MOSTRA DE TIRADENTES 2018: LA URGENCIA Y LA INVENCIÓN

MOSTRA DE TIRADENTES 2018: LA URGENCIA Y LA INVENCIÓN

Baixo Centro (Ewerton Belico y Samuel Marotta, 2018)

Por Victor Guimarães

Hace 21 años, en enero, una pequeñita ciudad histórica del interior del estado de Minas Gerais recibe la Mostra de Cinema de Tiradentes, el más importante festival dedicado exclusivamente al cine brasileño contemporáneo. En los últimos años, con la creación de la muestra Aurora en la programación – destinada a cineastas con hasta dos largometrajes en el currículo –, Tiradentes se ha consolidado como el principal espacio de descubrimiento del cine brasileño.

En este espacio fueron exhibidos en años anteriores (y, en muchos de los casos, premiados), por ejemplo, Pacific, de Marcelo Pedroso (2010), Estrada para Ythaca, de Guto Parente, Luiz Pretti, Pedro Diógenes y Ricardo Pretti (2010), Os Residentes, de Tiago Mata Machado (2011), A Cidade é Uma Só?, de Adirley Queirós (2012), Os Dias Com Ele, de Maria Clara Escobar (2013), A Vizinhança do Tigre, de Affonso Uchôa (2014), Branco Sai, Preto Fica, de Adirley Queirós (2014), Teobaldo Morto, Romeu Exilado, de Rodrigo de Oliveira (2015) y Baronesa, de Juliana Antunes (2017). Sería posible añadir muchos más, pero esos nombres forman un buen panorama de cineastas jóvenes en el Brasil de hoy, de quienes se puede esperar con ansiedad sus nuevas películas.

Esa generación ya no se ve en Aurora – hoy en día, ellos y ellas ya pueden estrenar sus nuevas películas en Rotterdam, Berlín o Locarno –, lo que, a cada año, se vuelve a crear en el certamen una de las situaciones más raras y especiales para un espectador de cine: el espacio-tiempo de la imprevisibilidad total. En muchos de los casos, los realizadores y realizadoras lanzados en Aurora ni siquiera han hecho carrera en cortometraje, lo que hace que sus nombres sean una completa incógnita hasta el día de la función. Así, durante una semana, nos sentamos todas las noches frente a una pantalla gigante, en una carpa junto a setecientas personas, en un estado de radical apertura a lo desconocido. La sensación de descubrimiento colectivo que se vive cada año en Tiradentes es muy intensa y singular.

En la mañana siguiente a la función nocturna se diseña la contracara de la singularidad de Tiradentes: en el encuentro entre cineastas, la crítica y el público, cada largometraje es discutido durante más de una hora, conformando charlas que, a menudo, se transforman en arenas de virulento debate. En Tiradentes, el acto de filmar – y todas las implicaciones estético-políticas allí involucradas – se ha vuelto una cuestión de interés público, lo que hace que más de una centena de personas se despierten temprano para tomar parte en un apasionado debate sobre una película que, muchas veces, ni siquiera les ha gustado. Hoy en día, el aire que se respira en este festival es de una conciencia aguda y difusa sobre el momento histórico de efervescencia política del país, en el que se mezclan fuerzas contradictorias: la melancolía del sentimiento de derrota frente al fantasma cotidiano y cada vez más concreto del golpe de Estado y la energía viva de la ebullición reciente de luchas históricas contra la opresión económica, racial, de género y sexual, que frecuentemente adentran la pantalla y trasbordan para las charlas, las conversaciones cotidianas, y la escritura crítica.

Quizás nadie imaginaría que, en 2018, un documental activista sobre las recientes tomas de escuelas secundarias en contra de las medidas del gobierno podría llevarse el premio del público del festival, normalmente reservado a homenajes a figuras públicas conocidas o a temas universales inofensivos y exentos de polémica (ya hubo años en que la película premiada fue un elogio turístico a los fabricantes de quesos, por ejemplo). La acogida popular a Escolas em Luta (Eduardo Consonni, Rodrigo T. Marques y Tiago Tambelli, 2017) demuestra – más allá de la energía propia de la película – la vigencia de un momento histórico muy peculiar, marcado por la aparición simultánea de múltiples sublevaciones que, aunque hayan sido derrotadas en el plano de la macropolítica, siguen vivas en el imaginario colectivo y en las luchas cotidianas – y, por ende, en el cine. Y es en este difícil traslado entre la urgencia y la invención, entre las energías del presente y las modulaciones del cine, es que se ha forjado lo más fuerte y también lo más problemático de Tiradentes en 2018.

