Por Valentina Giraldo Sanchez
Ceilândia, una ciudad satélite de Brasilia, una antípoda del fuego de una distopía trasladada a una película y a la favela de Sol Nascente. Un satélite – laboratorio que albergó un proyecto de utopía sin clase social.
Ceilândia: Donde sucede Mato seco em chamas de Joanna Pimenta y Adirley Queiròs.
Brasil: Bosque atlântico, bosque de araucaria, bosque de cocais, amazonas, manglares, cerrado, caatinga, pampa y humedal.
A las afueras de Brasilia (en el satélite de ese sol que nace), las hermanas Léa y Chitara toman un oleoducto, el cual usan para vender petróleo de manera ilegal dentro de su comunidad. Este largometraje se entrama en un tránsito constante entre umbrales, como una especie de geografías humanas del fuego, la temporalidad y la realidad se trastocan en las formas de algo que arde: lo verídico, la violencia, la situación política y el petróleo.
Tomando como suelo las circunstancias que rodean a las protagonistas en su vida cotidiana, esta película se permite un desdoblamiento de las formas en donde la puesta en escena y el material documental conviven, y sus puntos de contacto se confunden constantemente.
Cuerpo umbral
Barrio umbral
Fuego en doble umbral: De la pantalla a la mirada y una bomba extractora sobre la tierra.
Cine umbral: poco importa si es ficción o es documental. Mato seco em chamas “es”, “es” extendido en un tiempo fragmentario y espiral. “Es” en un estado de vértigo que no se si termina de saltar al vacío o si se queda colgando, o ambas.
Pensando en la biogeografía ígnea de esta película, no puedo no pensar en lo que significa el secuestro de una maquinaria basada en la combustión. Robar una bomba hidráulica y extraer de la tierra la energía. Sacar del sedimento un paisaje de otros tiempos, uno lítico. Stephen Pyne, a propósito de los paisajes incendiados, dice: “Son los paisajes fósiles enterrados en el pasado que ahora estamos quemando en el presente, con todo tipo de interacciones extrañas que no entendemos”. Veo a Léa y a Chitara en el paisaje del polvo, los ladrillos y la chispa. Veo sus cuerpos en el paisaje de la lluvia, la misa, los atracos, la fiesta. Veo los cuerpos, veo el paisaje, pienso en el secreto que revela el celuloide de las primeras fotos de un rollo en la cámara análoga, ese borde en llamas. Ese margen que alumbra.
Mostrar los dientes y abrirle un hueco a la tierra. Su sangre fósil. Atracar las formas en las que se produce la luz. Disparar.
Mata al tipo sin demora
Canta Léa, con pistola en mano y cigarrillo en boca.
En la televisión de la casa, caballos.
Y la luz titila
y la palabra titila
¿y el tiempo?
como un tartamudeo extendido en el que en cada interrupción se abre un espacio para lo posible: es la ficción política de imaginar mundos por fuera del mundo (y a la vez no-tan-por-fuera), antípodas del mercado clandestino de la energía, el contrabando de la luz. Un grupo de mujeres presidiarias bailando en el bus de la cárcel. Una mafia de la energía fósil.
Fabricas de polvo, hornos y humo negro. Un carro blanco de policía recorriendo el barrio. Las hermanas cantan y cuentan sus historias, son las mil caras del fuego.
En el minuto 38: Una torrencial lluvia cae como un río. Al tiempo, una lectura sobre el apocalipsis en una misa. Dios y su lengua, de su palabra siamesa brota el vértigo del mundo (como dice en un poema Romulo Bustos). Temporalidades colindantes, utopías, distopías, fracasos, un futuro de vocación pretérita y un presente que es una película.
Una espiral del extravío.
Mato seco em chamas es una sesgadura incendiada, génesis y apocalipsis y abertura. Entre un mundo y el otro: un espacio. Entre las dos antípodas: un largo paréntesis. En el paréntesis, un diálogo: “Encontré petróleo y ahora solo viajo en Ovnis”. Léa y Chitara recorren la favela haciendo promoción al PPP, el Partido Popular de la Prisión, y toda la película pareciera una gran p(r)ocesión de formas, sucesión de imágenes de pruebas incriminatorias, bailes, Muleka 100 Calcinha cantando los mitos.
“Es una mujer armada, es una gasolinera”.
Es Chitara, la reina de la montaña.
“Solíamos dormir en un arsenal”.
Son Léa y Chitara, rodeadas de pistolas.
Un mapa del fuego sobre el mapa de la ciudad, un mapa fósil que hace hablar un paisaje subterráneo: un paisaje errante.
¡Vamos a incendiar los barriles!
¡Vamos a incendiar los barriles!
¡Vamos a incendiar los barriles!
Al final, el carro policial desvalijado y quemado. Un incendio-sideral. Una procesión de motos. Chitara, la leyenda. Al final: el principio. Al final y al principio: el presente. De esta pirogeografia: un fuego que siempre ha estado ahí, Mato seco em chamas, no se apaga.