
Por Mónica Delgado
Pocos festivales en los últimos años han visibilizado la ocupación y genocidio en Palestina como lo ha hecho la edición 78° del Festival de Locarno. Todo festival es reflejo de otros contextos sociopolíticos y culturales, y aquí es inevitable relacionarlo al papel de Suiza desde el derecho internacional y desde los acuerdos en defensa de los derechos humanos que resuenan en espacios como este. Si bien no se nombró, imagino que por temas diplomáticos y de estrategia geopolítica, al país responsable directo de la ocupación y masacres en discursos ni presentaciones, las acciones reveladas son primordiales: la programación de tres films que abordan temáticas cercanas a la situación de ocupación, la participación de un cineasta palestino en la edición, la mención en las presentaciones con llamados a la paz, y apoyo a activistas en la Piazza Grande, el espacio de exhibición más importante de Locarno.
La inclusión de la situación palestina en esta edición del festival ha sido fundamental dentro de este panorama de espacios relevantes de exhibición, ya que el cine, más que un medio artístico, es también una herramienta de memoria, resistencia y denuncia. En un contexto mediático donde la narrativa sobre Palestina sigue siendo invisibilizada o reducida a contrapropaganda en redes sociales, dar espacio a películas, documentales y testimonios de cineastas palestinos abre una ventana a realidades que los grandes medios suelen silenciar o simplificar. Visibilizar estas historias, a través de obras como With Hasan in Gaza del cineasta palestino Kamal Aljafari, Tales of the Wounded Land, del cineasta iraquí Abbas Fahdel, o las menciones en el film armenio de Tamara Stepanyan, en un escenario internacional significa reconocer la dimensión humana del conflicto: familias desplazadas, infancias y juventudes que crecen en territorios ocupados, comunidades que luchan por preservar su identidad y cultura frente a políticas de colonización y violencia más allá de octubre de 2023. El festival se convierte, entonces, en un puente cultural que conecta a audiencias diversas con las experiencias de un pueblo que busca ser escuchado y reconocido en su dignidad.
Un festival internacional es también un espacio de legitimidad cultural. Incluir voces palestinas contribuye a contrarrestar la exclusión (que se ha penalizado, como pasó con activistas, cineastas o invitados en Berlinale), posiciona la creación artística como forma de resistencia y reafirma el papel del arte en la construcción de una conciencia global, más aún de films que inician su circulación en otros festivales o carteleras. ¿El film de Aljafari padecerá los problemas de distribución que la película de Basel Adra y Hamdan Ballal tras su premio en Berlinale? Por todo ello, visibilizar la situación contra Palestina en este tipo de escenarios no solo enriquece el debate artístico y abre posibilidades de exhibición, y que también fortalece la solidaridad internacional con un pueblo que lucha por existir y narrarse desde su propia mirada. Locarno propuso al menos una vía en sentido.

Sigamos con el asunto de la legitimidad cultural. En los últimos años la presencia del cine latinoamericano se ha reducido en las secciones más importantes de Cannes, Berlín, Venecia, y Locarno no fue la excepción. ¿Por qué, a pesar de sus logros, muchos festivales siguen excluyendo de manera sistemática —o al menos reducida— las producciones latinoamericanas en sus programaciones principales? Se podría afirmar que hay un sesgo de mercado. Es decir, las productoras y distribuidoras con más poder, los grandes emporios que deciden a qué films apoyar o no, aportan a las decisiones de programación, sobre todo apadrinando obras que ya pasaron por laboratorios o mercados de coproducción organizados o avalados por los mismos festivales. Europa, Asia oriental y Estados Unidos siguen dominando las secciones de competencia, mientras América Latina queda confinada a secciones paralelas o “muestras especiales”. ¿Es esto un reflejo de calidad, o de un sistema de legitimación cultural que subordina lo latinoamericano a un papel secundario (muchas veces exotizado)? ¿Cuáles son las características películas que sí son elegidas bajo esta modalidad y de qué manera lograron visibilizarse ante el gusto de los programadores y curadores? Otro aspecto es la desigualdad estructural. Las películas latinoamericanas enfrentan presupuestos reducidos, dificultades de postproducción y coproducción, y menores posibilidades de visibilidad mediática, más aún en contextos de desfinancimiento de los gobiernos de Milei u otros grupos de ultraderecha en el poder. Los festivales terminan apostando por lo “seguro”, lo que atraerá prensa y publicistas, dejando en desventaja a las propuestas de regiones consideradas periféricas, donde a veces se suele promover “solo cine” sin nada más a cambio, sin estrellas, sin guiones espectacularizados ni exotismo. Además, cabe cuestionar si estos festivales cumplen realmente con su misión de reflejar la diversidad global (como lo mencioné en el párrafo anterior sobre Palestina). ¿Qué sentido tiene hablar del valor que dan los festivales al cine independiente cuando las miradas, lenguajes y realidades de una región entera son apenas una nota al pie, un film en una muestra de relleno? Si el cine busca interpelar lo humano en todas sus dimensiones, entonces la exclusión de las voces latinoamericanas no solo es un déficit artístico, sino también político. La verdadera pregunta, por tanto, no es por qué faltan películas latinoamericanas en la competencia internacional de Locarno, sino qué pierden estos festivales al ignorarlas. Las únicas menciones al cine latinoamericano en la competencia internacional de Locarno fueron la coproducción de Brasil en la película de Radu Jude, y la participación de la gran actriz chilena Manuela Martelli en un film croata.
