Por Victor Guimarães
“Cortocircuitar” la identidad
Aparentemente, el territorio del cine de Lincoln Péricles es fácilmente reconocible, pero hay algo muy singular en juego y que queda patente en el nuevo corto del realizador, Enquadro (exhibido en una función bastante interesante de filmes de la nueva generación de cineastas de São Paulo, intitulada “Espacios en Conflicto”). Por una parte, hay un discurso fuerte e inflamado contra el elitismo, un ataque frontal a los poderes instituidos, y la afirmación de una perspectiva periférica, al margen de los procesos hegemónicos. Eso se nota no solamente en una visión de conjunto de sus cortometrajes – Ruim é ter que Trabalhar (2015), Aluguel: O Filme (2015) y Filme dos Outros (2015), los que he visto, aunque muy heterogéneos en términos formales, revelan un trasfondo discursivo común –, pero sobretodo en las presentaciones del cineasta en festivales, que suelen transformarse en oportunidades de reiteración de ese punto de vista. La valoración positiva e inmediata de ese aspecto es lo que suele atravesar el discurso cinéfilo favorable a sus filmes, pero esa argumentación me parece poco fructífera y algo peligrosa, una vez que suele ignorar la materia sensible y las variaciones formales de los cortos.
Lo que la puesta en escena de Enquadro pone en juego es justamente lo que ese discurso cinéfilo tiende a ignorar: lo que hay de más valeroso en el cine de Péricles no es la aseveración “radical” de una enunciación previamente concebida, sino la producción de cortocircuitos estético-políticos que introducen líneas de diferencia en las imágenes y sonidos y, por ende, desestabilizan la sensibilidad del espectador. Enquadro (el título es un término popular para el abordaje policial violento y humillante que suele acometer cotidianamente a los jóvenes negros y pobres en Brasil, pero igualmente hace referencia a la jerga cinematográfica) se construye sobre una disociación entre imagen y sonido: vemos imágenes en blanco y negro que exploran la singularidad física de los espacios periféricos – muros, ruinas, graffitis –, mientras escuchamos narrativas detalladas de las batidas.
La cámara deambula libremente, performa una flanérie por la discontinuidad espacial de las villas. El blanco y negro resalta las texturas, la espesura confusa de los callejones: al borrar la visión, al hacer que nada sea muy fácilmente reconocible e identificable, rechaza una aprehensión racional de lo visible y convida a la escucha atenta de los testimonios. Los micrófonos cercanos también son fundamentales: el sonido es alto y lleno de matices, y lo que escuchamos no son solamente palabras, sino variaciones vocales, respiraciones, hesitaciones entrañadas de sentido. Aunque segura, descriptiva y desapasionada – un chico dice que ya sufrió más de cien “enquadros”, lo que hace con que todo sea perversamente natural para esos jóvenes –, la voz revela toda una miríada de sentimientos y memorias. Otro dato importante es que la primera historia no es de un “enquadro”, sino es una rememoración cotidiana y cómica del trabajo nocturno en un shopping tomado por murciélagos: el espectador-oyente no es inmediatamente solicitado a adherir o rechazar un discurso, sino invitado a sumergirse pacientemente en ese otro mundo sensible.