La densidad de la derrota y la energía de la lucha

Si Era uma vez Brasília (Adirley Queirós, 2017) es la mejor película brasileña del año pasado, eso se debe a la conciencia aguda de que, frente a la ruptura histórica que se procesa en lo real, hay que inventar formas que estén a la altura de la desesperación. En su “etnografía de la ficción” (Adirley no es solamente nuestro mejor cineasta en inicio de carrera, sino el único que está formulando una verdadera teoría a partir de su propio trabajo en sus intervenciones públicas), la película encuentra en el accidentado paisaje nocturno de las cercanías de la capital del país, en los residuos industriales que componen los espacios, en los cuerpos llenos de marcas de sus actores, el material para una fábula delirante. La paranoia, los ensayos abortados, los largos planos donde aparentemente no pasa nada, los tableaux vivants, los ejércitos de zombis en el transporte público, todo un largo repertorio de figuras de la inmovilidad que, sin embargo, apuntan para el confronto. Todo se pasa como si el último plano de Branco Sai, Preto Fica (Adirley Queirós, 2014) – el agente intergaláctico perdido entre los escombros después de la explosión de la bomba –  se hubiera transformado en una película entera, donde ya no hay catarsis posible.

Branco sai, preto fica (White Out, Black In), Adirley Queirós, Brasilien, 2014.

Era uma vez Brasília (Adirley Queirós, 2017)

La inmovilidad es también el territorio de Calma (Rafael Simões, 2017), corto ganador de la muestra Foco, la competencia de cortometrajes. Mientras escuchamos los vestigios de una protesta que no vemos, el espacio de un edificio decadente empieza a llenarse de cuerpos que caminan lentamente, monologan estáticos o simplemente se encuentran tirados en el suelo. Una comunicación misteriosa se ensaya, mientras la angustia se petrifica en las paredes y los rostros. Aunque demasiadamente pegada a una estructura conceptual y estilística reconocible, que luego deja de impactar, la película asume la importante tarea de forjar un desfase frente al presente, un desajuste ante las formas ya hegemónicas de figurar la opresión en el Brasil contemporáneo.   

Calma (Rafael Simões, 2017)
Peito Vazio (Yuri Lins y Leon Sampaio, 2017)

Peito Vazio (Leon Sampaio y Yuri Lins, 2017), corto también exhibido en la muestra Foco, sigue un camino semejante al retratar simultáneamente la tristeza de un fin de relación amorosa y la desesperanza frente a los sinsabores del país. Sin embargo, la fuerza inventiva del primer plano del filme – una bella superposición entre dos rostros – no se mantiene, y la película oscila entre un trabajo denso sobre la melancolía y otra faceta, más voluntarista, que refleja muy rápidamente la superación del trauma en la adhesión a la lucha colectiva. Por veces, hay un paso irreflexivo entre el discurso sobre el momento histórico, el guion y la pantalla, como en el momento en el cual dos amigos discuten sobre los rumbos actuales del país y verbalizan directamente todo lo que la ficción quisiera figurar por otras vías. Peito Vazio es siempre más fuerte cuando se rinde menos a un deseo de afirmación discursiva sobre el presente.  

Estamos todos aqui (Chico Santos y Rafael Mellim, 2017)

Si en esas tres películas lo que vibra con más fuerza es la densidad melancólica de la derrota, hay también muchas otras impregnadas por una energía de lucha. Entre esas, la que más me entusiasmó es un corto llamado Estamos todos aquí, también exhibido en la competencia Foco. Una comunidad a las orillas del puerto de Santos – que hace recordar a los caiçaras de O Porto de Santos (Aloysio Raulino, 1978) – enfrenta la amenaza concreta del desalojo, mientras una chica (la extraordinaria actriz Rosa Luz) corre por todos lados, intenta armar su vivienda, enfrenta las miradas prejuiciosas alrededor. Si los motivos son semejantes, lo que impresiona es que la película no se afilia a la cosmética for export de Ciudad de Dios (Fernando Meirelles y Kátia Lund, 2002), pero tampoco a la mirada rigurosa de A Vizinhança do Tigre o Baronesa. Hay aquí un bienvenido influjo de los códigos de escenificación y montaje de los action movies que, trasladados al espacio periférico, devienen en otra cosa. No hay emulación, sino contaminación; no hay intento de domesticar una energía para volverla comunicable, sino una búsqueda real por renovar el aliento en el campo del cine militante. Quizás el final catártico sea demasiado naif, pero la energía de la película seguramente merece atención.

