o presencia al seguimiento de las mujeres, sobre todo, que honran la memoria de sus familiares es un acto de afirmación de una elección narrativa. ¿Cómo debe transmitirse la voluntad de los sujetos registrados? ¿Qué importa más cuando se aborda la crudeza de este tipo de violencia? Y en este sentido, el film de Gálvez deviene en una decisión de valor ético.
Héctor Gálvez es el director del documental Lucanamarca (2008), y de los largometrajes de ficción Paraíso (2009) y NN: Sin identidad (2014), y con este reciente trabajo a medio camino entre el documental y la no ficción muestra un interés en las oportunidades del cine para generar preguntas sobre estas problemáticas de representación en torno a la memoria y con relación al desplazamiento y a las injusticias post conflicto armado.
Texto publicado originalmente en la revista Vuelapluma #22, de la Universidad de Ciencias y Humanidades.
Dirección: Héctor Gálvez
Guion: Héctor Gálvez
Fotografía: Carlos Sánchez Giraldo
Edición: Víctor Hugo Gámez Robledo
Sonido: Willy Ilizarbe
Producción/Directora obra de teatro: Maricarmen Gutiérrez
Producción: Héctor Gálvez, Enid Campos, Paulo de Carvalho, Daniel Dávila
Intervenciones de Rosilda Orihuela, Saturnina Enciso, Kelly Esquerre, Beto Benites, Ricardo Delgado, Gerald Espinoza
Productora: Piedra Alada Producciones
Perú, 78 min, 2021