Por Mónica Delgado
A lo largo de su breve filmografía, el cineasta español Víctor Erice ha reflexionado sobre la relación del cine como mecanismo que rompe la realidad, o que la resignifica. Como afirmaba Jean Goudal en un emblemático texto de 1925 sobre el paralelismo del mecanismo del sueño y la naturaleza de la imagen en el film: “…la sucesión real de imágenes en el cine tiene algo de artificial que nos aleja de la realidad. Estas imágenes en movimiento nos engañan, dejándonos con una conciencia confusa de nuestra propia personalidad y permitiéndonos evocar, si es necesario, los recursos de nuestra memoria”. La comprensión del cine como un artificio que construye nociones de espacio y tiempo, y también afectividades entre los personajes, no solo aparece como oportunidad existencial en el destino de estos seres del imaginario de Erice- para dotar desde las ficciones el sentido de sus vidas en contextos familiares e íntimos- sino que se vuelve una suerte de metafísica que reconfigura la naturaleza humana. El cine como punto de partida ante la conciencia de estar vivo.
En El espíritu de la colmena (1973), el personaje de la pequeña Ana Torrent descubre la conciencia de la muerte inevitable a partir de una proyección de Frankenstein (1931) de James Whale. Este visionado se vuelve detonante de una nueva percepción del mundo, física, corporal, sensible, en la presencia de la desaparición, de lo monstruoso y lo indecible. Por otro lado, en El Sur (1983), el padre, encarnado por Omero Antonutti, mantiene un secreto en torno a su pasado amoroso desde la capa ficcional que le da una actriz llamada Irene Ríos en una película extraña que ve en un cine de barrio. Aquí de nuevo el cine como catalizador de una experiencia sensible, de extensión o disfraz de un pasado edénico. Y en El sol del membrillo, el pintor Antonio López se rinde ante la imposibilidad de dar continuidad al proceso creativo de una nueva obra, sin embargo, para evitar la derrota, aparece una cámara de cine que captura de otra manera al objeto observado. Lo peremniza de todas formas, mientras yace en una cama para poder ser retratado dentro de su inmovilidad o letargo. Así, Erice estableció esas conexiones de miradas solitarias en una sala de cine y de la materialidad que provee el cinema, como una extrañeza que configura al mundo.
En una escena, el personaje del padre en El Sur menciona “ya sé que las cosas que ocurren en el cine son mentira, pero sigo siendo un supersticioso irremediable”. La noción del cine como superstición, como creencia desbordada, como fe extrema, es un concepto que efectivamente atraviesa el cine de este cineasta, desde la devoción cinéfila que aparece en cada uno de sus films a través de referencias de diverso tipo y también desde el modo en que sus personajes se conectan con la realidad. El cine como tamiz o como ordenador de sensibilidades. Y Cerrar los ojos (2023) no es la excepción. En este último film del director español tenía que haber cine, es decir, en un estricto sentido, desde una visión nostálgica y melancólica, pero también desde la existencia del celuloide mismo, desde el proyector, desde sus luces y sonidos, desde las mentiras que provee. Por ello, en el film no solo hay “cine dentro de cine”, películas que hablan de otras películas, personajes de ficción conectados con los protagonistas de los films, sino también la persistencia del 16 mm dentro del digital, y que se convierte en una figura que asoma de distintas maneras en varias partes del film.
Cerrar los ojos comienza con una secuencia de un film inacabado. Se trata de la obra La mirada del adiós, que como espectadores vemos como si se tratara del real inicio de la película. En esta secuencia, en clave de ‘cine clásico’ de planos y contraplanos, asistimos al encuentro de dos personajes, una suerte de detective y un noble millonario, quien otorga una misión: buscar a una hija perdida en China. Ambos están reunidos en una mansión, en cuya entrada aparece una estatua de Jano bifronte (que además abre y cierra el film) y que nos aproxima también a la figura simbólica de dos seres que se oponen. Y esta dualidad en tensión estará presente a lo largo de la película. Pasado y presente, luz y oscuridad, verdad y mentira, ficción y realidad, memoria e historia. Luego, una voz en off (que sería la del mismo Erice), nos indica que el film que acabamos de ver es un fragmento de una obra inconclusa de los años noventa, que contiene la última performance de un actor desaparecido. Luego, años después, nos presenta al protagonista Mikel Garay (interpretado por Manolo Solo), el director de La mirada del adiós, quien es convocado por un programa televisivo sensacionalista llamado Casos sin resolver, quien lo contrata para unos cuantos episodios en torno a la desaparición del actor famoso de su film, Julio Arenas (encarnado por José Coronado). Empujado por el ritmo del programa, Mikel comienza una indagación por su cuenta, ubicando a amigos del pasado, incluso se encuentra con la hija de Arenas (interpretada por Ana Torrent), hasta dar con el paradero de alguien que parece ser Arenas, veinte años después, quien padece de amnesia, y que se la pasó año deambulando como indigente. Arenas trabaja en un asilo de adultos mayores y es identificado por una de las trabajadoras quien vio el programa en la televisión, y quien afirma que Gardel, el nuevo nombre de Arenas, tiene una foto guardada, que podría tener relación con su pasado. Mikel, después de algunas acciones infructuosas para lograr que su amigo lo reconozca, decide llevar un proyector y pasar los rollos del film inconcluso.