En cuanto al nivel de las películas de la competencia, la mayoría procede de países de Europa del Este (Croacia, Rumania, Eslovenia, Georgia, Serbia, Bosnia-Herzegovina, Letonia o Lituania), de Francia y Alemania, dentro de las cuales se destaca el retorno del vapuleado Abdellatif Kechiche, con una de las grandes películas del festival y del año. Luego, se destacan los nuevos trabajos de Ben Rivers, Alexandre Koberidze, Radu Jude y Fabrice Aragno, ya comentados en desistfilm. Por otro lado, esta es una oportunidad para hablar del reciente film de una usual cineasta de la selección de Cannes, Naomi Kawase, quien no estrenaba un largo de ficción, desde Two mothers, en el año 2020. Se agregó su film de forma extemporánea a la selección oficial. También cabe señalar que de 18 film presentados en esta competición, hubo nueve cineastas identificadas como mujeres.
En Yakushima’s Illusion, Kawase regresa a sus personajes femeninos marcados por dilemas espirituales (como en Hikari, Viaja a Nara, Still the water, su clásica Shara, entre otras), y nuevamente una se encuentra con los motivos que han caracterizado su cine en los últimos años. No solo hay un apego al melodrama en un estado pocas veces visto ya en el cine contemporáneo (en este caso abordado desde el problema de la crisis de donantes de órganos en Japón), sino que sigue intentando variaciones a su forma de comprender la espiritualidad como parte de un panteísmo que algunas veces luce edulcorado o cursi. La actriz luxemburguesa Vicky Krieps encarna a una cirujana pediátrica en una estancia de trabajo en Kobe, y que tras un trekking por los bosques de la isla de Yakushima encuentra el amor en un joven mucho menor que ella, y que luego desaparece del mapa. Este quiebre afectivo se relaciona con la escasez de donantes. Ya de por sí esta premisa parece jalada de los pelos, pero Kawase agrega algunos condimentos de la realidad social japonesa para hacer que todo sea un choque cultural, donde el personaje de Krieps encuentra la posibilidad de una gratificación íntima. Si bien este tratamiento de la historia de amor tiene todas las claves del universo Kawase, es inevitable que se cuele un discurso de sensibilización buenaondoso sobre la importancia de la donación de órganos. Como si Kawase hubiera renunciado al cine y se viera imbuída en una necesidad de hacer una labor social abierta y bajo el inclemente sol suizo.

En cuanto a algunos propuestas temáticas de los films presentados en esta edición de Locarno, las distopías y demás lecturas de futuros inciertos tuvieron un espacio. Don’t let the sun (2025) de Jacqueline Zünd imagina un entorno donde el sol se ha convertido en el máximo enemigo de la humanidad, lo que obliga a las personas a vivir de noche: ir a la escuela, trabajar, comer, pasear, hacer deporte, ir a la playa, mientras que durante el día se duerme. Esta rutina obliga a los habitantes de grandes ciudades a cambiar sus estados de ánimo, razón por la cual se convierten en seres apáticos, de pocas palabras y de apariencia enfermiza. En este panorama crítico, la cineasta desarrolla una historia de filiación, a partir de una niña, nacida in vitro, a quien la madre asigna un padre falso, alquilado en una agencia de “relaciones humanas”. Las interacciones son tan poco empáticas y frías, que a los personajes solo les queda ser testigos de aburrimiento. Con la intención de transmitir esta apatía, la cineasta dilata demasiado algunas escenas y la resolución, logrando expandir este desinterés por sacar a la obra de un letargo fílmico en la misma puesta en escena. El mayor peso actoral recae en el papel de padre ficticio que encarna el actor georgiano Levan Gelbakhiani (quien se llevó el premio a mejor actuación de la sección), y que con sus gestos y malestares amplifica un clima de claustrofobia que deviene en lo más logrado de un film con demasiados altibajos dramáticos. Resulta interesante, por otro lado, enfatizar que el sol también es una entidad hostil en el marco de un festival que se realiza en medio de un clima difícil con tempraturas de más de 35°. Clemencia al sol dentro y fuera de las salas.
