Por Mónica Delgado
Quiero aprovechar la nominación a los premios Goya de dos films españoles brillantes en la categoría documental para hacer un breve contrapunto con la situación del documental peruano desde la institucionalidad, es decir desde la perspectiva de una política de incentivos.
Tanto My Mexican Bretzel de Nuria Giménez como El año del descubrimiento de Luis López Carrasco comprenden el documental como una forma, como un dispositivo (o dispositivos) que les permite poner en correspondencia presente y pasado, a partir de propuestas donde las imágenes se construyen, se piensan, se reeditan, o también como dijera ayer Marta Andreu en una charla del AricaDoc, un lugar donde el documental es entendido “no como imágenes DEL mundo, sino imágenes COMO mundo”. O quizás dentro del espíritu que revela Peter Watkins: “Fabriquemos un excedente de imágenes, una dique de imágenes, una sobredosis de imágenes”[1].
En My Mexican Bretzel, la cineasta brinda una narrativa nueva, al crear personajes, situaciones, recuerdos, diferencias o refugios, a partir de material encontrado en unos archivos familiares. Despoja de toda filiación histórica a ese material descubierto en celuloide para darle otra vida: inventa, de la mano de esas imágenes halladas, la psique de una mujer adinerada que cuenta su relación con su esposo magnate y la sociedad de su tiempo, a través de los años. Las imágenes permiten elucubrar, ficcionalizar, mientras los subtítulos generan relaciones concretas muy actuales sobre la mujer como sujeto, su sensibilidad y su lugar en el mundo.
Mientras que en El año de descubrimiento, la forma es otra. López Carrasco recurre a la investigación para recrear un periodo histórico, político y obrero de 1992 y revivir todo un “zeitgeist”, la fricción de diversas “estructuras de sentimiento”, y comprobar su perdurabilidad a través de las décadas. Para ello, elige diversos recursos como ambientar un espacio, recurrir a una cuidada dirección de arte, de vestuario y de maquillaje, y, sobre todo, apostar por una estética sostenida en planos muy cercanos y largos de estos personajes conversando (el film dura tres horas) en una pantalla bipartita.
Además que ambos films juegan con la idea de la ilusión con el espectador, con difuminar el dispositivo documental, de hacerlo transparente, paradójicamente desde el simulacro.
De haberse presentado estos proyectos similares en su riesgo y apuesta a algún concurso público de documentales del estado peruano -que busca promover el cine, sobre todo independiente-, no hubieran obtenido nada. O sí, quizás el feedback de los jurados que les señalan las carencias o ausencias en relación a un cine documental a lo Flaherty, de valor más antropológico o etnográfico, o al cinema-verité. Porque si miramos las listas de los ganadores de los últimos años, y los films terminados y estrenados en festivales locales, se percibe una mirada conservadora sobre el documental, aún sucumbido ante variables formales muy convencionales. En años reciente casi no ha habido lugar para la opacidad, para la auscultación, la divagación o exploración más allá de la transparencia clásica; quizás una excepción la encontramos en los trabajos de Felipe Esparza, o si viajamos en el tiempo, en las interpretaciones míticas de la serie brindada por Pablo Guevara para el Cetuc.
Hace algunos días, el colega Sayo Hurtado colocó en Twitter que el film de Giménez debería estar nominado al Goya en la categoría de ficción ya que se trata, ante todo, de un “falso documental”. Y, sí, lo es, pero más allá de buscar definiciones, ya que podríamos entrar a un terreno mucho más amplio de tipo epistemológico y viejo sobre a qué llamamos ficción, documental, no ficción, experimental y demás, la afirmación de Sayo me invita a cuestionar qué es lo que se está “formalizando” como documental dentro de la perspectiva que institucionaliza el Ministerio de Cultura, donde obviamente, un film como My Mexican Bretzel no entraría en ninguna categoría de los concursos (quizás postulando como proyecto de ficción también hubiera tenido sus peros). Entonces, ¿cuál es el tipo de documental que se viene legitimando desde el estado? ¿Es necesaria aún esta división? ¿Es acaso el documental hecho para aportar a un proyecto de lo nacional? ¿El cine como parte del espíritu amable del Bicentenario acrítico y atemporal?
Y es aquí que recuerdo una frase de André Bazin, que puede servir para graficar la división (antojadiza o arbitraria) o quizás la imposibilidad de ver esta oscilación o fluidez entre modos de entender el cine: están “los directores que creen en la imagen y los que creen en la realidad”[2]. En todo caso, aquí, nunca mezclados.
Notas
- Peter Watkins citado por Cloe Masotta en texto sobre film de Eric Baudelaire. En https://www.blogsandocs.com/?p=5807
- Bazin A. ¿Qué es el cine? Madrid: Ediciones RIALP, 1990. P.82