La retórica de la honestidad o el proceso como álibi

Si un problema recurrente en las ficciones es un pasaje muy rápido entre los discursos sobre el presente y las formas cinematográficas, en algunos documentales – tanto en los filmes como en el discurso crítico sobre ellos – lo que prevalece es otra forma de anular el trabajo formal: centrarse en el proceso – tomado siempre como colaborativo, horizontal, bien intencionado, justo – como álibi y en la honestidad como garantía. En Ara Pyau – A Primavera Guarani, documental exhibido en Aurora que acompaña el proceso de toma de una antena de transmisión de TV por una tribu indígena guaraní en São Paulo en protesta contra la revocación de una demarcación de tierras, lo que sustenta el gesto es una creencia en la legitimidad de la lucha, pero la figuración de la indianidad es tan ingenua, romántica y esencialista que la película termina por contribuir para el mismo sistema estético-político que excluye a los indígenas de la vida cotidiana del país.

Ara Pyau – A Primavera Guarani (Carlos Eduardo Magalhães, 2018)

Si hay una reconsideración urgente a hacerse por parte de la curaduría de Tiradentes, esa es la atención dedicada a las películas con temática indígena. Seguir programando películas como Ara Pyau quizás tuviera algún sentido si hubiera un desierto de películas sobre la lucha de los pueblos indígenas brasileños, pero no es el caso. En los últimos diez años, el número y la diversidad de películas hechas por realizadores indígenas ha crecido exponencialmente en el territorio brasileño, pero la mirada de Tiradentes ha pasado lejos de esta inquietante producción, que ha dado algunas películas-clave como el experimento performativo Mokoi Tekoá Petei Jeguatá – Duas Aldeias, Uma Caminhada (Ariel Ortega, Jorge Morinico y Germano Benites, 2008), la procesual Pi’õnhitsi – Mulheres Xavante Sem Nome (Divino Tserewahú, 2009), la película-transe Urihi Haromatipë – Curadores da Terra-floresta (Morzaniel ?ramari Yanomami, 2014), el ensayo cómico urbano Karioka (Takumã Kuikuro, 2014) y, más recientemente, la polimorfa experiencia escénica Ava Ivy Vera – A Terra do Povo do Raio (Genito Gomes, Valmir Gonçalves Cabreira, Jhon Nara Gomes, Jhonatan Gomes, Edina Ximenez, Dulcídio Gomes, Sarah Brites, Joilson Brites, 2016).   

Lo que escapa a la recurrente argumentación sobre la legitimidad del proceso es el hecho de que la honestidad, en efecto, no es ninguna garantía en el cine: de buenas intenciones la televisión está llena. De hecho, una película como Portrait of Jason (Shirley Clarke, 1967) solamente tiene la fuerza que tiene porque la violencia de la relación entre quien filma y quien es filmado – una relación que incluye la deshonestidad – vibra en la forma, está incrustada en el celuloide hasta el punto en el que el espectador tiene la impresión de que la película se va a rajar frente a sus ojos.

Lembro Mais dos Corvos (Gustavo Vinagre, 2018)

La mención a la obra maestra de Shirley Clarke no es fortuita. Se trata de una referencia directa que se nota luego en los primeros minutos de Lembro Mais dos Corvos (Gustavo Vinagre, 2018), película exhibida en Aurora que se llevó merecidamente el premio Helena Ignez dedicado a un destaque femenino para la actriz y guionista Julia Katherine. La performance de Katherine frente a la cámara es extraordinaria: su intrepidez ante la propia biografía (real o inventada, poco importa), su sentido del humor, su manera muy propia de formular un discurso que escapa a todo cliché militante. Pero si en Nova Dubai (Gustavo Vinagre, 2014) – una de las películas más importantes y subvaloradas que ha dado el cine brasileño reciente –, el cineasta transforma la auto-exposición en teatralidad cruel, en Lembro Mais dos Corvos todo se pasa en una zona de confort absoluta, que hace que las constantes quejas de la protagonista a los excesos del director (la humillación, el gusto por los detalles sórdidos, la obsesión por la violencia) adquieran un aire de cinismo. Si en Portrait of Jason teníamos ganas de interrumpir la filmación, insultar a la cineasta, y abandonar la proyección, en Lembro Mais dos Corvos la relación entre quien filma y quien es filmado es enteramente apaciguada, lo que atestigua el final conciliatorio, en el cual la protagonista toma para sí el filme y se pone a “dirigir” la salida del sol en la ventana.