En The fin (Corea del Sur, 2025), el cineasta Syeyoung Park elabora un relato de decadencia física y moral que mezcla diversos recursos del cine de género, desde elementos del thriller distópico, la comedia negra y el musical. Es un mundo distópico, que deviene paradójicamente en un mundo de mucho neón, brillantina y uso calculado de colores complementarios, donde las personas están divididas en dos bandos, los que pertenecen a un sistema de control, donde no hay una autoridad visible (mostrados desde filtros rojos), y aquellos que padecen los efectos de una mutación que poco a poco los va volviendo anfibios. Más allá de la trama que tiene ecos a innumerables film de Sci-fi, lo que adolece The fin es el esquivamiento de lugares comunes y del uso de un dramatismo demasiado manido. Y como en Don’t let the sun, se vuelven expresiones de problemáticas sobre todo ambientalistas, donde el caos, la soledad y la pérdida del mundo natural, no son fruto de decisiones políticas sino de alteraciones o mutaciones ecológicas inevitables.
Ambos films proponen una lectura desde las claves de la Sci-fi o el cine de género para acercarse a un espíritu postpandemia, y que sigue marcando la socialización y modos de convivencia en lo que va del siglo XXI.

En la sección fuera de concurso, apareció programa Nova ’78, de los cineastas Aaron Brookner y Rodrigo Areias; un film de found footage que exhuma un perfil del emblemático escritor William S. Burroughs, quien es observado con incomodidad, en la mayoría de veces, en los bastidores de la Nova Convention, realizada en un teatro en Nueva York, en diciembre de 1978. Se trató de un evento que marcó un hito en la vida cultural de la ciudad al reunir, en un mismo espacio, a escritores, músicos, artistas y pensadores en torno a la figura de Burroughs y la contracultura que él representaba: Patti Smith, Allen Ginsberg, Laurie Anderson, Frank Zappa, Julia Heyward, Merce Cunningham, Brion Gysin, Anne Waldman, Peter Orlovsky, Terry Southern, entre otros. El film recupera y reedita material registrado por el documentalista Howard Brookner, ya fallecido, y que es actualizado por su hijo Aaron, quien además presentó el film en Locarno. Este registro resume tres días que contienen lecturas de poemas, performances, conciertos y debates (quizás este elemento se deja de lado rápidamente), y que rompieron con la noción tradicional de un congreso literario, transformándolo en una celebración de las vanguardias. Un evento donde la literatura beat, la música experimental, el punk emergente y las artes performáticas se encontraban gratamente en este espacio juvenil. Si bien el film es un rescate de este suceso, y que se suma a los diversos materiales que indagan en la figura de los beatniks, tiene un gran valor al revelar la posición misma de Howard Brookner filmando al mismo Burroughs, que luce indiferente ante el ojo de la cámara, como si el realizador filmara a alguien que desconfía del poder de esa imágenes.
En esta misma sección pudimos ver el primer film de Julie Pacino (sí, hija del actor), I live here now, una obra de género de terror, con pizcas de gore, que rinde tributo a su manera a un tipo de cine de atmósferas enrarecidas y a David Lynch, a tan punto que su reparto incluye a la mítica Sheryl Lee de Twin Peaks. Es una obra feminista que trata sobre las inseguridades de una mujer que desea abortar y de cómo su entorno familiar y amical busca impedirlo. Es una obra de bajo presupuesto y por ello también se percibe una intención de rendir tributo a este tipo de cine o a inspiraciones nonsenses como las de Lynch. De todas formas, pese a sus debilidades dramáticas, el film cumple su propósito de instalar este tema tan poco discutido desde los linderos del cine de serie B y que suele ser disfrute de las adolescencias.

Una palabra que se escuchó mucho en las presentaciones fue “resiliencia”: resilencia para los africanos, resiliencia para los palestinos, resiliencia para hacer cine con poca plata, resiliencia para combatir cualquier adversidad en el mundo de hoy. Entendida como sinónimo de resistencia o como habilidad de la cual se valen las comunidades y personas vulnerables para salir de sus problemas, fue un motivo que usaron presentadores, curadores, programadores e incluso cineastas para hablar de cómo ante diversas situaciones se sale adelante. Obviamente es una palabra que no se aplica a los suizos, alemanes o franceses, pues sus problemáticas demandan otro tipo de “habilidades blandas”. Este uso recurrente del término corre el riesgo de romantizar el sufrimiento y la precariedad, trasladando la responsabilidad de enfrentar situaciones extremas a los propios sobrevivientes en lugar de visibilizar las causas estructurales de su dolor. Al destacar únicamente la capacidad de “resistir” o “adaptarse”, se puede invisibilizar la violencia histórica, la desigualdad social, la negligencia estatal o la explotación que producen dichas condiciones. Puede imponer un mandato implícito de fortaleza, como si las víctimas estuvieran obligadas a levantarse y “superar” el trauma, incluso cuando lo que más necesitan son procesos de duelo, reparación, justicia y transformaciones estructurales. ¿Y dónde la escuché con más fruición? En las presentaciones de la sección Open doors, que este año estuvo dedicada a visibilizar trabajos de productoras africanas independientes.
