Por Mónica Delgado
Definitivamente, ha habido una transformación en el ojo que nos servía de puente hacia esos entornos de modernidad fallida, que nos metían de lleno en la tugurización de las ciudades capitalistas, que nos arrancaban de la rutina apática hacia el imaginario de lo grotesco y kitsch como salida de los sueños y pulsiones. En Stray dogs, Tsai Ming – liang muestra de modo contundente que en el mundo ya no hay espacio para la válvula de escape que gozaban los personajes de sus anteriores películas a través de la música, el sexo o simplemente el desborde o la liberación imaginada. Esta vez ya no hay lugar para la ilusión o ensoñación, mas bien, como señala el título del film, se trata de una mirada descarnada hacia unos homeless de la indiferencia, hacia los vagabundos que expulsa como bastardos el sistema económico y social en el Taiwan de hoy.
Los primeros planos de Stray dogs nos introducen a dos tópicos que se irán difuminando o simplemente desapareciendo. Una mujer de cabellos largos y negros, a la que apenas se le ve el rostro, se peina sobre la cama donde duermen unos niños. Es inevitable asociar este movimiento de suavidad y de suspenso sutil con algunas imágenes del preludio del terror de algunas J-Horror, pero solo queda en la insinuación. El siguiente plano vemos a los niños de la toma anterior caminando sobre las raíces de un árbol gigante en medio de lo que aparece como un selva o zona rural, imagen casi inédita en el cine de Ming- liang, quien casi nos ha acostumbrado a un cine de interiores, de edificios, de ciudades, pasadizos, azoteas y garajes. Sin embargo, el malayo huye de inmediato de estas dos insinuaciones para meternos en una nueva variable de su cine, una película sobre desposeídos reales, una familia de homeless en la periferia de Taipei.
Un padre (el actor fetiche del cineasta, Lee Kang-sheng) y sus hijos, viven en una suerte de choza de plástico en unos matorrales lejos de la ciudad, en el arrabal que trata de imitar una selva cerca al concreto. El padre trabaja como cartel publicitario humano junto a otros hombres desempleados como él, mientras los hijos deambulan en supermercados para alimentarse de los productos que les ofrecen las impulsadoras. Así, bajo esta premisa argumental de la carencia y la invisibilidad social, es que Tsai Ming-liang ofrece un drama seco, centrado en describir no solo rutinas sino también la alienación en la cual han sido arrojados estos personajes, a quienes vemos en situaciones primarias: comer, asearse, dormir. Cuando aparece en escena el personaje femenino, la madre ausente, es que el film cobra un espíritu de posibilidad, de sublimación, pero también de enfrentamiento hacia preguntas negadas para el espectador.
Tsai Ming -liang parece estar saldando una cuenta pendiente ante su cine anterior, es decir, ha optado por un cine menos arriesgado o sorpresivo, para ahondar en una historia de desclasados, unos perros callejeros convertidos en piedras arrastradas por un río (metáfora que aparece más de una vez en la película) como discurso ante una situación social creciente. Pese al compromiso social o político claro que evidencia el cineasta con este film (siento una culpabilidad del cineasta de alguna manera hacia el cine que antes hacía), Tsai Ming-liang realiza una película extraña, que sin querer queriendo ha dejado de tener su marca. El cineasta malayo ya no es el mismo.
Director: Tsai Ming-liang
Producción: Jacques Bidou, Marianne Dumoulin
Guión: Tsai Ming-liang, Tung Chen Yu, Song Peng Fei
Cast: Lee Kang-sheng, Lee Yi Cheng, Lee Yi Chieh, Lu Yi-Ching, Chen Shiang-chyi
Taiwan
138 Min
2013