Por Carlos Rentería
En lo que nos concierne, no escapamos a cierta generalidad del campo artístico, de conceder validez a una obra latinoamericana cuando esta accede a reconocimientos en Europa. Esto, más que una dinámica mercantil, es un complejo. Uno no muy nuevo. En enero de 1927, César Vallejo, tras su paso por un encuentro de escritores latinoamericanos radicados en París, se ha encontrado con la idea de que para hacer conocida la obra de los autores regionales en el continente, habría que tener un representante español que lleve a cabo la función de delegado moral. La sugerencia, hecha por Gabriela Mistral, es rechazada por Vallejo, comentando que en ella existe la visión de una Latinoamérica entendida como lo novomundial, y que esto no hace otra que cosa que coincidir con un pensamiento colonial. Una literatura satelital, que pongo con atrevimiento en una comparación con el cine de la región, por periférico al “gran cine”, consagraría que sus cualidades solo son medidas por oposición, más, claro, cabe atender la no pequeña salvedad que, aún y cuando la escritura occidental pueda llevarle una ventaja e influencia histórica irrefutable a una latinoamericana, en el cine, la diferencia entre sus prácticas no superaría las dos décadas. Ocurre mucho más que una problemática de improntas dogmáticas.
No es absurdo pensar que el constructo cultural ha otorgado a ciertos modos y formas la condición de lo que se supone vendría a ser el cine. En su visita a Lima, Pedro Costa se ha referido, con cierta sorna y complicidad, a la época dorada del cine americano, la de Wilder, Ford o Huston, como el “cine”. Pero esto, que no debería de ser más que una nomenclatura, una lista de usos, cuando se entiende como una cuestión de certezas, de formas que se consagran correctas por sobre otras, no solo borra la historia del cine que precisamente forjó esa cierta cultura y a esos ciertos usos, sino, ignora los paradigmas desde donde se enuncia lo cinematográfico. Pagan caro por una mentira. Si el cine latinoamericano es algo, pues ese algo ocurre por un fenómeno técnico que no se gestó en su geografía, pero que cualquier pueblo podría usar, y puede ofrecer imágenes que, solo existiendo, habitan una herencia de más de 100 años, de formas, modos o usos, y, claro, de sus culturas, o todas las culturas que cruzan al realizador, que difícilmente calcula límites geográficos al disponer una puesta. Parece querer imponerse cierta responsabilidad a una construcción de la imaginación, antes que el de un determinado origen.
El Cine Latinoamericano Contemporáneo, visto desde los premios europeos, coinciden, habitualmente, en ser Cine solo cuando este no revise el contrato de las características narrativas imperantes, en ser Latinoamericano cuando coincida con el imaginario cultural que se le atañe a la región (geográfico, idiosincrático), y se vuelve Contemporáneo solo cuando indague en lo coyunturalmente esperable: las crisis, la violencia, las recontextualizaciones de sus historias políticas, las adaptaciones de sus culturas a cambios en sus status quos, o en historias que transiten la sordidez panfletaria de una contemplación errónea e injusta, hecha a jirones de diarios amarillistas, que nos vienen cercando desde hace mucho. Luego, si es poco menos que patética la pretensión del realizador latinoamericano de confirmar su valía a partir de un mimo extranjero, ridículo es entender su propia naturaleza a partir de lo que afuera han concluido de ella, o que esta se vuelva la moneda de cambio para el devenir de sus carreras.
Curioso que el hombre que renovó la base de la aprehensión de la palabra, no de su cultura o lengua sino más bien la universal, atienda a la nonada de la suerte de la obra latinoamericana en Europa: “La versión que hay que hacer es de las obras rigurosamente indoamericanas y precolombinas. Es allí donde los europeos podrán hallar algún interés intelectual, un interés, por cierto, mil veces más grande que el que puede ofrecer nuestro pensamiento hispanoamericano. El folclore de América, en los aztecas como en los incas, posee inesperadas luces de revelación para la cultura europea. En artes plásticas, en medicina, en literatura, en ciencias sociales, en lingüística, en ciencias físicas y naturales, se pueden verter inusitadas sugestiones, del todo distintas del espíritu europeo. En esas obras autóctonas, sí que tenemos personalidad y soberanía y, para traducirlas y hacerlas conocer, no necesitamos jefes morales ni patrones. Lo otro no es trabajar por el incremento de nuestras posibilidades y realizaciones efectivas, sino truncarlas y destruirlas. Porque no debemos olvidar que, a lo largo del proceso hispanoamerizante de nuestro pensamiento, palpita vive y corre, de manera intermitente pero indestructible, el hilo de sangre indígena, como cifra dominante de nuestro porvenir.” (1)
Las últimas películas del peruano Felipe Esparza condicen con esta “clave” de su compatriota, pero no haciéndola su tópico fundacional, no dándole su razón de ser. Mucho menos, volviéndose una justificación efectista de quien filma para mostrar lo no visto, o a los no vistos. Su cine no es el de quienes consagran a algunos como la otredad. Antes, en su cine el tiempo se inscribe como la posibilidad de todos los tiempos, de todos los hombres, y en eso la actualidad del argumento de Vallejo: una diferencia de visiones sobre el tiempo, y/o, llanamente, de cosmovisiones, puede exponer la humanidad en las obras de arte al consagrar un paso por el mundo, y al universalizar y (des)mitificar esa experiencia.
Se repite sin fin en el cine de Apichatpong Weerasethakul. Su alcance no es el de la posmodernidad en una cultura determinada, es el de la impronta constante de las posibilidades de que cada signo en plano pueda reflejar su distribución paradigmática en el tiempo: en un cuentito de amor habita el reflejo de todos los amores, en la incertidumbre del relato de dos princesas, la historia del devenir de un reino lejano y palpable, en un buey, la reencarnación y todas las vidas. Eso que Rancière nombra como “la mirada que renuncia a comprender y, al mismo tiempo, deja expuesto lo inhumano, más allá de toda banalización” (2), ocurre en el travelling in hacia un ducto de ventilación de Syndroms and a Century. Del mismo modo, la forma en que Esparza habla sobre la Historia se aleja de la banalización de lo geográfico, lo cultural o lo contextual. Árboles inabarcables, perros sin identidad, senderos fantasmagóricos, ríos que espejan un perpetuo cielo, máscaras, pueblos, fiestas, ritos, todo luce atemporal. En sus películas se invoca al infinito desde un montaje de atracciones donde el protagonista no es un pueblo, sino, su impronta, su eco. Se atiende a una experiencia del hombre, empequeñecido y transitorio como se ve siempre inscrito en lo universal, sin fecha, pero claro, en una fecha, sin lugar, siendo, obviamente, su lugar la selva o el ande peruano. Ciertas ausencias críticas en Vallejo sobre los cómo y porqué de la relevancia de la obra latinoamericana en Europa, se ven refrendados en la manera en que cobra validez la obra de Felipe Esparza, que no necesita inscribir su diferencia por no articularla pretensiosamente, o, sencillamente, por tenerla y no necesitarla.
Notas
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1. Una gran reunión latinoamericana, revista Mundial, N°. 353, Lima, 18 de marzo de 1927.
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2. Figuras de la historia, Jacques Rancière, Eterna Cadencia, p. 80