El final voluntarista y pacificado de la película de Vinagre apunta para un debate importante: el fracaso actual de la reflexividad como procedimiento crítico. Herederas del discurso modernista en el cine, las operaciones reflexivas se han esparcido por el paisaje audiovisual contemporáneo – basta con mirar la publicidad metalingüística en la tele –  y, una vez neutralizadas por el cinismo reinante, reaparecen en el cine en clave narcisista, como instancia de legitimación de la enunciación. No es solamente en el discurso de los cineastas que la honestidad aparece continuamente como una prueba para los eventuales problemas estético-políticos de los filmes. Las propias películas están llenas de procedimientos retóricos que apuntan continuamente al justo proceso y para la legitimidad del filme frente al espectador.

Madrigal para um poeta vivo (Adriana Barbosa y Bruno Mello Castanho, 2018)

Si en Ara Pyau un equipo de filmación saluda al jefe de la tribu como si pidiera permiso para filmar (aunque no haya ningún problema en empezar los créditos con la inscripción “Un filme de…” en letras gigantes), Madrigal para um Poeta Vivo – también exhibida en Aurora – está llena de dispositivos de legitimación retórica, como un plano tras el inicio en el que el equipo se filma acompañando al poeta,  o como en la secuencia final, en la cual el protagonista rememora agradecido la propuesta de escenificación hecha por el filme. No podríamos estar más lejos de la imagen de Eduardo Coutinho distribuyendo dinero a los trabajadores-actores en Boca de Lixo (1992) – operación que, en las antípodas de los procedimientos actuales, ponía el gesto documental del cineasta bajo sospecha y lo lanzaba al escrutinio del espectador. Por otro lado, quizás uno de los vectores de esa reflexividad mansa sea justamente una lectura equivocada (pero muy hegemónica) del cine de Coutinho, todavía el cineasta más influyente del cine brasileño, cuya obra muchas veces fue interpretada como el reino del respeto, de la honestidad y, en el límite, de la complacencia frente al mundo (y, en estos casos, frente a uno mismo).

La invención intransigente

En el flanco opuesto, están las películas que han decidido crear un mundo. Están los realizadores y realizadoras que han asumido la tarea de fabricar un código – muchas veces precario, frágil e irregular, pero vivo. Tiradentes también es uno de los únicos lugares en Brasil donde se puede todavía encontrar objetos visuales no identificados, películas cuya rareza las empuja para el gueto, pero que, en este lugar, tras muchos años de desarrollo continuo de la sensibilidad del público, ya pueden encontrar una acogida cariñosa. Casi nunca se trata de obras maestras, rara vez de películas sólidas en sus logros, pero en muchos casos la energía singular que tienen es motivo para celebración.

Inaudito (Gregorio Gananian, 2017)

Uno de esos OVNIs es Inaudito, de Gregorio Gananian (2017), vencedora del premio de la muestra Olhos Livres. Al trazar un retrato del músico Lanny Gordin – el mítico guitarrista de la Tropicália, responsable por la electrificación de Gal Costa y por la sonoridad característica de muchos discos de Caetano Veloso, Gilberto Gil, Jards Macalé, Rita Lee, entre otros –, la película rechaza enteramente la cristalización biográfica y enviste enteramente en la densidad del Lanny de hoy, cuya genialidad ya no tiene nada que ver con la figura del pasado. Afín al serialismo de la música actual de Lanny, la película escenifica una serie de performances solo o en dueto, intercaladas por fragmentos de un viaje a China y por intervenciones poéticas (nunca informativas) del propio Lanny o de algunos de sus admiradores. Cada plano-performance se transforma en un tour de force entre el cine y la música, una danza extraña y, algunas veces incómoda, mientras las constantes tomas en contrapicado radical, casi nadir, trascienden el homenaje y convierten el filme en una celebración cósmica del protagonista.