A partir de las escenas del hallazgo de Gardel-Arenas, Erice agrega otros componentes que hacen que el film abandone los tópicos de las pesquizas de las escenas anteriores (que son las partes más convencionales y poco ‘ericianas’) para luego ser eco formal, expresivo, o extensión clara de las motivaciones de sus trabajos anteriores. Con la necesidad de Mikel de hacer que su amigo recobre el tiempo perdido, recobre la memoria y los recuerdos de su yo olvidado, es que Cerrar los ojos adquiere toda una dimensión conceptual, asociada a las inquietudes que el cineasta ya ha plasmado en sus films previos. La comprensión del cine como una conexión intrínseca con el inconsciente. Como pasa con el personaje de Iciar Bollaín en El Sur o el de Ana en El espíritu de la colmena, hay una certeza de que existen verdades que emergen desde el cine, desde sus imágenes que brotan en medio de la oscuridad. El cine moldea afectos, intuiciones, miedos; se vuelve, como afirmaba Gounal, una “alucinación consciente”, y por ello hay una conexión física, fisiológica, y por ende, psíquica. Personajes que están conscientes de que el cine puede transformar, y que su funcionamiento es una extensión de la experiencia sensible. Para Mikel, los dos únicos rollos que le quedan del film inacabado pueden ser un modo de “traer a la vida” a Julio Arenas, a quien todos suponen como una persona que ha perdido la memoria, aunque se desliza la posibilidad de que esté fingiendo, quizás por las mismas razones que llevaron a Mikel a vivir aislado, siendo traductor ocasional y pescador que come lo que pesca y que duerme en un autocaravana. Mikel organiza una función, como una de las tantas que hemos visto en los films previos de Erice, para que su amigo Arenas se confronte con unas imágenes que parece lo siguen manteniendo conectado con una parte de su pasado. La proyección del film y las escenas de una película como extensión del cuerpo, como un anexo del cerebro y sus memorias. Por ello, el acto de cerrar los ojos del coprotagonista, acción del personaje que se percibe desnudo ante las imágenes que lo interpelan, puede comprenderse como una captura de las imágenes al interior, como la anulación de la vigilia, y un rechazo a una realidad tangible, entendido aquí como un mundo fuera del cine.
En su ensayo 120 historias del cine, Alexander Kluge recrea una conversación con un científico premio Nobel sobre el “principio cine”, quien dice sobre esta suerte de alucinación consciente: “…al fin y al cabo uno sabe que está en un cine. O más bien doblemente consciente. Porque vemos DOS PELÍCULAS, una de oscuridad, hecha por el cerebro, y otra de luz y color tal como los remiten los ojos junto con una percepción generada colectivamente y por los antepasados, y que es activada por el contenido de las imágenes”. Esta tensión de luz y oscuridad, de las intermitencias imperceptibles de dos películas, de este proceso físico y emocional, producen eso que el padre de El Sur llama la superstición. Una creencia, una fe, una religión, y Cerrar los ojos habla de ese fetichismo, más aún cuando Erice asume también las posibilidades de un discurso metafílmico (desde la materia fílmica): de una película en 16mm que se impone dentro de un metraje hecho en digital. No solo está en cuestión el poder del cine para hacer que alguien recupere la memoria, es más creo que esta sería una simple capa argumentativa, y más bien este hecho de urgencia de tener los ojos bien cerrados alude a la finitud de la naturaleza misma de lo cinematográfico. Por ello algunos han hablado de una película testamento. Y es también una elegía, un canto sobre la pérdida. Que el sonido del proyector se escuche con intensidad en este momento en que el personaje se resiste, es síntoma de esta lectura. No solo se ve, se escucha, desde la presencia del aparato que produce un dispositivo. Y por otro lado, el personaje del anciano que busca a su hija en La mirada del adiós, imagina los momentos previos a su muerte como la percepción de una mirada distinta a los ojos inquisidores e interesados que gobernaron su vida. Quiere ser mirado antes de morir por esa única hija perdida. Durante la proyección de Mikel, las miradas de los personajes del film, que rompen la cuarta pared y que miran al espectador, sobre todo a Arenas, quien además cierra los ojos ante la última gran mirada: confirman la aceptación de algo perdido. Así, el film no está hablando solamente si alguien recupera o no la memoria, sino de la conciencia de la muerte de una etapa del cine. De la aceptación de no ver más eso que el cine ha perdido, de aquello irrecuperable. Cerrar los ojos es aceptar que esas intermitencias en la oscuridad, de esa luz que se hablaba en El sol del membrillo, “una luz sombría que todo lo convierte en metal y ceniza. No es la luz de la noche. Ni la del crepúsculo…” ya tiene una fecha de defunción. O ya la tuvo.
Desde la lógica de las películas de búsqueda, que incluyen pistas, recuerdos y hallazgos, Erice elabora un film de doble capa, como la figura de Jano: por un lado, desde la melancolía y soledad del personaje de Mikel, un cineasta ya fuera del sistema del cine, que vive como outsider solo en una playa; y por otro, desde la ausencia de Arenas, que poco a poco se convierte en alguien etéreo, fantasmal, volátil, un viajante entre memorias. Y quizás la parte del ausente, del fantasma de Arenas, sea la más imperecedera, puesto que alumbra un hermoso final y condensa un imaginario reflexivo y filosófico sobre la naturaleza perdida del cinema.
Cerrar los ojos
Dirección: Víctor Erice
Guión: Víctor Erice y Michel Gaztambide
Fotografía: Valentín Álvarez (AEC)
Montaje: Ascen Marchena (AMAE)
Sonido: Iván Marín
Reparto: Manolo Solo, Jose Coronado, Ana Torrent, Petra Martínez, María León, Mario Pardo, Helena Miquel, Antonio Dechent
Producción: Tandem Films, Nautilus Films, Pecado Films y La mirada del adiós A.I.E, en coproducción con Pampa Films
España, Argentina, 2023, 169 min