Por Joselyne Gómez
En el acto de mirar, aquel que mira posee el ojo de la libertad, uno que se permite dosificar las imágenes y constituir a su voluntad lo que tiene enfrente, por lo que supone a su vez un acto violento para aquel que es mirado, pues lo sitúa en un lugar vulnerable. La cineasta Mercedes Gaviria Jaramillo explora este juego de miradas en su ópera prima Como el cielo después de llover (2020) a modo de reflexión, meditando en su mirada propia como realizadora.
Este documental incluye registros en el rodaje del largometraje La mujer del Animal (2016), la última película a la fecha de su padre, el cineasta Víctor Gaviria. Este la llama para invitarla a trabajar, de modo que explore la vivencia de rodar con él. Mercedes Gaviria emprende así un viaje no solo físico, debido a la distancia que ha decidido tomar de ellos viviendo en Argentina. Sino uno introspectivo, en el que explora el quehacer cinematográfico haciendo uso de material de archivo familiar, el diario de su madre y testimonios de su familia.
En esta relación de padre e hija se evidencian los diferentes modos que tienen de afrontar el cine. Por un lado, su padre plasma la violencia de género en una ficción, de una forma tan cruda, que su misma hija se cuestiona sobre la intensidad con la que su padre se inmiscuye en este universo. Por otro, Mercedes Gaviria constituye un diario filmado, que establece semejanzas entre la forma en la que su padre solía grabarla y cómo ella decide mirarlo a él. Esta vez no es ella la que se encuentra haciendo rabietas por tareas escolares, sino su padre en medio de sus borracheras con sus colegas y en sus momentos de enojo.
En esta relación entre hija y padre encontramos un elemento de complicidad: así como ella de niña en ningún momento pedía dejar de ser grabada y era dirigida por su propio padre, ahora es ella quien asume este rol detrás de cámara. Construye un paralelo en la voz de su hermano Matías, quien de pequeño le vociferaba a su padre que no le tomara fotos, y ahora es a Mercedes a quien le dice que deje de grabar, reprochándoles que la vida es primero para vivirla que para filmarla.
Dicha complicidad entre Mercedes y su padre se ve también reflejada en otro punto clave: cuando ella está grabando a su familia en la piscina, decide decirle a su hermano que quite una matera, pero este expresa su desinterés, por lo que su padre no duda en hacerlo rápidamente. Durante la película este tipo de interacciones se hacen comunes entre ellos, siendo evidente que comparten esta afinidad por reflexionar en lo que significa mirar a otro a través de una cámara. A temprana edad, ella comenta que al ver el trabajo de su padre pensó en ser actriz y trabajar delante de la cámara, pero al no sentirse cómoda, decidió que su lugar estaba detrás de la misma al igual que su padre.
Al final de la película, por primera vez vemos a la Mercedes Gaviria de la actualidad. La que, visualmente, se nos había estado presentando como una niña por medio de los ojos de su padre, ahora se autorretrata ejerciendo su profesión como sonidista en un campo abierto con boom en mano. Es ella ahora, delante de la cámara en un amplio plano, quien toma la voz y se encarga de listar aquello de lo que ha estado hablando y le inquieta, sin presentar conclusiones absolutas.
En esta articulación de imágenes de archivo, testimonios y cuestionamientos propios, Mercedes Gaviria logra construir una mirada que, a pesar de moverse en un ambiente familiar e íntimo, también incluye sus reflexiones en cuanto a la manera en que está empezando a asumir el cine, nos permite acompañarla en este proceso indagatorio de su voz como cineasta, uno que sigue sin cierre, y que se encarga de dejar latente en las últimas imágenes de ella misma, siendo este un viaje autorreflexivo que continúa en constante escritura.