Por Pablo Gamba
César González es un cineasta argentino nacido en uno de los llamados “barrios marginales” –la Villa Carlos Gardel, en las afueras de Buenos Aires–. Estuvo internado en un correccional de menores y después en la cárcel, destino social que persigue a las personas que son como él. Pero es también escritor, y ha logrado forjar con su experiencia individual y colectiva una mirada singular en el cine, que se caracteriza por el aprovechamiento de la frugalidad de recursos, y por la ruptura con la representación hegemónica de la marginalidad en los medios de comunicación y en las películas de pobres que matan pobres, que hacen “turismo en el infierno”.
Reloj, soledad es su séptimo largometraje desde 2013 y desde sus minutos iniciales establece su manera de ver, desde adentro, el mundo de los marginados. El plano abierto que sigue a los créditos es del despertar de la protagonista, que duerme sola en un sofá. Parece una joven como cualquiera, siendo “cualquiera” en los contextos audiovisuales hegemónicos alguien perteneciente a la clase media. Pero el segundo plano comienza a mostrar anomalías en el que pareciera ser el departamento al que se ha mudado para sentirse independiente. No hay agua corriente en el baño, y da la impresión de que eso es lo normal; tampoco en la cocina ni para ducharse. La condición marginal comienza a revelarse, así, antes de los planos abiertos que sitúan al personaje en el barrio, y no al revés, como es habitual: que la representación de este mundo precede a la de los personajes, como una esencia lo haría a la existencia.
Los giros más importantes por lo que respecta al llevar al cine la marginalidad se producen más adelante, sin embargo. El primero es el que se anticipa un fugaz plano en la secuencia de los créditos y se desarrolla después. Revela que el personaje principal es empleada de limpieza en una imprenta industrial. Más adelante se sabrá también que es una trabajadora en blanco, una de las pocas de su condición que está contratada con todos los beneficios que la ley establece como derechos, pero que, en la práctica, han devenido privilegios. Se desmiente así la leyenda argentina del obrero al que lo que el sistema laboral y de seguridad social populista, instaurado en los tiempos míticos del caudillo Juan Domingo Perón, debe permitirle llevar adelante una vida digna a él, como asalariado, y a su familia, puesto que la condición social objetiva de la trabajadora protagonista es la de marginal. También se refuta el mito clasista que asocia la marginalidad con la renuencia al trabajo, y la incapacidad de conseguirlo con la falta de virtudes que llevan a la droga y al crimen. Aquí la laboriosidad impetuosa de una empleada nueva es representada como análoga al ritmo de las máquinas. Parece reivindicar un lugar entre ellas que no es de humanos.
El segundo giro es de lo social a lo moral en el tratamiento del delito. Pero no se trata de una moral que se deriva de principios trascendentes. El individuo aquí no debe responder ante un tribunal judicial o ante dios, sino dar la cara por lo que hizo ante las personas que lo rodean. También el crimen es desmitificado con una gran lucidez. Pone al descubierto que cualquier persona común puede convertirse en delincuente.
Ambas cuestiones –la del giro en la representación social y de lo social a lo moral– convergen en lo evocado por el título de esta película, como también por el de una obra maestra, La soledad del corredor de fondo (The Loneliness of the Long Distance Runner, 1962), de Tony Richardson. Es la experiencia del marginado, que no se construye como individuo sobre una base real sino del autoengaño o la traición que lo aíslan de quienes son sus iguales y que, en un momento de crisis, afronta la responsabilidad de decidir si sigue o no con el juego que la supervivencia le impone. Esta experiencia de la soledad está en tensión con otra, expresada en la banda sonora. Es la que se deriva de la posibilidad de crearse otra ilusión: la de un “mundo” propio, aislado de los demás, con aparatos que permiten escuchar música en todas partes.
Reloj, soledad fue rodada en medio del relajamiento de la prolongada y estricta cuarentena que se decretó en Argentina por la epidemia del COVID-19. Esto da pie para registrar la experiencia de los que fueron obligados a trabajar en esas circunstancias y fueron los más perseguidos, a la vez, para imponer las restricciones sanitarias. Quizás también facilitó la participación de una gran actriz del cine argentino, Érica Rivas, protagonista de la película postulada al Oscar El prófugo (2020), de Natalia Meta, así como de Las sonámbulas (2019), de Paula Hernández, y La luz incidente (2015), de Ariel Rotter, y que trabajó, además, en la controvertida Relatos salvajes (2014), de Damián Szifrón. Pero, más que esta circunstancia, lo que cuenta es que el medio cinematográfico argentino –no la industria– produce figuras dispuestas a aportar el prestigio ganado para apoyar una producción como Reloj, soledad. También actúa otro talento excepcional, Edgardo Castro, pero su disposición a los riesgos ya la demostró con creces con su trabajo como director y protagonista de La noche (2016).
Competencia argentina
Reloj, soledad
Dirección y fotografía: César González
Guion y montaje: Nadine Cifre, César González
Producción: Claudio Cifre, Marcela Dopacio, Manuel Cabral, Nadine Cifre, César González
Sonido: Javier Omezzoli, César González
Música: Mueran Humanos, Tomás Nochteff, Carmen Burgess, Ariel Moyano
Interpretación: Nadine Cifre, Sabrina Moreno, Érica Rivas, Edgardo Castro, Juanky Romero
Argentina, 2021, 70 min.