
Por Andrés Garza Escobar
Es muy complicado no pensar en It Was Just An Accident con relación a la vida personal de su director. En 2010, el gobierno Iraní imputó a Jafar Panahi con seis años de arresto domiciliario y con veinte más en los que no podría realizar películas por su presencia en los actos de rebelión contra el régimen autoritario del país Oriental, y se sumó la constante desaprobación de este régimen contra sus películas, consideradas desafiantes y subversivas. A pesar de esta prohibición, Panahi siguió filmando a escondidas e incluso reinventando lo que podría definirse como cine para esquivar su condena. Empezando con This Is Not a Film, donde incluso muestra el día en el que le dicen que probablemente no lo indulten, mientras su amigo y documentalista Mojtaba Mirtahmasb lo grababa encerrado en su departamento en Teherán.
En su nueva película, estrenada por primera vez en Latinoamérica en el Festival de Cine de Morelia, el autor iraní sigue explorando las sensaciones y secuelas de aquel castigo ejercido sobre su persona y sobre su arte, ahora regresando, tras más de dos décadas, al camino de la ficción. A pesar de que este largometraje podría en un inicio parecer distante de los trabajos previos —donde, con cine guerrilla y reinterpretativo, exploraba de forma juguetona lo que podía ser o no ser cine— que realizó en este siglo, me parece que se les asemeja bastante. A pesar de ya no contar con los aspectos realistas y metaficcionales que estaban impresos en la mencionada This Is Not a film, además de Taxi Teherán, Three Faces y No Bears, en esta nueva obra aún existen importantes huellas de esa lucha contra la persecución, y de las secuelas del prohibicionismo.
Vahid es un mecánico que se topa con el que él cree fue la figura principal de su secuestro y tortura apenas hace unos años atrás. Lo reconoce simplemente por el sonido que hace su pierna coja al caminar cuando una noche entra a su taller porque su auto se averió. Decide por lo tanto seguirlo, secuestrarlo y llevarlo al medio del desierto para enterrarlo vivo. Sin embargo, ya estando a unos segundos de dejarlo completamente bajo tierra, el hombre le jura que él no es su torturador, al que la gente conoce como El Pata de Palo, y Vahid comienza a dudar si en realidad sí tiene al hombre correcto. Para asegurarse, decide amarrar y esconder al supuesto perpetrador en su camioneta mientras recorre las calles de la capital Iraní coleccionando personas que también fueron secuestradas en su momento y que podrían o no ayudarle a identificar a este hombre que ninguno de ellos pudo identificar visualmente durante su tiempo siendo maltratados al haber estado vendados de los ojos en todo momento.
Desde el planteamiento de su conflicto, Panahi permite a lo auditivo colocarse como eje central y motivo de la narrativa. Es solamente por el sonido de la voz y del rechinido que hace su pie al caminar que los protagonistas buscan identificar al supuesto Pata de Palo, basando su casi totalmente su veredicto en lo que puedan recordar y reconectar en términos de sonido. Este concepto crea un paralelismo difícil de ignorar en cuanto a la vida personal del autor iraní, que ha declarado en varias entrevistas a lo largo de los años que se le interrogó en diversas ocasiones pero siempre con los ojos tapados, sin poder formar nunca una imagen del hombre con el que habló, simplemente pudiendo recordar su voz.
Es así como It Was Just An Accident forma su relato a partir del concepto del sonido y el poder que puede llegar a ejercer en nosotros en forma de trauma. Los recuerdos de cada uno de los personajes son activados al escuchar directamente la voz de su probable verdugo moral, e incluso también por oír a los demás narrar lo sufrido en el pasado. Es una herida que difícilmente cerrará porque no existe algo físico para atarla a la realidad; permanecerá abierta hasta que no se concilie, y sin una imagen real, es casi imposible hacerlo. Me imagino que la sensación de incertidumbre y de paranoia en Panahi es sublimada a partir de privar a sus personajes de cualquier tipo de redención, y de encerrarlos en círculos de discusiones morales del tipo que suelen surgir al encarar a un previo agresor: Merecen un castigo, pero nosotros ¿somos como ellos?
A pesar de los conflictos éticos que los distintos personajes llegan a tener, y de la tenebrosa naturaleza del asunto, Jafar increíblemente encuentra espacio (y mucho) para la comedia una y otra vez a lo largo del metraje. Lo absurdo de la situación es en gran medida fuente de risas gracias a la consciencia que tiene de sí misma de jamás ser solemne, pero siempre tomándose muy en serio eso sí. Hubiera sido extraño no encontrar esa alegría que en palabras del propio director “caracteriza a la gente iraní” en su último film, ya que en su Tetralogía Prohibida, que es de tonalidades todavía más sombrías por sus implicaciones, siempre tiene un acercamiento sarcástico, y en ocasiones muy chistoso, de cara a la condena impuesta por parte del gobierno sobre sus rodajes y su libertad creativa.
Entonces, Panahi termina usando la comedia ácida como vehículo para lidiar con la frustración, el conflicto moral y el dolor de las heridas pasadas; todas estas afecciones con un catalizador en común: el sonido. El primer y último plano de la película se recargan con firmeza en el concepto del sonido como un elemento detonador, e igualmente como cierre (o la falta de uno). Materializa así a los fantasmas y angustias que seguramente han rondado al artista iraní desde hace ya casi quince años, y lo ratifica como uno de los cineastas más frescos trabajando hoy, cuyas obras siguen siendo tan retadoras como divertidas, y tan desafiantes como alegres. Un cine hecho para señalar que, en la mente y el cuerpo de quienes la padecieron, la violencia y la injusticia no terminan, que el sonido del dolor y la persecución quizás nunca les abandone.