El film hace recordar – muchas veces por contraste – a las películas que Chantal Akerman y Babette Mangolte realizaron en la misma época en Nueva York: News From Home (Akerman, 1976) y The Camera: Je, La Camera: I (Mangolte, 1977). La operación visual de Enquadro también deambula por el espacio de la urbe, también resalta las fachadas y los pormenores de la arquitectura, pero está el detalle fundamental de que no se trata de la metrópolis más filmada del mundo, sino de dos barrios periféricos de São Paulo (Itaquera y Capão Redondo) que son cotidianamente casi invisibles, hasta que un crimen horrendo acontezca y sus imágenes aparezcan como parte integrante de la violencia cosmética y racista del noticiero televisivo. Investir una aprehensión táctil de ese espacio es intervenir radicalmente en la sensibilidad habitual del espectador, acostumbrado a una serie de discursos audiovisuales bien demarcados: el policíaco-fascista de la televisión (el dominante y más nocivo), pero también el de los videoclips de rap (sin duda anti hegemónico, pero que suele convertir las villas en mero trasfondo de las performances de los rappers) y el de las innumerables películas bien intencionadas que confunden militancia con ausencia de trabajo formal. Aunque extremadamente distintas entre sí, esas tres figuraciones tienden igualmente a convertir la periferia en una suerte de abstracción que sirve dócilmente a una discursividad previamente formulada. En Enquadro, la formulación de un contradiscurso no está ausente, pero la apuesta por la tactilidad hace que la imagen sea problematizada en su visualidad más elemental. La intervención figural – blanco y negro, texturas, inestabilidad del encuadre, aparición aleatoria de los espacios – contesta los fundamentos más básicos que hacen de la periferia una imagen, provocando una ruptura crucial de los protocolos figurativos y lanzando el espectador a otra experiencia con el espacio.
Por otra parte, la construcción sonora también apuesta en lo subjetivo y en lo íntimo – marca del cine akermaniano –, pero está la diferencia crucial de que en Enquadro lo que está en juego no es la autobiografía, sino una creciente apertura al otro. Esa permeabilidad a la multiplicidad de las voces – que se materializa en los diferentes timbres que van rellenando de a poco la banda sonora – atañe su auge en el último de los testimonios, el de un joven indígena que relata en detalles el momento en que un policía lo aborda sin motivo alguno en la calle y lo somete a la más cruel humillación pública. La importancia de la inclusión de ese relato es decisiva, en primer lugar, porque incide sobre una división a la vez histórica y estética: en Brasil, el “cine periférico” y el “cine indígena” son bastante fuertes como acontecimientos culturales, pero son territorios completamente apartados (en las investigaciones académicas, en los festivales, en la cinefilia), del mismo modo que la “causa indígena” y la “causa de las poblaciones periféricas” suelen ocupar espacios distintos en la esfera pública. Enquadro reúne lo que está separado, se abre a las narrativas más marginales y las hace convivir con otras en el espacio común del montaje.
Pero en el momento en que ese relato ocupa los altoparlantes de la sala, ocurre algo aún más importante, verdaderamente singular: antes que el relato sea traducido, las imágenes de la villa desaparecen, la pantalla deviene en negro y escuchamos por algunos minutos a esa narrativa en lengua guaraní. Durante ese tiempo, somos enteramente entregados a ese sonido misterioso, que no podemos comprender (ningún blanco que no sea antropólogo habla guaraní en Brasil) y somos obligados a experimentarlo de forma puramente física. La incidencia de lo figural es también sonora: lo que Enquadro realiza aquí es una interrupción del circuito habitual que lleva desde una palabra hasta su significado, de una materialidad sonora verbal a su reconocimiento como parte de un código. Al provocar la implosión de la mecánica de la lengua, al romper la relación automática del espectador con el verbo, lo que hace el film es “cortocircuitar” nuestra sensibilidad.
Hasta ese momento, los cortos de Lincoln Péricles me parecían inquietos e interesantes, pero fundamentalmente rehenes de una voluntad de discurso que suplantaba el trabajo formal y capturaba la naturaleza salvaje de la materia sensible en pro de una discursividad de carácter identitario, clara y sin aristas. Al abrirse al aleatorio, al invocar la diferencia, al aproximarse a lo salvaje de la ausencia de sentido, Enquadro rompe no solamente con la pertenencia identitaria, sino con la homogeneidad que gobierna el mecanismo secreto que hace de una imagen una imagen y de una palabra una palabra.
Dirección: Lincoln Péricles
Reparto: Caique; Foguinho; Aldo.
Año: 2016
País: Brasil
Duración: 24 min