El problema de Open Doors, no solo está en el paternalismo que hace que estas producciones jamás puedan aspirar a estar en la sección de la competencia oficial de largos o de cortos, como pasó también con las producciones latinoamericanas y peruanas presentadas en años anteriores aquí, sino en su conformación de isla, que hace que se vea solo como un panorama donde las preguntas seleccionadas solo dialogan entre ellas. No estoy mencionando aquí la importante labor de sus laboratorios que empujan muchas producciones de cineastas jóvenes, sino en el encierro que se percibe al hacer secciones de carácter territorial.
Menciono un film que sintetiza mi experiencia como espectadora en Open doors: En L’Envoyée de Dieu (Burkina Faso, 2023), de la cineasta Amina Abdoulaye Mamani, se denuncia el problema de los raptos de las niñas por grupos fundamentalistas en medio de un contexto de guerra civil. El film de ficción se detiene en el caso de una niña de 12 años, a quien vemos ser preparada (lavada y vestida) por otras mujeres, a punta de rezos y loas a Allah, para luego ser convertida en una persona-bomba que debe morir en medio de un mercado lleno de gente. La historia de por sí es dura y plantea una tensión muy difícil para los espectadores, puesto que el dispositivo en su pequeño cuerpo puede estallar en cualquier momento. Esta tensión organiza per se el modo en que cuestionamos la maldad en el mundo es un mecanismo que despierta doble vía; por un lado, un buen manejo de la tensión, inevitable, y otro, compasión y condena automática. Es lógico que raptar a un niño y usarlo como bomba es un hecho insano, pero dentro de la función del cortometraje se percibe como una decisión fácil, sin mayor trasfondo político. Más aún cuando se agrega un elemento innecesario: la posibilidad de que la niña muera en brazos de su madre. Obvio, fue la película más aplaudida del programa.

Uno de los grandes eventos dentro de esta edición 78º de Locarno fue la inclusión de la retrospectiva Great expectations, que recuperó un grupo de películas del cine británico de posguerra 1945-1960, y realizada en colaboración del Archivo Nacional del BFI y la Cinémathèque suisse, y bajo la curaduría de Ehsan Khoshbakht, destacado investigador de origen iraní y codirector de Il Cinema Ritrovato. Se presentaron films restaurados de David Lean, Carol Reed, Seth Holt, Joseph Losey, Edward Dmytryk, entre otros. Este programa no solo iluminó la riqueza estética y narrativa del cine británico, a veces subvalorado ante el avasallamiento de Hollywood, en un periodo marcado por la reconstrucción cultural y social de la posguerra. Great Expectations fue mucho más que una mirada al pasado: nos permitió dialogar con las otras películas de festival y mirar con inevitable nostalgias cosas irremediablemente perdidas en la forma de contar historias. La gran epifanía que produjo esta programación -solo pude ver un puñado de films -es que nos lanza a una planteamiento del cine ya irrepetible. Para ello, estuvieron allí las películas restauradas de Anthony Asquith, Sidney Cole, Charles Crichton, Basil Dearden, John Krish, Val Guest o Jules Dassin.

Como cierre de este balance, menciono el cortometraje Slet 1988, de la cineasta y artista serbia Marta Popivoda, quien en 2021 realizó un film apreciable: Landscapes of Resistance. Al abordar la memoria de un personaje femenino, la realizadora elabora en este nuevo cortometraje una vía de conexión con el pasado de un país que ya no existe. Visto en la sección de más riesgo de Pardo di Domani, Slet 1988 sigue a través de material de archivo el pasado y desde escenas de entrenamiento del presente a la bailarina Sonja Vukicevic, hoy de 74 años, quien en los tiempos de la Yugoslavia de Tito lideraba algunas coreografías de carácter marcial y uniformizador.
La palabra slet en eslavo alude una bandada de aves que se protegen de amenazas externas. Es un recurso retórico usado para graficar un tipo de danza multitudinaria de unidad en los tiempos del totalitarismo y que ayudaron a afianzar el sentido de comunidad dentro del régimen, sobre todo entre mujeres. Aparecen momentos de estas coreografías que hacían comulgar a miles de personas en estadio como parte del culto que exigía el régimen de Tito. Estos rezagos son analizados por Popivoda como una contraposición (o extensión) de los nacionalismos e individualismos de la actualidad y como una marca del pasado irrepetible. Un film político que alude a la imposibilidad de la utopía, mientras en otras secciones de festival esta idea también se afianza con films de futuros apocalípticos y desde el protagonismo de la resiliencia.