Imo (Bruna Schelb Corrêa, 2018)

Cuando empieza Imo, de Bruna Schelb Corrêa (2018), el terreno parece familiar: tres portraits de mujeres en tareas domésticas remiten muy rápidamente a la faceta más canónica del cine de Chantal Akerman. Pero luego lo que parecía una observación cuidadosa del cotidiano comienza a desmoronarse: el realismo observacional se convierte en surrealismo delirante y, al menos en los dos primeros actos – serán tres, uno para cada personaje inicialmente esbozada –, el filme inventa un sistema propio de signos, un drama singular que se juega entre los objetos y el decorado, entre campo y fuera de campo, entre las expectativas sociales frente al cuerpo femenino y su completa subversión. Las tres historias versan sobre la violencia de género, pero el espectador – o la espectadora – es invitado a habitar un mundo en el cual no hay símbolos estables o plenamente comunicativos a priori, sino una suerte de vida secreta de los signos, que en sus mejores momentos hace pensar en la energía rupturista de Maya Deren y V?ra Chytilová.

Lo que era movimiento y sorpresa sensorial, sin embargo, se convierte en tableau vivant y previsibilidad narrativa en la última secuencia, en la cual una mujer desnuda es servida en banquete a un grupo de machos glotones. Todas las cartas ya están en la mesa – la venganza que se sigue es obvia y por eso menos fuerte – y el trabajo imaginario queda suspendido. En el afán de volverse claro en su mensaje, Imo ahora trabaja sobre un sistema significativo plenamente reconocible y que  negligencia la potencia del cine al destruir el código sensible, sacudirlo o refundarlo – gestos estético-políticos mucho más efectivos que la mera transmisión de una idea prefabricada, una vez que actúan simultáneamente sobre la imaginación, la racionalidad y la sensibilidad.

Baixo Centro (Ewerton Belico y Samuel Marotta, 2018)

En Tiradentes 2018, Baixo Centro, de Ewerton Belico y Samuel Marotta (2017) es la película que ha asumido de manera más frontal la tarea de crearse una forma. Se trata de un filme coral, cuyas figuras dramáticas navegan la noche de Belo Horizonte en una búsqueda constante y desesperada por poblar por un instante sus solitudes paranoicas, asombradas por un pasado que insiste en reclamar su vigencia. En esos fragmentos de encuentros, vibra en los cuerpos de los actores la prodigiosa invención verbal de la película, un hallazgo dramatúrgico importante en una cinematografía que, recientemente, ostenta una ojeriza crónica a la palabra: largos monólogos singulares que, de pronto, animados por el calor de las voces de un elenco estupendo, se convierten en breves diálogos entrecortados, para luego volver a la dicción poética original.

Donde se espera un boy meets girl, una secuencia de fotos; donde se espera una escena de sexo, un juego de contacto-improvisación entre los cuerpos desnudos de la pareja principal que subvierte la expectativa, pero no es menos sensual; donde se esperan personajes, trayectorias, arco dramático, una multitud de fragmentos autónomos que se comunican secretamente, energizados por un montaje que asume el carácter fragmentario, pero logra un ritmo implacable – tanto en las modulaciones internas a cada bloque como en el conjunto. Hacia el tercio del final, hay una caída sensible – cuando las actuaciones de Alexandre de Sena y Cris Moreira se vuelven ilustrativas –, pero antes que termine la noche de la función Baixo Centro retoma la energía, al convocar una figura mítica de la religiosidad afrobrasileña, especie de deus ex machina que no viene para resolver la narrativa (puesto que no la hay), sino para elevar los humores humanos a la escala cósmica.

En el compás de su banda sonora diversa y contagiosa (compuesta por trozos musicales pertenecientes a tradiciones diferentes, pero que se comunican orgánicamente), en la energía vital de sus actores y actrices sobresalientes, en el ritmo de las alteraciones dramatúrgicas y formales que se suceden a cada fragmento, Baixo Centro hace justicia a la tradición más valiosa del cine brasileño: la tradición de la invención intransigente, que no reconoce jerarquías entre sofisticación y visceralidad, que hace de la letra inerte palabra viva e incendiaria, que no confunde interrogar el presente con el adanismo que cree que el cine empezó ayer, que se apoya en los mejores fantasmas del pasado para saltar al vacío del futuro.